La identidad como performatividad, o de cómo se llega a ser lo que no se es1

Andrés Felipe Castelar C.


Abstract

The social pressure to develop an identity according to a biological referent has historical origins, and has been used as a tool for social control and domination. This article discusses the current state of the identity concept, focusing on the subject of sexuality. It makes use of Judith Butler´s theses, who, from a de-constructivist and post-structuralist perspective, proposes a new definition of identity in terms of performative iteration. Identity is then understood as a demand for intelligibility from society, which limits the possibilities of sexual expression.


Introducción

Las luchas reivindicativas por el reconocimiento y el respeto de los derechos en razón del género y de la orientación sexual suelen separar el sexo del género. Conciben al primero como el constituyente biológico de una diferencia innegable (y de cierta forma necesaria), mientras que el segundo aparece ubicado más en el campo de lo social, de lo cultural, de aquello que se construye de acuerdo a tradiciones centenarias, imposiciones políticas y fantasías familiares. La división entre sexo y género (incluída en éste la identidad sexual) continuaría prolongando entonces la oposición entre lo natural y lo cultural. Esta dicotomía no sería un problema si no fuese porque perpetúa la oposición subyacente a ella: la de lo social como transformador (lo que anula, destruye si se quiere) de un aparente orden natural. La cultura que crearía alternativas, otras opciones de disfrute sexual, distintas de la tradicional necesidad reproductiva.

Vale la pena analizar un poco más a fondo la división entre sexo y género, pues, si se mira detenidamente, también continuaría prolongando la oposición entre lo masculino y lo femenino como entes esenciales. Con la aparición de la antropología comparada y el movimiento feminista en la década de los sesenta, se obtuvieron datos según los cuales en los seres humanos la correspondencia macho-hombre y hembra-mujer ya no era del todo clara (Castellanos, 1994, 1995). Esta separación sexo-género como un binomio de categorías de trabajo bien diferenciadas va de la mano con la idea según la cual el primero es el constituyente biológico de una diferencia innegable (y de cierta forma necesaria para la reproducción de la especie y la adaptación al medio ambiente) que se distingue del género, ubicado en el terreno de lo social, de lo construido.2 Tal definición trató, en principio, de des-naturalizar las diferencias de orientación y de rol sexual para darles un manejo distinto al de sexo.

Mientras la definición clásica de Robert Stoller, el médico autor de tal distinción conceptual, define el sexo como el conjunto de "componente[s[ biológico[s[ que distinguen al macho de la hembra; el adjetivo sexual se relacionará, pues, con la anatomía y la fisiología" (Stoller, 1969: 77; curiva en el original). Esto convertiría a la categoría "sexo" en una necesidad casi vital, útil para el entrecruzamiento de la información genética y la adaptación de la especie a su entorno. El género es, en cambio, el componente psíquico de esta misma estructura: "(...) los afectos, los pensamientos y las fantasías —que, aún hallándose ligadas al sexo, no dependen de factores biológicos. Utilizaremos el término género para designar algunos de tales fenómenos psicológicos" (Stoller, 1969: 77). La investigación de Stoller, psiquiatra de profesión, publicada en 1968 y que, como se dijo, aportó el concepto moderno de "rol de género", significó un cambio profundo en la concepción de la diferencia, pues las malformaciones genitales, las "perturbaciones" psíquicas y las expresiones sexuales diversas se empezaron a pensar ya no desde lo fisiológico sino desde lo aprendido en el entorno familiar, educativo y cultural. Nótese cómo este binomio se convierte, con el paso de los años, en la dicotomía sobre si la homosexualidad, o la diversidad sexual en general, se aprende o se hereda. Volveré sobre este aspecto más adelante.

Sin embargo, pese a las intenciones de Stoller de retirar la regla de causalidad entre uno y otro, el sexo es pensado por muchos como algo inmodificable, mientras que el género es movible, maleable, por ser social. El sexo, biológico, permanece; el género, social, se modifica. O, visto desde otra perspectiva, el género es tan relativo como absoluto el sexo. Quien se aleja del segundo debe ser consciente de que no puede eludir al primero. Y es que el género como categoría de investigación también es fundamental para disciplinas sociales de primer orden hoy en día, como la sociología o la epidemiología. Los estudios de distribución demográfica, las estadísticas de participación ciudadana, la incidencia de la confianza hacia un candidato o el índice de violencia juvenil requieren de la categoría género para elaborar un cruce de variables que arroje resultados significativos. Y estas inciden más que antes en decisiones trascendentales para un país: por ejemplo, las políticas de Estado en torno a problemas de salud o educación, como facilitar el acceso a la escolaridad o, en el caso de acciones afirmativas, proveer soluciones de vivienda a mujeres madres cabeza de familia. Visto así, el género es el producto necesario de una operacionalización investigativa para profundizar en el tema de la discriminación sexual: es una solución a un problema metodológico. Pero el género no es visto entonces como un problema.

