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Un cambio de piel necesario para la apropiación y adaptación a la cultura

Alejandra Valencia Cifuentes      0

Un cambio de piel necesario para la apropiación y adaptación a la cultura

Por: Laura Ospina Mejía

 

05 de noviembre de 2016

A las 9:01 de la noche, solo pienso, que somos seres en constante cambio, el devenir de las cosas es inminente. El cambio nos hace crecer, a mí y a todos; aunque no todos cambiamos de la misma manera, el mío no solo depende de mí, sino que de igual mi devenir va a un ritmo con mi familia y la historia que hay detrás de esta. Siempre nos estamos enfrentando a situaciones que –queramos o no- nos hacen cambiar. Por sencilla que sea la decisión, ésta tarde o temprano influirá en mi futuro, sin embargo, hay unas que obviamente son más influyente que otras. En este sentido, es significativo para mí tratar dos experiencias que han sido increíblemente enriquecedoras, el colegio y la universidad. Aquellos momentos, tan naturales en el desarrollo del individuo que crece bajo un sistema político, social, económico y cultural como el colombiano, son inevitables e imposibles de esquivar.

Recuerdo mucho una charla que tuvimos, mi familia y yo, con un gran biólogo en Leticia, Amazonas sobre las serpientes, en la que nos clasifica cada una de estas y expresa todo lo que ha podido descubrir gracias a la interacción y a la experiencia que ha tenido en el Amazonas con estos reptiles. Fue inevitable no analizar la forma de hablar sobre aquellas criaturas, que para muchos pueden ser realmente peligrosas, pero para él solo eran amigas, seres maravillosos, poderosos y con un gran funcionamiento biológico. Aquella pasión y propiedad con la que hablaba, me hizo cuestionar, no sobre las serpientes, sino sobre qué tan consciente he estado de mis procesos educativos, los cuales no son solo la academia y el colegio, sino también las relaciones sociales, mediante las cuales surgen experiencias que enseñaran a vivir, crecer y ser parte de la cultura. Esa misma experiencia, en este momento, me ha llevado a imaginar que mi vida ha pasado por un cambio de piel, algo similar al de las serpientes, pues estas mudan de piel para poder crecer, dado que su piel no crece al ritmo que crece el resto de su cuerpo.

Lo que dejé atrás cuando mudé mi piel

Antes de cualquier cambio, antes de dejar las cosas atrás, obtengo excelente o amargas experiencias que construyen mi personalidad: lo que soy. He ahí mi peculiar importancia por las serpientes, antes de que ellas consuman y reformen su piel, recorren y viven en diferentes entornos. Soy así, antes de adquirir algo relevante que me forme; vivo, me deslizo por diferentes entornos que hacen que mi perspectiva del mundo varíe, que fluya como las pieles que quedan en el transcurso del camino al que llamamos vida.

Nací en un pequeño pueblito en lo alto de la cordillera central, cargado de frío y cafetales: Sevilla, Valle del Cauca. Allí, en ese lugar, viví toda mi infancia y mi adolescencia, recorriendo esas calles de antaño que parecen no decaer con el tiempo, inmarcesibles, duras como la roca, prácticamente –al menos para mí- eternas. Ellas me vieron formar y me formaron, cada pequeño rincón, por insignificante que sea, va a estar presente en cualquier momento en el que piense en mi hogar. Lleno de complicidad y música al viento, surge de las montañas el sonido de un tiple que se extiende por toda la plaza, una plaza cargada de guayacanes y concordia. El día transcurre lentamente en mi “macondo” cafetero, llega a mí el aire de tango que invade el inicio de la noche, Casablanca, en palabras de Gardel: “Mi metejón”. Casablanca, la plaza de la concordia, la casa de la cultura, son solo algunos de los sitios que han visto nacer y crecer, generación tras generación, los retoñitos sevillanos.

