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El Príncipe Triste

El Reino de la Felicidad olía a vainilla y siempre tenía un sol radiante. Por eso en las mañanas sus habitantes se levantaban con una sonrisa franca a contemplar desde temprano el intenso azul del cielo, que se veía desde los balcones como un inmenso océano en calma. Las noches también eran preciosas y serenas. Y nadie se iba a la cama sin antes haber visto las estrellas titulando en la oscuridad como luciérnagas.

Pero ni la mañana ni la noche eran más esplendorosas que los atardeceres, en donde los adultos llevaban de la mano a sus niños por las calles empedradas hasta el bosque verde limón que rodeaba al Reino. En ese momento, bajo un sol anaranjado, las familias enteras se dedicaban a contemplar por las praderas a las ardillas con cola de arcoíris, a los caballos dorados y a los conejos rosados saltando hasta perderse en el horizonte.

El único requisito para vivir en el Reino de la Felicidad era… ser feliz. Se decía que ese lugar, atravesado por riachuelos de aguas dóciles y transparentes, era el pilar que sostenía el equilibrio del mundo y que permitía que existieran otros reinos. Los más cercanos eran los del fuego, el hielo y el cristal. Por eso la amabilidad de su gente y la cortesía entre los vecinos, alegres todos desde su nacimiento.

Sin embargo, en la torre más alta del castillo del Reino, vivía un pequeño Príncipe triste.

Encerrado en su habitación, el Príncipe se preguntaba por qué le parecía aburrido todo lo que pasaba allá afuera y prefería quedarse solo todo el día contemplando la felicidad de otros desde su amplia ventana.

Entonces, un día, agobiado, el Príncipe tomó la decisión de hablar con sus padres, los reyes del Reino de la Felicidad.

—Pa, Ma, ¿Qué es la felicidad? —, preguntó el pequeño al entrar en sus aposentos.

El Rey y la Reina se miraron extrañados con sus bellos ojos verdes, como si no entendieran lo que su hijo les preguntaba.

—Pues la felicidad es… ¡La felicidad! — se aventuró a decir el Rey con su voz gruesa y clara.

—Sí, hijo—, dijo la Reina, con un tono más delicado. —Ser feliz es nuestra manera de vivir. ¿Por qué preguntarse esas cosas? —.

—Cuando llegue tu turno de ser el Rey lo vas a entender—, le dijo su padre, ahora con más certeza, mientras se acomodaba la corona en medio de su basta cabellera rubia.

—Es que quiero decirles algo—, contestó el pequeño con vergüenza.

—A ver, mi chiquitico—, dijo la Reina con una mirada dulce.

—Es que siento que no soy feliz—.

En los aposentos de los Reyes se produjo un silencio incómodo.

—¿Cómo así?, balbuceó el Rey. —Vivimos en el Reino de la Felicidad. ¡Aquí solo hay alegría, sonrisas y esplendor! —, se precipitó a decir.

—Es que, por ejemplo, todo ese sol y toda esa alegría me abruman—, contestó el Pequeño Príncipe antes de agachar la cabeza.

Otra vez reinó el silencio.

—Calma, ya sé—, dijo la Reina, que al levantarse de su silla de oro tomó una pluma y un papel que estaban en la mesa del Rey para escribir unas cartas.

Mientras tanto, el Pequeño Príncipe seguía con la mirada cabizbaja y sin saber qué decir. Su padre tampoco. Solo jugaba algo nervioso con la corona, acomodándosela varias veces.

Cuando terminó de escribir, la Reina llamó a una de sus grandes palomas y le encargó entregar con prontitud esas cartas.

—Mañana vamos a tener tres invitados que te van a ayudar a ser feliz—, dijo la Reina, poniendo sus blancas manos sobre las mejillas rojitas del Príncipe, que avergonzado subió otra vez hasta su habitación, ahora mucho más preocupado por su aterradora confesión.

Al otro día, muy temprano, la Reina despertó al Príncipe y lo hizo ir de inmediato al gran salón del castillo. Allí ya se encontraba su padre, que con un aire rozagante lo invitó a sentarse prometiéndole que después de los espectáculos que iba a ver, nunca más se iba a volver a sentir triste.

Los reyes llamaron entonces a Fang Chi Wang, el malabarista más famoso del Reino del Fuego.

Fang, confiado en que hacer feliz al Príncipe iba a ser algo sencillo, dio la mejor exhibición que jamás imaginó: de su boca salieron diferentes llamas que él moldeó en forma de estrellas y las distribuyó por todo el castillo para alumbrarlo hasta la eternidad. Luego, encendió su propio cuerpo y tomó la forma de un dragón, para a continuación comenzar a volar por el reino. A medida que agitaba sus alas, fue esparciendo diminutas partículas del fuego que parecían oro cayendo desde el cielo.

Confiado en que el resultado sería el esperado, Fang aterrizó frente al Príncipe, apagó su cuerpo e hizo una reverencia para luego caer al suelo a causa del cansancio.

Pero el Príncipe no mostró emoción alguna. Solo se limitó a mirar con pena a Fang, quien, al ver su inexistente reacción, no tuvo más remedio que excusarse con los reyes.

La Reina hizo llamar inmediatamente al gran salón a Quo Van Dorm, el mago más reconocido del Reino del Hielo.

Van Dorm, con algo de solemnidad, comenzó a mover sus manos hasta que de ellas emergió una manada de águilas congeladas que salieron volando por la ventana una detrás de la otra. Cada ave eligió un lugar diferente del Reino de la Felicidad para comenzar a desmoronarse en nieve, dejando ver un paisaje hermoso.

Pero el Príncipe volvió a agachar la cabeza con timidez. Solo se limitó a ver a Van Dorm abandonar el salón en medio de un cansancio insoportable, mientras que en el rostro de los reyes empezaba a dibujarse una expresión que no conocían: la de la preocupación.

A los aposentos del rey entró, finalmente, Sabri Kaminski, una mujer joven, de piel albina, ojos azul rey y un cabello negro y lacio que le caía hasta los pies.

Sabri, la artesana más creativa del reino del cristal, no traía entre sus manos un espectáculo de fuego o hielo, solo cargaba con un obsequio para el Príncipe. Era un espejo, un artefacto que nunca había entrado en el Reino de la Felicidad.

Haciendo una reverencia, Sabri le mostró el espejo y se puso de rodillas.

El Príncipe, impresionado por la belleza de la joven, se acercó lentamente hacia ella y vio por primera vez su reflejo en el espejo, quedando asombrado.

—No estés tan preocupado, la felicidad no es más que un pequeño reflejo—, le dijo Sabri al oído antes de abandonar el castillo con un aura llena de paz.

En ese mismo instante, un trueno se escuchó en el Reino de la Felicidad.

Los Reyes y el Príncipe se asomaron por la ventana y presenciaron algo jamás visto: el cielo del Reino estaba encapotado como consecuencia de las exhibiciones de fuego y hielo de Fang y Van Dorm.

Entonces empezó a llover a cántaros. Y en las calles empedradas comenzaron a formarse unos charcos que parecían espejos.

Y el pequeño Príncipe, por primera vez en su vida, sintió unas ganas increíbles de salir del castillo para comenzar a divertirse.

 

Publicado enCentro de los sentimientos

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