Esta dicotomía entre lo natural y lo cultural ha sido duramente criticada por algunas personas del movimiento feminista, entre quienes se destaca Toril Moi: la separación entre naturaleza y cultura se extiende a la separación entre lo innato y lo adquirido. Es decir, lo social como transformador de un orden natural, lo nuevo que anula lo obsoleto. La cultura, encarnada por lo masculino, crearía alternativas, opciones de disfrute sexual, distintas de la tradicional necesidad reproductiva, femenina y conservadora. El hombre entonces tendría una capacidad de crear cultura, mientras que la mujer podría conservar lo que ya existe y perpetuar lo ya creado. De esta manera se perpetúa la conclusión subyacente a ella: esto es, la separación (o complementación, si se quiere) entre materia y forma, entre cuerpo femenino y alma masculina, entre semen que fecunda al menstruo o entre actividad-caliente y pasividad-fría. O la idea según la cual la cultura repite lo que la naturaleza ya hizo. Por ejemplo, Jill Conway, Susan Bourque y Joan Scott se detienen a analizar las consecuencias sociales negativas que acarrea la separación por género de hombres y mujeres: a partir de los estudios en psicología social de Talcott Parsons, en los cuales el género termina por naturalizarse —pues el hombre tendría una tendencia normal a la racionalidad, la resolución de problemas, la operacionalización de funciones, y la mujer una predilección por la afectividad, la estabilización de vínculos— las ciencias sociales admitirían, mal que bien, la supuesta complementariedad entre el hombre y la mujer en prácticas claves, como por ejemplo la crianza de los hijos (Conway et al, 1998). Pese a que Parsons se esforzaba por establecer universales familiares a partir del estudio de grupos pequeños, terminó por naturalizar las conductas de padres y madres y por hacer de la familia un negocio, del padre un gerente y de la madre una jefe de recursos humanos. El sesgo patriarcal que se observa aquí es innegable.3

No obstante, en palabras de Mercedes Bengoechea, quien analiza las transformaciones sufridas por la irrupción del problema de género en la sociolingüística, este concepto y sus consecuentes ideas de feminidad y masculinidad sufrieron a principios de la década de los noventa una fetichización lamentable, pues nunca se analizaron ni la procedencia del concepto ni sus posibles consecuencias, manteniendo intacta una teoría que nunca se cuestionaba. "Género, adujeron [los críticos de los estudios de lengua y género en la década del los ochenta[, no significaba lo mismo en las diferentes subcomunidades de habla" (Bengoechea, 2003; cursiva en el original). Esa fetichización condujo a una eventual naturalización del género, plausible sólo en la medida en que era visto como una consecuencia apenas lógica del sexo. De nuevo, en palabras de Mercedes Bengoechea: "(...) las pautas de habla y comportamiento asociadas al género, no serían una cuestión de identidad sino de despliegue" (2003: 345). La separación entre sexo y género dejó de ser entonces un concepto de apoyo que salvaba diferencias irreconciliables y que permitía la apertura a la nueva investigación y a la teoría. Pasó a convertirse en un obstáculo para la misma debido a lo difícil de su inteligibilidad universal. (cfr. Tannen, 1993).

De este modo, sexo, género e identidad sexual permanecen vinculados irremediablemente en el discurso clasificatorio hasta hoy, a pesar de que se han tratado de separar y se persiste en distinguirlos y en explicar sus diferencias. Si se observa detenidamente, se podría arriesgar una primera afirmación: la identidad individual se estructura a partir de la correspondencia entre sexo y género. Dicho en otros términos, la identidad sexual está atada de manera irremediable a la forma de concebir el género en cada sociedad. La condición de ser varón o mujer está atada a una lógica penetrante y profunda que domina y que consolida el psiquismo individual, y que le permite a los demás clasificar en grupos de acuerdo con su consonancia sexual. De hecho, autoridades en el tema del género, como Joan Scott por ejemplo, analizan la trascendencia de este concepto y su importancia para el análisis histórico de la participación femenina en las transformaciones sociales de los últimos siglos, aunque no niegan que el término es una categoría social impuesta inicialmente por quienes querían estudiar desde la academia los aportes de las mujeres a la historia (Scott, 1990). Hoy en día, "género" es casi equivalente a la categoría "mujer".