Mi cuna montañosa, también se caracteriza por ser paisa; paisas verracos, que salen adelante, no hay obstáculos para ser mejor. Sevilla es comercio, comunidad, amor, orgullo y Dios. Católicos la mayoría de habitantes, amantes a la semana santa, la misa en la iglesia central; con gran disposición se muestran ante el padre, teniendo este más autoridad que el alcalde.

En un lugar llamado Puyana crecí, barrio de abuelos y jubilados, por la calle 61 viví las mejores experiencias. Solo tenía 5 años, debía ir al colegio antes de las 6:30 de la mañana, pero siempre nos cogía la tarde, a mi hermano y a mí. Corríamos hasta la puerta de la casa para decirle al señor de la ruta que esperara. Mi mamá gritaba impacientemente, salía a dar la cara por nosotros, y seguía corriendo con todo para lograr que saliéramos lo más pronto posible. Siempre quedaban faltando los cordones, mi mamá siempre se olvidaba que yo no era capaz como mi hermano, y salía corriendo para dejarnos en el bus, entonces mi hermano debía terminar la tarea de los zapatos, amarrarlos lo mejor posible porque yo entraba en crisis cuando se desamarraban y no encontraba quien podría ayudarme. Este susto se debía en gran medida a la facilidad que tenia de caerme, siempre estuve con mi profesora para evitar caer y caer; no sé tal vez con un adulto al lado la responsabilidad no caía sobre mí, ya que, siempre que llegaba a la casa y mi hermano contaba que yo había sufrido otro accidente, mi mamá se llenaba de rabia (eso era lo que yo creía) y me regañaba.

Todo empezó a cambiar, cuando una gran profesora de transición – grado antes de primero – me enseñó a amarrar y meter los cordones en un zapato de madera, cuando descubrí que era capaz de hacer lo que tanto me atormentaba fui muy feliz. Todos los días llegaba a clase con el deseo de practicar, en aquel zapato de madera, la forma como debía amarrar mis cordones. Estuve siempre tan entusiasmada, que recuerdo a la profesora diciendo: laura traje otro zapato de madera para que me ayudes con los compañeritos que aún no logran hacerlo tan bien como tú. Sentí como mi cuerpo se llenó de orgullo, felicidad y amor por esa profesora, pues me había dado una gran herramienta para enfrentar mi cotidianidad, la de no saber cómo amarrarme los zapatos y depender de la voluntad de mi hermano y mi mamá. Este recuerdo, me hizo pensar en una de las lecturas que tratamos hace más de ocho días, el vínculo educativo (Tizio, 2003), en el que desde la idea de Fenelon señala que “el agente de la educación acompaña al educando en una aventura de descubrimiento” (Tizio, 2003, pág. 30). Mi profesora creó un vínculo educativo, en el que ella me proporcionó las herramientas necesarias para que por mis propios medios lograra atarme los cordones, fue una gran aventura de descubrimiento, la cual disfrute y asimile como un paso más para la dependencia, lo supe cuando deje de sentir angustia por no saber, por el hecho de que mi mama se olvidara y yo pudiera caerme en cualquier momento.

La tristeza en mi vida volvió aparecer cuando una mañana, después de unas largas vacaciones, mi mamá nos comunica que el colegio lo cierran. Solo pensaba que no iba a volver a ver a mi profesora adorada, yo solo quería llorar. Sin embargo, fui a comprar, en una tarde dominguera con mis padres y hermano, todo lo que necesitaba para el colegio. Estaba feliz de comprar muchas cositas, en ese momento había olvidado lo duro que iba a ser volver a empezar, no conocía ningún niño, no sabía cómo era el colegio ni la próxima profesora. Solo hablaba para preguntar sobre el nuevo colegio, no veía la hora de enfrentarme al cambio.

