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Una libreta de suspiros

—Vos debés estar despechado— sentenció.

—Tal vez— contesté.

El viejo del sombrero negro se quedó viéndome de frente con la mano derecha sobre el mentón. Su mirada frentera de repente me puso nervioso.

—¿De verdad piensa eso?— pregunté.

—Sí. Cuando tienen un amor perdido, los hombres deambulan por estas calles viejas—

Carraspeó. Sacó una libreta y un lapicero del pantalón. Habló de nuevo: Mi trabajo es venir por acá por La Ermita para verlos de lejos. Le pongo palabras a sus suspiros. Tengo algunas para los suyos.

—Discúlpeme, pero ahora no tengo plata. Como usted sabe, las letras no dan mucho hoy en día y soy periodista— le contesté.

Sonreí. Me puse de pie. Tenía que cruzar el Bulevar para llegar a mi oficina.

—Espere, por favor. Déjeme leerle un verso, es gratis.

Hacía calor. Y pensé en el fastidio de caminar junto a un viejo insistente.

—Dale, pero rápido— lo apuré.

Abrió la libreta. Leyó:

“Emilia, te busco en la sombra de los árboles. El viento me habla de vos. ¿Todavía recordarás esas vidas, cuando dábamos de comer a las palomas? Perdón por soltar tu blanca mano. Perdón.

Perdón”.

—Puta vida—, pensé. Emilia, ese nombre todavía me sigue llenando de grietas. Tardé unos segundos en reaccionar. El viejo rompió el silencio.

—Amé mucho a esa mujer. Jamás la volví a ver—, me dijo.

—Un común de las Emilias— le contesté. —Tuve una en mi vida, tampoco pudo ser. Ojalá encuentre a la suya—.

—Le quiero leer otro verso—, insistió.

—No, se me acabó el tiempo, señor—.

Le di la espalda y empecé a caminar con un solo pensamiento: Emilia. Recordé el día en el que me fui de su lado, de sus tiernos labios. Pobre, cuidó un corazón pulverizado que tomó otro camino. ¿Dónde la encuentro ahora?

Una mano sobre mi hombro me volvió a la realidad. Era el viejo. Volvió a hablar.

—Disculpas, periodista, pero ahora que lo encontré, no lo puedo dejar ir. Déjeme leerle un verso más, por favor—.

—Ya lo escuché, ahora me están esperando en el trabajo—.

—Debo decirle algo. Sé cuál será la gran tristeza de su vida—.

Me molesté.

—Déjeme en paz. ¿Cuál tristeza?—.

—Le quiero contar por qué no va a poder convertirse en escritor—.

Quedé sin piso. En silencio.

El viejo volvió a abrir la libreta:

“Te dejé partir, tren lunar de medianoche. En tus rieles se toca una melodía que ni los más enamorados escuchan”.

Volví a quedarme sin palabras. Nos miramos por un rato largo. Sonaban los pitos de los carros.

—¿Qué es lo que pretende?— logré balbucear.

—Que entienda—.

—¿Qué cosa?—.

—Que yo soy estos versos. Se los regalo—.

El viejo estiró la mano y me dio la libreta. Sonrió. Giró. Caminó lentamente. Se perdió de mi vista.

Comenzó a ventear. Leí las páginas. Estaba Emilia, mi Emilia, la que abandoné, escondida entre sus bucles negros. El viejo del sombrero está a su lado, le dice que quizá la encontrará más tarde, en otro tren, o en otra vida. Llora. Lloran. Ella se va. Él la busca tiempo después. No la encuentra. Empieza a escribirle. Solo le salen pequeños versos. La dejó para dedicarse de lleno a ser escritor, no pudo. Ese fue su castigo. Errante, caminó por la eternidad.

“No pude amar, por eso jamás podré ser un escritor”, decía la frase de la última página.

Estaba firmada por alguien.

Me causó pavor leer el nombre.

Publicado enCentro de los sentimientos

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