Cuestiones de identidad (sexual)

No obstante lo anteriormente dicho, algunas reflexiones nacidas en la década de los noventa señalan que, al igual que el género, la determinación del sexo no es un a priori de la ciencia y tampoco puede definirse a través de la apariencia física (ver Butler, 2001; Roudinesco, 2002; entre otros). Algunas veces, en aras de la objetividad del discurso científico, se recurre a pruebas de laboratorio para determinarlo desde lo biológico, como en el caso de los comités disciplinarios de los juegos olímpicos, en los que se han presentado confusiones porque los y las deportistas exceden los límites de hormonas en su sangre (estrógenos o testosterona), ya sea por el exceso de entrenamiento o por el consumo de sustancias que los estimulan y fortalecen físicamente. Ante tal circunstancia, los jueces no pueden determinar el sexo del competidor por su apariencia y dudan de la veracidad de los documentos y certificados que así lo avalan, es decir, no pueden clasificarlos(las) para la justa en la cual van a competir. De ello depende su participación en el torneo, y por tanto el reconocimiento social, las medallas, el nombre de su país en alto.4 Como se ve, es una situación ignominiosa, en la cual a un hombre o a una mujer se les dice "usted no lo es", se les cuestiona su identidad.5

Sin embargo, no es necesario remontarse históricamente hasta Aristóteles para iniciar un análisis detenido de las implicaciones de la separación entre lo sexual y lo genérico, punto de apoyo de este ensayo. Aunque lo masculino y lo femenino han existido en todas las expresiones culturales conocidas, cabe señalar que este interés por investigar a fondo la fisiología de los sexos en la academia médica (anatomía, biología, psicoanálisis) nace en Occidente al mismo tiempo que se produce el ocultamiento forzoso de la sexualidad, hacia finales del siglo XVI. Por autores como Thomas Laqueur se conoce que la oposición de los sexos es una concepción propia de la Ilustración. Antes, el cuerpo del hombre y el de la mujer, eran entendidos como uno sólo, con una sencilla modificación de sus órganos genitales. Los genitales del hombre y la mujer eran similares, con los órganos invertidos: el cuerpo femenino tenía la posibilidad de albergar un nuevo ser. El cuerpo de las mujeres era concebido como igual al del hombre. Sin embargo, después del siglo XVII, los cuerpos dejan de ser uno sólo y cada uno cuenta con diferencias irreconciliables respecto del otro (Laqueur, 1990).

Así, desde el Renacimiento y hasta bien entrado el siglo XVIII el cuerpo femenino no era el llamado sexo opuesto. Thomas Laqueur tomó para esta conclusión el estudio genealógico de las imágenes reproducidas en los manuales de anatomía de la época. Mientras hoy tales tratados ubican el cuerpo de la mujer junto al del hombre para comparar sus diferencias, otrora esa ubicación se hacía para resaltar sus similitudes.6 Según Laqueur, el cuerpo femenino era simplemente el inverso del masculino, es decir, el cuerpo del hombre con unos cuantos cambios. Los genitales de la mujer eran como los del hombre, sólo que con las alteraciones propias de la maternidad, así como el cuerpo del hombre poseía un diseño que le permitía alcanzar la matriz para la fecundación. Es después de la Ilustración, y a lo largo del siglo XIX, cuando el cuerpo de la mujer es visto como un cuerpo diferente, se convierte en un ente separado del cuerpo del hombre y con diferencias mucho más notorias que los alejaban cada vez más. En ese mismo momento, el sexo se convierte en algo de lo cual no se debe hablar en público, pero que se debe insinuar en el confesionario y sobre todo en el consultorio médico, es decir, aquello a lo que se alude pero sólo para silenciarlo. De este modo, a través del sexo (y de su consecuente diferencia de género) se controlaba a los individuos, al mismo tiempo que se reglamentaban sus posibilidades de expresión.7 Y de paso, con la superioridad del uno con respecto del otro. El discurso científico se encargó, durante muchos años, de justificar la permanencia de la mujer en la minoría de edad.8

La frenología es uno de los tantos casos en los que se revela la costumbre de explicar la vida sexual humana a partir de prácticas impuestas por el método científico, por ejemplo a partir de extrapolaciones realizadas desde el cuerpo del hombre hacia la mujer, o desde otras especies animales hacia la humana. Así, la supuesta pérdida del deseo sexual durante la regla fue un mito ampliamente extendido a lo largo de los años debido a la comparación (extrapolación, mejor) del estro de las hembras de los mamíferos que más tenían a mano los investigadores. Dirá Freud, parafraseando a Napoleón: "La anatomía es el destino" (Freud, 1923). Es decir, a partir de la asignación sexual, el ser humano actúa y se desempeña en su medio social.