En el mundo se celebraba la llegada de un nuevo siglo, pero en Sevilla, Laura solo pensaba en el terrible día que iba a tener que pasar en el nuevo colegio. Siendo las 6:45 de la mañana entré con mi súper maletín de Barbie por la puerta garaje, era un lugar muy pequeño y encerrado. No habían arboles como en el anterior, nada era igual. Vi una banca al lado de un letrero que decía rectoría, todo era tan extraño, me senté allí y esperé a que alguien mayor llegara para “salvarme” de lo confundida que estaba. Estuve allí por 10 minutos, pero yo sentí como si hubiesen sido horas, llegó una señora con una voz un poco brusca y me dijo: niña debe ir a formar (hacer hileras desde el más bajito hasta el más alto) para escuchar a la rectora y conocerla. Solo la miré y puse mis piernas a caminar, vi muchos niños de grado primero, más o menos 30, todos ya se conocían, iba a ser muy difícil para mí hacer amigos. Ese día, me di cuenta que era la más alta de mi grupo, la más grande y fuerte. Empezaba una nueva experiencia, a la final no tan buena, pero no podía hacer nada para cambiar a otro colegio. Para mis padres era el mejor colegio privado, entonces era una obligación quedarme allí.

Los cambios que no son voluntarios, siempre van a causar cierto grado de angustia, en este caso, yo quería liberarme, pues en mi colegio anterior, me habían dado la primera herramienta, según yo no necesitaba nada más para vivir en paz. Estuve en el nuevo colegio por nueve años, en los cuales aprendí todas las dinámicas del colegio, comprendí el sentido de las normas y reglas para vivir en comunidad, logré estar a gusto con el colegio.

Un día normal empezaba con la formación de hileras, para escuchar lo más importante del día; si llegábamos tarde no podíamos entrar sino hasta la próxima clase y teníamos una nota en el observador disciplinario, “el libro del terror”. Luego, entrabamos a los salones y hacíamos la oración del día, cada uno podía pedir algo, pero no era obligación. Iniciábamos la primera clase, luego salíamos a descanso y siendo las 12:30 del medio día nos iban despachando en las rutas que cada padre asignaba. Mes tras mes se realizaban actos culturales, de los cuales se encargaba cada grado, siempre era la fecha más esperada, ese día salíamos de la rutina. En el mes de abril o marzo, dependiendo del año, nos llevaban a la misa de la santa ceniza; en noviembre se hacia el día de la familia “SANLUISANA” y al finalizar el año, siempre otorgaban reconocimiento a los mejores estudiantes.

Hoy analizo que lo más valioso de haber estado en el nuevo colegio por nueve años y paralelo a este proceso, incluirme en las actividades de la casa de la cultura; es que logre identificarme como parte de una cultura, de una sociedad. Me enseñaron el lugar donde vivo, con las izadas a la bandera, las presentaciones artísticas y las clases de danza construí un sentido de pertenencia hacia mi región, municipio y país. En efecto, en aquellas instituciones me hicieron un “bautismo humano”, es decir me ayudaron a entrar al mundo que me esperaba, conocer mi contexto, mi realidad; y con la disciplina que inculcaban permitieron asegurarme del dominio sobre mis decisiones, y el poder de estas sobre el mundo que me rodeaba (Tizio, 2003).

A pesar de lo mucho que aprendía en el colegio San Luis, nunca estuve realmente feliz y apasionada por estudiar allí. Empezaba un nuevo año, el 2011 venia cargado de nuevas expectativas, mi hermano recién empezaba su universidad, mi mama y yo nos quedamos solas en casa, y mi padre consigue traslado para Bogotá. En enero, empezamos clase, después de unas maravillosas vacaciones de mitad de año, regreso al colegio con ganas de ponerle la ficha y sacar adelante ese año electivo, que no iba muy bien. En realidad nunca iba muy bien, no me gustaba ir al colegio, entonces no me levantaba, ello hacia que siempre estuviese perdida en casi todas las asignaturas. Recuerdo la mañana en que pensé en la posibilidad de no seguir estudiando allí, llegué muy emocionada a la casa a decirle a mi mama lo que quería, necesitaba su apoyo. Le conté y me dice que no es posible que eso ocurra, ella le tenía mucho cariño al colegio, pues mi hermano había salido de allí y esperaba que yo también lo hiciera. Con 14 años, fui rebelde y caprichosa, nunca había llevado la contraria a mi mamá. Esa fue la primera vez que desafié lo que ella esperaba que hiciera. Llamé a mi papá y lo primero que me dice es que si es lo que quiero, entonces sí. Eso creó un gran conflicto en casa, mi mamá siempre tan radical y mi papá siempre tan liberal, sin dejar de lado las normas y reglas básicas que había que tener en cuenta en cada situación, él no iba a permitir que yo pasara por encima de alguien en algún momento de mi vida.

