El Olimpo de los griegos y de los romanos

mitologia griega

La mitología griega, el gran conjunto de mitos y leyendas que la Antigüedad clásica elaboró con fantasía narrativa casi semejante a la piedad religiosa, no se aparta demasiado, en su núcleo esencial y más antiguo, de las creencias religiosas comunes a los pueblos indoeuropeos, es decir, a los más antiguos habitantes de Asia y de Europa. En su forma más próxima a los orígenes, la conocemos a través de las obras de Homero y de Hesíodo; pero lo que estos autores nos ofrecen es ya el resultado de una larga evolución, de una fusión de los mitos y creencias que eran, en parte, patrimonio de los pueblos que en el transcurso del milenio n a. de J.C. descendieron del norte y se establecieron en las regiones meridionales de la península balcánica. También en parte se remontaban a la civilización cretense que dominaba el mar Egeo y con la cual los invasores griegos estuvieron en contacto.

No vamos a extendemos en un tratado sobre la formación de los mitos, pero podemos, no obstante, señalar en determinados elementos fundamentales la prueba de un origen común y de una identidad sustancial entre las diversas religiones indoeuropeas, de las cuales la religión griega clásica —recogida después por el mundo latino— es el capítulo más complejo y fantástico.

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En todas las religiones de dicho tronco tienen excepcional importancia dos divinidades —una masculina y una femenina— de las cuales depende todo lo creado. En muchos lugares y en diversos períodos, la divinidad femenina impone una notable supremacía sobre la masculina. En cambio, entre otros pueblos y en otras circunstancias históricas, el orden de importancia es inverso. Esto no carece de significado y sin duda se relaciona estrechamente con dos fases sucesivas de la evolución humana. En la primera existe una total dependencia del hombre respecto a los frutos espontáneos de la tierra, y de ahí el mito de la Gran Madre Tierra, con su principal atributo benéfico, que es la fecundidad. En la segunda, el hombre, a través del descubrimiento de la técnica agrícola, llega a dominar la tierra, a doblegarla a su voluntad, y le exige los frutos necesarios, con lo cual depende esencialmente de la evolución regular de los fenómenos meteorológicos, y de ahí el mito del Padre Cielo, señor de la lluvia y de los rayos, árbitro, como lo había sido la Tierra anteriormente, de la vida y del bienestar del hombre.

Zeus y Rea —tales son los nombres que las dos divinidades originarias asumen en la mitología clásica— no fueron, por lo tanto, invención de los griegos. Nacieron de la fusión entre las correspondientes personalidades conocidas de los pueblos que invadieron Grecia en el milenio n y las divinidades existentes en la más evolucionada religión cretense, en la cual, por ejemplo, la Gran Madre Tierra era conocida con los nombres de Dictinna, Aria, etc., y con el apelativo de «diosa de las serpientes», y en la que Zeus, es decir, la divinidad correspondiente a él, asumía el nombre de Asterio y el sobrenombre de «señor de los leones».

Con la evolución de la civilización griega, sus divinidades originarias perdieron en parte su importancia y su significado: a medida que el hombre extendía el campo de su actividad y adquiría conciencia de sí mismo, de su trabajo y de su lugar en la naturaleza, Zeus y Rea se alejaron de sus antiguas funciones y se rodearon de dioses y de diosas que respondían a las nuevas actividades del hombre y tutelaban sus nuevas exigencias materiales y espirituales.

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Pero estos dioses, creados más por la fantasía del hombre que nacidos de una desesperada necesidad de las exigencias fundamentales de la vida, no tenían ya aquel misterioso carácter trascendente y sobrehumano: fueron adquiriendo rasgos más modestos y cotidianos. Llamados a tutelar al hombre, no en sus necesidades fundamentales, sino en sus pequeños y circunstanciales menesteres cotidianos (desde la navegación al comercio), asumieron rápidamente características humanas y aparecieron tal como son: hechos por el hombre a su imagen y semejanza. De los hombres adquirieron los vicios y las virtudes, participaron de las vicisitudes humanas y se distinguieron de los mortales comunes sólo por su indestructibilidad y por una mayor «intensidad» en su propensión al bien y al mal. También la fantasía de los griegos ofreció a los dioses una sede geográficamente muy precisa: la cumbre del monte más alto de Grecia, el monte Olimpo, en Tesalia.