De hecho, en la doctrina psicoanalítica, por citar uno de los casos paradigmáticos en el discurso académico de hoy, la diferencia de los sexos es crucial para sostener la teoría del complejo de Edipo y su corolario: el complejo de castración. El psicoanálisis verdaderamente fundamenta la constitución psíquica y pulsional del individuo en esa oposición. Freud, en su artículo de 1925 "Algunas consecuencias psíquicas de las diferencias anatómicas entre los sexos" y en textos posteriores (cfr. Freud, 1932), señala que la manipulación y posterior fantasía de los niños en torno a sus genitales, junto con el señalamiento opresivo de sus mayores (gestos de culpa, reproches, pronósticos de castigo), serán factores que determinarán la posterior conformación de su deseo, en tanto erotizan el falo o presienten su ausencia. Esa fantasía primordial fue encontrada por el análisis como factor constitutivo de una identidad psíquica nacida desde la definición sexual, así fuese desde lo inconsciente. O se tiene el pene, o se busca porque se carece de él: tal pareciera que esta fuera la disyuntiva del infante, la cual se extiende hasta su consolidación como ser adulto. El sexo, y con él la identidad, no se obtendría solamente a partir de la aparición de los órganos reproductivos incipientes en el feto, sino a partir de la asunción de la condición de sí mismo y de la aceptación por parte de los demás.

No obstante, este ejercicio de pensar la identidad propia —y de paso la identidad colectiva— es propio de Occidente, lo cual no quiere decir que sea universalizable. Así, Jean-Pierre Vernant, en su texto sobre el individuo en la ciudad, nos presenta una caracterización del individuo que trata de aislarse de su conjunto, pero al mismo tiempo se identifica con él. Afirma este autor que el individuo en el individualismo valoriza la vida privada en comparación con la pública, intensifica las relaciones de sí (consigo mismo) y reconoce su singularidad e independencia con respecto de su grupo e instituciones (Vernan, 1990: 28 y ss). Esta individualización goza de un origen identificable en lo histórico: nace con la polis. Así, trata de fechar simbólicamente la aparición de la independencia del hombre de su conjunto. Paradójicamente, es ahí cuando empieza a preguntarse por quién es en realidad.

Françoise Héritier, al estudiar la identidad samo (ubicada en la actual Burkina Faso), caracteriza la identidad de cada miembro de esta tribu no occidental. Estos requieren, para su definición individual, del apoyo de lo que nosotros entendemos por instituciones sociales: "la identidad samo es el papel asignado y consentido, interiorizado y querido, íntegramente contenido en el nombre del linaje e individual" (Héritier, 1981: 72 y ss). Ese nombre requiere de una protección, de un estar en guardia, so pena de mancillarlo, de avergonzarlo. Debe ser protegido además, porque el nombre es la regla social, la protección contra la exclusión y, por tanto, contra la locura, la muerte. Pese a que existe eso que nosotros los occidentales llamaríamos sentimientos individuales, lo que tiene peso, y en última instancia preponderancia en las decisiones, es la voluntad colectiva del grupo. Según Hèritier, la sumisión al código social es total. No hay independencia de pautas ni de reglas o excepciones. El individuo es lo social y también su herencia.

Nuevas lecturas sobre la identidad

Como vimos, la identidad ha sido entendida como ese sentido personal que se construye con respecto de lo que se es, de donde se proviene y para donde se va. Es decir, la identidad es entendida como un proceso que se inicia en el plano personal, individual, y que es construida de manera casi voluntaria pero al mismo tiempo está regida por patrones supraindividuales, históricos, permanentes y casi inmodificables, tales como las prácticas sociales, la idiosincrasia de cada región y país, los valores patrios constituidos a lo largo de años, el tipo de educación recibida, el recuerdo de la sangre de los mártires religiosos y políticos que lucharon por alcanzar eso que hoy en día disfrutamos, etc., y que una vez adquiridos, asimilados por el individuo, son irrenunciables. Hoy en día se considera que la identidad del ser humano se construye de manera individual, con el paso de los años, a través de múltiples influencias y asumiendo responsabilidades. Es el discurso usual y el políticamente correcto. Nuestro país, por ejemplo, avala el derecho de los individuos al libre desarrollo de la personalidad (art. 16 de la Constitución de Colombia) y lo incluye en la lista de derechos fundamentales. Ello proviene de una tradición filosófica de principios del siglo XX que predicaba la ontogenia como una repetición en el ámbito micro de la filogenia. El individuo se desarrolla de la misma forma como la especie se desarrolla. Por esto, el problema de la identidad suele clasificarse en dos partes que se diferencian en la teoría: el componente del individuo y la parte colectiva.