Fue entonces en febrero del 2011, después de un gran proceso para ingresar al otro colegio, que empiezo las clases. No me había dado cuenta de lo diferente que era ese colegio, chiquito, sin zonas verdes, muy poco cultural, no veía clase de artística, habían cámaras en todos los salones, los profesores llegaban con sus libros, ocurría algo extraño, al parecer no existía la posibilidad de acceder a estos, como si los libros fueran parte de ellos por tener estudios profesionales, de los cuales nosotros aun no podíamos gozar; y seguían un esquema de los temas de la clase, y no podían desviarse de este.

No olvido la ida a la basílica el último viernes de cada mes, allí nos obligaban a leer la palabra de Dios para sacar buena nota en religión; el rosario de la virgen cada mayo; la asignación de puesto para todo el año, no lo podíamos mover, pues debíamos seguir un orden. Los profesores siempre hacían lo que decía la rectora, siempre tenían miedo porque si alguno de nosotros no se comportaba como debía eran primero culpa del profesor. Estas dinámicas se parecen mucho a la concepción tradicionalista de la educación, en aquel colegio querían protegernos de las tentaciones del mundo, nos aislaban y nos disciplinaban, no solo por medio de los profesores, sino también por medio de Dios, pues no podríamos ser pecadores. Se debía obedecer no solo las demandas el profesor, sino también las de Dios y la iglesia para ser mejores ciudadanos.

El colegio San Carlos, me moldeó, termine de entrar en el sistema, sin ningún tipo de crítica. Recibí menciones de honor por ser disciplinada, empecé a ser competitiva, aprendí a través del ejercicio de la memoria, “limitando la utilización del razonamiento” (enciclopedia práctica de la pedagogía) y fui parte de los alumnos ideales. Pero recuerdo que en ultimo grado, todos empezamos “abrir los ojos”, empezamos a pedir clases diferentes, nos dimos cuenta de que nos estaban formando para entrar en el sistema, encajar en este y servir para este. Nunca voy a olvidar una clase en la que un amigo le propone al profesor ver otros temas, que no hayamos visto, más dinámicos y que se puedan aplicar más a la realidad. El profesor le dice que no se puede, que ya hay un programa y que es imposible, que él quisiera poder hacerlo, pero no es permitido. Mi amigo se para y dice: yo no voy a seguir escuchando algo que no me va servir cuando tenga que salir de este lugar y encontrarme con otra realidad, más cruda, insensible y poco condescendiente con los individuos que están apenas conociendo su mundo, como nosotros. En ese momento tuve una crisis, me cuestionaba todo, me di cuenta que era así como él decía, que estaba en una burbuja y que debíamos ser más críticos respecto a los temas tratados en clase, “no comer entero”. Aquella situación, hizo que fuera consciente de lo que realmente estaba preparada y de lo poco que conocía del mundo. Despertó en mí el deseo por conocer más lo que me rodeaba.