Pero esta tendencia de la religión griega a concebir el mundo de los dioses semejante al del hombre (fenómeno que se define con el término de antropomorfismo) no satisfacía del todo la necesidad moral de creer en un ser verdaderamente omnipotente y sobrehumano, y los griegos, reducidos sus dioses a dimensiones casi humanas, inventaron, por encima de ellos —y casi podríamos decir que al margen de su confusión—, el Hado, entidad sin figura, ésta sí verdaderamente misteriosa, omnipresente, más fuerte que los hombres y los dioses, a la cual todos deben obedecer inevitablemente, puesto que, en último caso, ella sola es principio y motor de todas las cosas, el dios omnipotente ante quien el hombre griego sólo puede inclinarse, tal como sus lejanos antepasados solían hacer ante la Gran Madre Tierra o el Padre Cielo.

Al principio de los tiempos se formaron, sin que nadie las crease, dos entidades naturales: Caos y Gea. Caos era una masa informe de materia, Gea era la Tierra. Hay que tener en cuenta que no eran divinidades, sino simplemente formas inanimadas; no obstante, se derivaron de ellas, es decir, adquirieron existencia dos estirpes de seres divinos inmutables y eternos.

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De Caos provienen todas aquellas fuerzas que son incomprensibles, oscuras y pavorosas: la Ultratumba, la Noche, la Muerte, el Sueño, los Sueños, la Angustia y el Sufrimiento, las divinidades del destino como las Moiras y las Parcas, el Engaño, la Discordia…

De Gea, por el contrario, proceden las estirpes de las divinidades que representan todo lo que es claro y manifiesto, no necesariamente bueno o bello y muchas veces incluso atroz y monstruoso, pero que pertenece a la esfera de lo cierto.

Primeramente se destacan Urano, el cielo, y Océano, el mar, que circunda la Tierra. Urano fue el primer dios que reinó sobre el universo, y, uniéndose con Gea, procreó estirpes monstruosas: los gigantes hecatonquiros, de los cien brazos, los cíclopes con un solo ojo en la frente y los titanes, poderosos y feroces. Entre estos seres terroríficos había siempre luchas terribles (y ésta puede ser la representación mítica de los cataclismos que trastornaron la tierra hace muchos milenios), hasta que Urano, en un intento de poner orden en el universo, encadenó a los cíclopes y a los gigantes de las cien manos sumergiéndolos en el Tártaro, oscuro lugar de castigo.

Fue entonces cuando otro hijo de Urano, Cronos (a quien los latinos llamarían posteriormente Saturno), atacó al padre, lo mutiló después de haberlo vencido y lo encadenó.

Desde aquel momento Cronos reinó en el lugar del padre y fue el segundo soberano del universo.

Pero el Hado había establecido que, al igual que Cronos había encadenado al padre, un hijo suyo debía encadenarlo a él. Cronos, habiéndolo sabido y deseando impedir a toda costa el cumplimiento del destino, decidió devorar a todos sus hijos, a medida que fueran naciendo. Así desaparecieron en sus fauces Deméter (a quien los romanos denominaron Ceres), Hera (Juno), Hades (Plutón) y Poseidón (Neptuno). Pero Rea, que era la esposa de Cronos, cuando dio a luz un hijo hermosísimo, no tuvo el valor de ver cómo el monstruoso consorte lo devoraba. Tomó una piedra, la envolvió con los pañales y se la dio a comer a Cronos como si fuera el hijo recién nacido. El ardid surtió efecto. Cronos no advirtió el engaño. La diosa tomó en sus brazos a la criatura y se la llevó al monte Ida, en la isla de Creta. Esta criatura era Zeus, el sumo dios, el futuro rey del Olimpo.