Con todo, y a pesar de que el trabajo militante y el activismo político han conquistado logros significativos a nivel de reconocimientos y derechos para las minorías sexuales, no hay aún un análisis concienzudo sobre el problema filosófico que subyace a la identidad que se origina en la diferencia sexual, menos aún cuando se dan por sentado numerosos supuestos, como por ejemplo la normalidad o la naturalidad de la vida sexual de las personas, categorías que se tornan excluyentes pues trascienden la oposición normal-anormal y se acercan más a la dicotomía incluido-excluido. Las dificultades del concepto "identidad" empiezan a surgir cuando se presentan las causas del rechazo o de la desestimación. Es necesario justificar la diferencia como valor de separación y la similitud como criterio de elección: así se crea una ruptura, una separación entre lo correcto y lo incorrecto, lo conveniente y lo inconveniente, lo normal y lo patológico (en palabras de Canguilhem) o el amigo y el enemigo (cfr. Schmitt). El trasfondo de la identidad es, entonces, la exclusión, la humillación de aquello que no está definido. Y es que la necesidad de someterse a la prueba social —sea la evidencia médica o la aceptación del grupo— implicará todo un ordenamiento político subyacente, pues la distribución de poderes está mediada por la posibilidad de clasificar, de categorizar y de organizarse a sí mismo y a los demás, como bien lo señala Michel Foucault en su texto ya clásico Las palabras y las cosas (1966).

Ante la sin salida que genera la definición o las connotaciones de la identidad, cabe acercarse a la propuesta de Judith Butler, quien en consonancia con la propuesta de Scott, pero en un estilo mucho más radical, desafía las categorías de sexo, género e identidad sexual, por tratar de separar, polarizar y sobredeterminar a los sujetos, de cara a iniciar un proceso doble en el que se logra sujetar al individuo: hacerlo sujeto y al mismo tiempo, mantenerlo sujeto a una política particular. Esta filósofa estadounidense ha tomado como eje de su propuesta investigativa el concepto de performatividad y su impacto en la constitución del sujeto. A pesar de ello, ha sido duramente criticada por tomar tal concepto y darle un giro enorme, basándose en otros autores como Althusser y Derrida, hasta tal punto que ya la concepción original de la palabra no se reconoce con facilidad en su propuesta. Partiendo desde la filosofía del lenguaje ordinario —y su propuesta de los actos de habla, es decir, la teoría que analiza aquella parte del discurso que, además de constatar la realidad, la crea mediante la acción— Butler propone que la identidad del individuo, al igual que el género y que el sexo, no es más que una puesta en acto permanente, es un conjunto de normas y de acciones diversas y ajenas: anteriores a sí mismas, se repiten constantemente. Desde una posición postestructuralista y deconstruccionista, Butler sostiene que eso llamado identidad, es decir, el sentido de permanencia de la respuesta a la pregunta "¿qué soy?", "¿a qué me parezco?" o "¿a qué pertenezco?", resultaría ilusorio, porque el esfuerzo por adecuarse a un patrón o por hallar elementos de pertenencia con un grupo nacen de la repetición citacional: la constitución de una identidad pasa por la asunción de una copia que carece de original.

Ahora bien, los ecos de su propuesta política refieren a la subversión discursiva por medio, ya no de la resistencia violenta, sino de la transgresión permanente de las estructuras sociales. Ella comprende la propuesta austiniana en términos del lenguaje en general, no sólo con los actos de habla, y relaciona su teoría con otros autores que la han influido (como la propuesta marxista de Althusser). En tanto ha estudiado profundamente la dialéctica del amo y el esclavo (Butler, 1997), es bastante cercana a Hegel. A partir de ellos, y con una fuerte influencia de Foucault y del psicoanálisis, Butler ha propuesto el concepto de performatividad para analizar la conformación identitaria de las minorías, especialmente las sexuales y raciales. Afirma Butler que el individuo actúa de forma performativa en tanto re-presenta (o ejecuta) aquello que los demás designan que es o lo que fantasean sobre lo que es, tal y como cuando una persona con un deseo homosexual se comporta ante los otros como un "marica" y se convierte en lo que los demás señalan de él. Toma el ejemplo de Althusser en su concepto de interpelación, del policía anónimo que señala al sujeto y lo detiene ("¡Hey, tú!") convirtiéndolo es un potencial criminal que tiene que defenderse: todo acusado, en vez de ser potencialmente inocente, es potencialmente culpable. En palabras de Althusser, el individuo no precede a la ideología sino al contrario: es la ideología la que da sustancia al individuo al reconocerlo de cierta forma, sea como delincuente, extraño o rebelde (1971).