Entonces pensé ¿Qué tengo que hacer para conocer la realidad? Pregunta que necesitaba resolverse, sentía que el tiempo se me acababa en Sevilla, ya casi salía del colegio y lo “normal” era irse del pueblo a estudiar, para tener un mejor futuro. Empecé a trabajar en la solución a mi pregunta, y quise vivir sin límites, lo primero que cualquier adolescente pensaría. Entre a la Defensa Civil y al grupo de danzas de la casa de cultura, fui a todos los eventos culturales que se hacían en mi pueblo y empecé a disfrutar noche tras noche, el delicioso café que servían en Casablanca, un local viejo en el que se respira historia, tango y amor. Con el poco tiempo y todas las cosas que tenía planeadas hacer, un gran amigo al que le conté mis deseos, me enseñó un gran poema:

“…tiempo para esconderme
en el canto de un gallo
y para reaparecer
en un relincho
y para estar al día
para estar a la noche
tiempo sin recato y sin reloj

Vale decir preciso
o sea necesito
digamos me hace falta
tiempo sin tiempo.” –Mario Benedetti

Siendo las 2:00 de la tarde, del viernes 28 de noviembre de 2013 todos mis compañeros y yo estábamos listo para dar el primer paso y abrir las puertas del mundo real, hasta el momento habíamos trabajado siendo críticos sobre la realidad, pero no en el colegio, sino en nuestras propias reuniones. No conocíamos el mundo, pero sentíamos que el pueblito de la montaña lo era todo, pero necesitábamos más. Creíamos que irnos a otro lado iba a ser la oportunidad perfecta para mudar la piel que habíamos construido en compañía de la familia, colegios y amigos, y formar una nueva piel a partir de las nuevas experiencias que íbamos a tener la oportunidad de vivir en la universidad.

Cambio de piel: una transformación de fondo

De las veces que mi cambio de piel era tan inminente, el más relevante hasta ahora es el hecho de cambiar lo que consideraba mi mundo, un mundo que se caía tras cada pertenencia empacada en una maleta que me llevaba a otra historia. Historia donde forjaría mi identidad tras un ambiente de clases, risas y nuevas personas. Aprendí y comprendí durante este proceso lo que me motivaba, a lo que iba a dedicar el resto de mi existencia. Tras cada teoría, supuesto, comprendía el comportamiento de lo que me rodeaba, eso me hizo amar lo que hacía: amar cada madrugada, apreciar la insoportable tarea de la dedicación y la obligación de estudiar.

El 4 de enero de 2014, llegué a la ciudad de Cali, expectante, entusiasmada y feliz por tener la oportunidad de iniciar la universidad. Al tiempo no quería dejar mi pasado, mis padres, mis amigos y Sevilla, vivir allí era maravilloso. Mis padres habían acabado de salir del apartamento donde iba a pasar los siguientes cuatro meses, cerré mis ojos y pensé: tengo un gran reto en este preciso momento, lograr adaptarme a la ciudad y a la universidad.

Faltaban muchas estructuras por introyectar en mi mente, para lograr sobrevivir sola. Es gracioso, llegue sin saber nada sobre limpieza, comida y entre otras cosas esenciales para vivir. Fue un cambio brusco, y solo al quinto día me doy cuenta de lo horrible que me sentía por este. Era libre, pero necesitaba tener las herramientas necesarias para soportar aquella libertad, saber que era lo correcto y lo incorrecto (CAMPS, 1996). En ese momento, no había sido educada para la libertad, no tenía los suficientes conocimientos sobre la cultura y la sociedad, que en aquella situación de mi vida, eran necesarios para integrarme con mayor facilidad en un nuevo entorno; y así lograr ser autónoma (CAMPS, 1996).

A los ocho días de estar en la ciudad de Cali, no tenia nuevos amigos, pero si acababa de conocer una niña con la que iba a convivir por ese semestre, ella llevaba tres años en Cali y pronto acabaría sus estudios. Un día me ve más triste de los normal, y me dice: Laura yo creo que es hora de salir de la casa y atreverse a conocer el mundo, yo seré su guía, no tiene por qué temer. Ese momento lo llene de significado, me aferré a ella y dejé que me enseñara como es vivir en Cali para así lograr adaptarme. Se creó un vínculo educativo que me ató a la esperanza de ser parte de la cultura caleña, sin dejar de pensar que,

“el vínculo que ata es un instante: el que deja su marca. Momento en el que el sujeto despierta a los posibles de un mundo por-venir. Despierta por cuanto vislumbra la confianza con la que el mundo (el que fue, el que es), le está siendo, finalmente, enseñado.” (Tizio, 2003, pág. 39).