De esta manera Zeus fue criado por los coribantes, un colegio de sacerdotes, quienes disimulaban el llanto del pequeño dios con estrépito de tambores y choques de escudos, a fin de que no llegara a los oídos del implacable Cronos. El destino se estaba realizando. Apenas hubo crecido, y ya en posesión de todo su poder, Zeus se enfrentó con su padre y, después de haberle hecho vomitar a sus hermanos, lo desterró del cielo.

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Desde aquel momento reinó sobre el universo y fue el tercer rey de los dioses. Con el advenimiento del reino de Zeus terminó la fase que los griegos creadores de mitos definieron como la edad de los dioses «antiguos», y se inició la de los dioses «nuevos».

Zeus había conseguido la soberanía y, de la misma manera que un rey organiza su Estado, él organizó el universo como mejor le pareció: apartó o encarceló en el Tártaro a los dioses antiguos que durante su lucha contra Cronos habían ayudado a éste, y reunió a los demás en su corte celestial. Para reforzar su posición desposó a las grandes potencias mediante las cuales se rige la suerte del universo: Metis, la Mente, para llegar a ser sabio; Temis, la Justicia, para conseguir ser justo; Mnemosina, la Memoria, para no olvidar ninguna de las tareas que le concernían… Se unió también a Leto, Deméter, Hera y Maya, y de todas ellas tuvo hijos divinos: Atenea (la Minerva de los romanos), Febo (Apolo), Artemisa (Diana), Perséfone (Proserpina), Hermes (Mercurio), Ares (Marte), Hefesto (Vulcano), las gracias, las musas e infinidad de divinidades menores. El cielo, la tierra, el agua e incluso las profundidades de la Tierra se poblaron de dioses. Poco a poco, de generación en generación, se convirtieron en millares, y a cada uno de ellos Zeus le atribuyó una tarea particular que llevar a cabo, una porción de poder que ejercer.

Lo primero que hizo fue dividir el universo en tres grandes reinos. Reservó para sí el del cielo y de la tierra, y los otros dos, el del mar y el de ultratumba, los confió a sus dos hermanos Poseidón y Hades.

El reino del mar le correspondió a Poseidón (Neptuno). La mitología lo representa con barba y de gigantesca estatura, armado con el poderoso tridente con el cual puede provocar las tempestades y aplacarlas. Habita en las profundidades de los abismos marinos, pero a veces emerge y recorre la superficie del agua en su carro arrastrado por delfines y acompañado por el cortejo de las nereidas y de los tritones. Poseidón es a veces terrible, y a veces benigno, voluble e inconstante, al igual que el mar que representa. Sin embargo, entre un pueblo de navegantes como el de los griegos, su culto no podía dejar de ser difundido y estimado. El caballo era sagrado para él y, según la leyenda, el mismo Poseidón había dado a los hombres este utilísimo animal.

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Al otro hermano de Zeus, Hades (es decir, Plutón), le tocó en suerte el reino de los muertos. Hades es un nombre que en griego significa «lo que no se ve», y, en efecto, esta deidad severa y solitaria salía raras veces de las profundidades de la tierra. Sus relaciones con los demás dioses eran escasas y los hombres temblaban pensando en el momento en que, inevitablemente, tendrían que hallarse en su presencia, a los pies de su trono. Por esta razón los templos en su honor no abundaron en Grecia ni en Roma, y casi siempre fueron dedicados, más que a él, a su esposa, la hermosa y desdichada Proserpina; quizá para recordar el mito de su unión, uno de los más poéticos y significativos de la Antigüedad.

Zeus, Poseidón y Hades eran, por tanto, los dioses más poderosos, pero también los otros fueron importantísimos, y debemos decir algo acerca de ellos. De entre todas las mujeres y diosas que desposó Zeus, la que encontramos a su lado más a menudo es Hera (Juno). No se trata de una divinidad bien definida y parece ser que su papel principal en la mitología fue el de representar a la «mujer» tradicional, con todas las virtudes y defectos que tal condición comporta. Las discusiones entre los cónyuges eran, por lo general, diarias, sus puntos de vista resultaban casi siempre opuestos y si Zeus, para imponerse, usaba de su autoridad, Hera tenía a su disposición armas más sutiles pero igualmente poderosas: el engaño y la astucia.