En esa medida, Butler analiza la interpelación que recibe un hombre afeminado o una mujer masculinizada por parte de quienes ostentan la identidad mayoritaria. Al destacar la diferencia cuando se estigmatiza a alguien por su condición, no solamente se lo separa del conjunto sino que se afirma la diferencia "esencial" de esa persona. En este punto toma elementos de Foucault y su primer tomo de la Historia de la sexualidad, texto que, en principio, analiza la naturalización de la perversión homosexual durante el siglo XIX y las consecuencias que devinieron a partir de entonces (Foucault ,1981).9

Podría pensarse que la propuesta de Butler depende mucho del tipo de grupo o comunidad que acoge —eventualmente el individuo butleriano sería dependiente en gran medida del contexto— y que es cercana a la propuesta sociológica del habitus propuesta por Bourdieu, autor que se acerca a este problema en su estudio sobre la violencia simbólica ejercida a partir de la dominación masculina (cfr. Bourdieu, 2000). Sin embargo, buena parte de las personas discriminadas por su orientación sexual han atravesado por situaciones excluyentes que, sin embargo, no serían apreciadas explícitamente como discriminación. Por ejemplo, el tema que nos atañe: la constitución mandataria de una identidad. En el discurso bipolar de nuestra sociedad, la repetición permanente de ritos, discursos y prácticas que certifiquen la masculinidad o feminidad, es decir, que permitan la intelección del hombre o de la mujer, requiere de la exclusión sistemática de deseos, atracciones y prácticas menospreciadas. Por lo anterior, no basta vivir en un contexto libre de homofobia para que una persona se reconcilie con su expresión sexual, y viva libre de tapujos o de represiones sociales. Los efectos performativos del lenguaje dependen, más que del acto en sí (el acto locutivo, diría Austin), de la estructura opresiva que permite la existencia de tales actos (lo que hace que el acto sea también ilocutivo). Tener una identidad que sea acorde con el sexo y con el género significa escuchar una orden que no proviene de ninguna parte, pero que se escucha en todas partes, y se vive la presión por cumplir con dicha orden. Retomando una idea que presenté arriba, en la sociedad de hoy resulta necesario validar la imposición heterosexual a través del rechazo (velado o directo) de las formas no heterosexuales.

Ahora bien, Butler se esfuerza por mostrar que no existe una estructura física ni administrativa que someta al ser humano que llega a ella y que lo condicione a desear un cierto tipo de objeto, como le ocurriría a un prisionero recién detenido. Tampoco afirma que los sistemas de dominación que someten a las personas se introduzcan en su interior como un elemento extraño a ellas; más bien, sostiene que la hegemonía política se crea a través de la vía discursiva y se torna permanente mediante la repetición (iteratividad). En esta misma medida el individuo tiene serias dificultades para defenderse por sí mismo, pues no se puede separar de los aparatos que lo constituyen. De ahí que el sujeto de la propuesta de Butler pueda ser visto como un ser indefenso, incapaz de enfrentar tales aparatos, sometido a la voluntad de sus opresores. O, incluso, tan etéreo, dependiente del contexto, carente de unidad y de concreción, que pueda ser descalificado como sujeto. La propuesta de Butler ha recibido duras críticas desde la filosofía porque su análisis es deconstructivo, lo que implica que se esfuerza por evidenciar la falsa oposición de términos que estructura los conceptos claves de la convivencia política y de la ética: los pares de opuestos tales como individuo-sociedad, sexo- género, hombre-mujer, normal-patológico, natural-cultural, se convierten en engaños, en creaciones artificiosas que sostienen un dispositivo dedicado al control de los sujetos.

Sin embargo, para muchos, tal ejercicio deconstructivo amenaza con desvanecer al sujeto, en la medida en que éste, al desnaturalizarse, se convierte en un mero instrumento cultural al servicio de la normalización, en un espacio vacío, carente de sustancia, sin la posibilidad de tomar distancia frente a aquello que lo determina. En ese sentido, no habría la posibilidad de refutar a los aparatos de dominación ni de convertir el mundo que lo rodea. Empero, ello no resultaría del todo cierto, en la medida en que existe una posibilidad de intervenir en ese statu quo que es el dispositivo social de control: desafiar la fuente de los conflictos de los sujetos (el discurso hegemónico), lo cual puede convertirse en el motor de un cambio. El discurso puede ser subvertido mediante la formula naturalizante que lo instituye. En la medida en que un sujeto se percata de la farsa que es aquello que tradicionalmente ha considerado natural, transforma su mirada sobre lo que considera no natural o antinatural. Más que decir "todo es válido porque todos y todas somos seres artificiosos", Butler invitaría a decir: me atrevo a pensar, "todos podemos cuestionar lo que hemos creído ser".