Termine de mudar mi piel un año después, fue realmente difícil, en algunos momentos necesitaba a mi familia, volver a Sevilla y hacer lo que hacía antes, como saludar al vecino, ir a comprar cosas en la tienda de la esquina y escuchar el sonido de la lluvia. Aprendí las cosas básicas que se debían saber para no estar indefenso en un entorno en el que no es conveniente estarlo. Sin duda la adaptación a la ciudad fue lenta, pero a la universidad fue un poco más rápida. A pesar de mis dificultades para relacionarme, logré apasionarme de la carrera que había decidido estudiar, esto gracias a un gran docente, con el que tuve mi primera clase un lunes a las 5:00 de la tarde. Recuerdo verlo tan feliz, hablaba con tanto amor sobre la psicología que era inevitable no contagiarse y querer hablar en algún momento de la vida como él lo hacía. Él era un claro ejemplo de

“el educador que acepta el reto de establecer un vínculo educativo da el tiempo para aprehender algo de lo que está en espera, de lo que desde el comienzo de los tiempos del hombre nos aguarda, a cada uno. Y da también la palabra, para que cada uno pueda formularse su pregunta sobre el mundo.” (Tizio, 2003, pág. 39).

Este profesor género en mi la necesidad de apropiarme de la carrera, apasionarme de ella, con el objetivo de que cada trabajo y cada cosa que se relacionara con la misma fuera significativa para mí. Ahora se ha potenciado ese sentimiento, estoy cada vez más enamorada de Cali, la universidad y del rumbo que ha ido tomando mi vida. Son muchos los retos que han aparecido en mi camino, pero siempre lo que me anima a cumplirlos es pensar que ya pase por el más difícil, dejar mi hogar (Sevilla, familia y amigos).

Siendo las 5:21 de la tarde, de un domingo en familia, decido terminar mi escrito. Sé que faltó mucho por decir. Siempre que estas escribiendo te acuerdas de cosas importantes de las que podrías sacar unos análisis maravillosos. Este trabajo logró conmover mi corazón, fue un desafío para mi dejar de ser cuadriculada, aun me cuesta abrirme y pensar sin límites, sin pensar que tan aceptado o no serán aquellos pensamientos. Sé que aquella imposibilidad no es gratuita, mi proceso escolar se caracterizó por cierta necesidad de obedecer, imitar y ser siempre parte del promedio, pues solo de esa manera no serias señalada. Sin embargo, creo que logré expresar lo que quería, pero no solo gracias a mí. Un amigo muy especial me ayudó, no hay nada más enriquecedor para la construcción de textos que la compañía, pensamientos e ideas de otros diferentes a mí.

En todo el texto traté de mostrar de qué forma, los vínculos educativos no solo se crean en los colegios, aquellos vínculos se pueden dar a partir de la interacción con un individuo que represente mi realidad y logre trasmitir los elementos más importantes de la cultura como mis padres, mi hermano, mis amigos mayores, los abuelos, los vecinos y la comunidad adulta en general. No hay que olvidar que aquel vínculo me da herramientas para entrar en la cultura y sentirme parte de ella, pero solo nos apropiamos de esta cuando logramos mudar la piel, es decir, cuando nos separamos de un estado anterior que ha sido construido por otros como la familia y el colegio.

 

Referencias

Enciclopedia Practica de la Pedagogía. Tomo II. Modelos pedagógicos.

CAMPS, V. (1996). Educar para la libertad. En: El malestar en la vida pública. Barcelona:        Grijalbo.

Tizio, H. (2003). Reinventar el vínculo educativo: aportaciones de la pedagogía social y del     psicoanálisis. Barcelona, España: Editorial Gedisa S.A.

Alumnos de la escuela de Barbiana. “Carta a la maestra”. Editorial Ariel S.A., Barcelona,           1997.

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