Hera fue la reina del Olimpo, pero la diosa más importante (si no por otra razón, al menos por el culto que tuvo en Grecia como protectora de Atenas) era Palas Atenea (Minerva). Salida un día de la cabeza de Zeus, se convirtió en la diosa de la prudencia y de la sabiduría. El mito la representa como una diosa guerrera, armada con yelmo, coraza y escudo, lo cual significa que la sabiduría, para ser útil, debe actuar en el mundo y estar perpetuamente en lucha con la ignorancia. Se le consagró el olivo, la planta más difundida del Ática, y además un ave, la cual, como la ciencia, ve a través de las tinieblas: la lechuza.

La hermosísima y luminosa diosa del amor es Afrodita (Venus). La leyenda la hace nacer, en una mañana de primavera, de la espuma del mar cerca de la isla de Citera. Su poder era inmenso: podía ofuscar la mente de los dioses y de los hombres, para lo cual le bastaba sencillamente encender en sus corazones el fuego del amor. Por el gusto que siempre tuvieron los griegos por los contrastes, asignaron como esposos de la bella Afrodita a dos dioses, uno rudo y torpe, y el otro poderoso pero despreciable.

El primero se llama Hefesto (Vulcano), y es el dios del fuego. Pasaba su vida en las cavernas de los volcanes, en su fragua, donde, ayudado por los gigantescos cíclopes, fundía y trabajaba los metales. Fue él quien forjó el terrible rayo, el arma de Zeus, y quien, con la habilidad del más refinado orfebre, fabricó y adornó el escudo del héroe Aquiles.

El otro consorte de Afrodita es Ares (Marte), dios de la guerra. Poco celebrado por los griegos, que fueron un pueblo fundamentalmente pacífico, tuvo honores y templos en el belicoso mundo romano. De cuerpo atlético siempre cubierto de armas, este dios truculento y feroz dominó los sangrientos campos de batalla, donde, sin descanso, inducía a los hombres a cometer estragos.

Apolo (Febo) es el apasionado y esplendoroso dios solar: a través del cielo conducía el encendido carro del Sol, que emana luz y calor por el universo. Ayudado por las nueve diosas hermanas, las musas, fue también el inspirador de los poetas y los músicos. Como dios de todo lo que es perfecta y armónicamente bello, Apolo fue uno de los dioses más venerados en Grecia: su culto estaba muy difundido por todas partes, pero el centro se hallaba en la pequeña ciudad de Delfos, donde, en un santuario consagrado a él, sus sacerdotisas podían revelar los misterios del futuro.

Apolo es el dios del Sol. Su hermana Artemisa (Diana) es la diosa de la Luna y también de la caza.

Dios amado por los dioses y amigo de los hombres fue Hermes (Mercurio), hijo de Zeus y de Maya. Astuto y arrojado como pocos, no se sabe con certeza de qué era dios. Lo veneraban los pastores, los médicos, los abogados e incluso los ladrones. Un mito nos cuenta que robó un rebaño en perjuicio de Apolo; otro lo presenta como el inventor del más difundido de los instrumentos musicales griegos: la lira; pero también se dice de él que había dado a los hombres los dones de la elocuencia y de la ciencia médica. Además, el calzado alado de que estaba dotado hacía de él un veloz mensajero de los dioses.

Con Hermes hemos terminado la lista de los principales dioses del Olimpo. En los mitos que relataremos habremos de considerar también algunas de sus gestas. Se tratará de acciones buenas o malas, justas o injustas, incluso graciosas y grotescas, pero no olvidemos, al leerlas, que detrás de estas leyendas hay una intención, burda o ingeniosa, de explicar fenómenos que la ciencia de entonces no sabía interpretar.

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