El ejemplo más característico de este acto subversivo que sugiere Butler como posibilidad de transformación es la acción del travestido. Objeto de rechazo, de fastidio, es considerado por la comunidad y por la sociedad como un ser abyecto. Su forma de desenvolverse en sociedad resulta incómoda y difícil de asimilar. Tal vez es mejor no verle, debido a la distorsión que hace de la feminidad (o masculinidad, si se trata de una mujer masculinizada). Su discurso corporal y proxémico resulta molesto y por tanto resulta desafiante. A simple vista, es una mala imitación de un buen original (la mujer femenina, el hombre masculino). Se aleja de los parámetros establecidos, es decir, del discurso hegemónico, tantas veces repetido y por ello naturalizado, así sea entendido sólo como idiosincrático. Pero, en tanto el discurso es performativo, también sirve para que ese travestido, que ha sido despreciado por su condición, pueda a la vez desafiar los parámetros que lo juzgan. El travestido (y en general, el idiolecto queer) toma elementos del discurso (o del generolecto) femenino y lo distorsionan de forma satírica, generando una transformación en su sentido inicial. El afeminado (queer, en inglés) desafía las formas asignadas a su género e ironiza con él.

En la medida en que se comprende la performatividad de la identidad sexual, para Butler resulta una propuesta interesante la del hombre travestido que distorsiona el actuar femenino y, de paso, el masculino, como es el caso del drag queen o, viceversa, el caso de la butch femme femenina. Es una forma de copiar aquello que no tiene original. Resulta una verdadera oportunidad para cuestionarse a sí mismo los propios criterios de género. En ese orden de ideas, Judith Butler analiza el carácter paradójico de la subjetivación del prisionero. La sujeción del nuevo "sujeto" a la autonomía es su mismo aprisionamiento. Tal atadura se lleva a cabo no por medio de la doctrina ni de la ideología sino a través del cuerpo mismo, que es ahora la posibilidad de inteligirse a sí mismo. El cuerpo deja de ser, como Foucault lo señaló en su momento, el envase contenedor del alma y se convierte en el prisionero de la misma (Foucault, 1966). Así, señala Butler que "[...[ la sujeción ni es simplemente la dominación de un sujeto ni su producción, sino que designa una cierta clase de restricción en la producción, una restricción sin la cual la producción del sujeto no puede tener lugar, una restricción a través de la cual esa producción tiene lugar" (Butler, 1995: 230; la traducción es mía). A partir de ahí, Butler se pregunta por las consecuencias de la metáfora de la prisión para el desarrollo del análisis foucaultiano sobre la producción discursiva del sujeto:

Nótese bien cómo la identidad es parte constitutiva del discurso regulador en torno al cual se determinan las vidas de los sujetos. Así, la identidad, en Judith Butler, forma parte del dispositivo de control que impone y al mismo tiempo regula aquello que se debe ser. Es un dispositivo en la misma medida en que genera sus propios sujetos y se naturaliza, es decir, es la ley la que origina al hombre y le dice que ha sido el hombre quien la ha creado. Y crea también a sus propios contradictores: habrá quienes puedan permanecer en un cierto margen, distanciados de la actitud "esperada", pues la identidad no es un modelo único, sino un abanico de opciones impuestas desde un patrón que no existe. Es en este escenario en el que aparece el travestido.

Es llamativo que la figura del travestido suela estar ligada a prácticas de transgresión y que se asocie con estar fuera de la ley. Dentro del sector mismo, el afeminamiento masculino no es algo bien visto, ya que tal comportamiento despierta la atracción de las miradas. La necesidad de semejar el sexo contrario es algo que cada vez se distancia más del desear el mismo sexo. El travestismo genera un rechazo mucho más profundo que las prácticas privadas de la homosexualidad, dado que se hace público. El travestido que actúa la ley en realidad la ridiculiza. Un hombre que camina como una mujer o que se maquilla mejor que una mujer, en realidad no es una copia que supera al original: es el portador de un mensaje subversivo, en la medida misma en que evidencia la obligación de caminar o de maquillarse, como partes de un dispositivo de control hacia la mujer. De hecho, muchos hombres y mujeres que travisten su cuerpo, no lo hacen para querer parecer del sexo opuesto: lo hacen para asumir una inteligibilidad distinta, liberada de ataduras bipolares (se puede ser hombre y se puede ser mujer, salvando la oposición que interioriza a uno por encima de la otra).El travestido deja de ser un ser que copia o imita al modelo de mujer, y se convierte, eventualmente, en un transgresor del género y del discurso de la hegemonía, por cuanto desafía la pretensión de naturalidad y originalidad de la heterosexualidad (Butler, 2002: 185). Al ir más allá de la burla que pueda hacer de las normas de género, el travestido que exagera la feminidad o la lesbiana que se masculiniza a sí misma, se han apropiado del discurso imperante y de sus normas aparentemente naturales, para luego subvertirlas. Utiliza su cuerpo para mostrar las múltiples formas de sometimiento y dominación que vivimos hombres y mujeres por cuenta de la inteligibilidad de género.

La exclusión es propia, entonces, de toda identidad, lo que no hace más que confirmar el sentido político de este concepto. Pero ese exterior "constitutivo" innombrable es diferente de otras identidades creadas por oposición. A ese exterior que existe, para que exista lo demás, se le llama abyección. Una abyección que existe en la medida misma en que hace que lo posible pueda existir. Está situada mucho antes de la esfera política, por lo cual no es ninguna ley, pues se ubica en el principio de toda comprensión: en la ambigüedad entre la diferenciación entre el hombre y la mujer. El miedo a la indefinición nunca antes había estado tan presente como ahora.10 La "pseudotolerancia" (Eribon, 2000) de las democracias liberales conduce a que el homosexual (o heterosexual) travestido sea rechazado, en buena parte, por traer al espacio público aquello que se considera lo más privado, pero ese argumento en realidad oculta el miedo íntimo que puede producir la subversión de la identidad.

Ahora bien, ¿el miedo a la homosexualidad es incompatible con el miedo a la diferencia de la identidad sexual? En teoría, para las democracias liberales, de nuevo, el problema no es la práctica de la vida sexual, pues la diversidad de formas de goce ha ido permeando poco a poco el discurso sobre el dispositivo de la sexualidad: la idea de que "todo vale" ("anything goes") es aplicada indistintamente a homos y heteros. La dificultad estriba en que la asociación homosexual-subversivo es entendida más como homosexual-delincuente u homosexual-antisocial, y el instrumento contra la diversidad empleado por sectores homofóbicos es, precisamente, el tema del travestismo. La petición de aislamiento, de ostracismo que muchas veces se eleva contra la subversión de la identidad ha llevado a que los ojos de la hegemonía empiecen a centrarse en la diferencia. Esa viabilidad del sujeto está dada en términos de entrar a significar la ley prohibitiva fundamental como su esencia. Ya no cabe más la hipótesis represiva que entraría a yugular los indómitos deseos de la libido: la ley se incorpora en términos de conciencia, de normatividad. Dice Butler: "El alma es precisamente lo que le falta al cuerpo, por lo tanto, esa falta, esa ausencia produce el cuerpo como su otro, como su medio de expresión" (Butler, 1992: 88).

En conclusión

La posición de Butler genera un conflicto de dimensiones considerables para el discurso que invita a la tolerancia, pues con este concepto, en principio conciliador, también se promueven la autoaceptación y la discreción, el silencio —personas que estarían dispuestas a aceptar la homosexualidad siempre y cuando los y las homosexuales se limiten al ámbito de lo privado, sean castos, no se manifiesten abiertamente, no quieran adoptar ni educar niños, no hereden de sus compañeros, etc.— y ese conflicto nacerá en tanto señala que lo rechazado no es en sí la práctica sexual no heterosexual –limitada a la cama, a la intimidad, al ejercicio de la conyugalidad–, sino la trasgresión de los límites sociales, lo que significa que los límites de la homosexualidad no están en la trasgresión del objeto de deseo sino en la abyección. Este término es, según Butler, "literalmente la acción de arrojar fuera, desechar, excluir, y por tanto, supone y produce un terreno de acción desde el cual se establece la diferencia" (Butler, 2002: 19 y ss.), entendida por la autora como "las zonas invisibles, inhabitables de la vida social que, sin embargo, están densamente pobladas por quienes no gozan de la jerarquía de sujetos pero cuya condición de vivir bajo la esfera de lo invivible es necesaria para circunscribir la esfera de los sujetos" (Butler, 2002: 20).

La constitución de la subjetividad y de la "identidad sexual" necesita leerse a partir de un rechazo, de un aislamiento de la comunidad. El proceso de aceptarse a sí mismo como diferente a los demás significa someterse a un escarnio privado, si cabe el término: los miedos y los temores son múltiples al sentirse distinto, tal vez en situación de pecado o cometiendo un error gravísimo; pero también quiere decir que hay otros y otras en un problema similar. Es usual que el acompañamiento terapéutico implique el reconocimiento de ambas situaciones. Como advierte el sociólogo francés Didier Eribon:

A partir del análisis de la abyección y de la exclusión se puede entender, entonces, el que las personas que en un momento son estigmatizadas por causa de su conducta diferente, rechacen esa estandarización y tiendan a transgredir, a violentar con su cuerpo a modo de instrumento. El cuerpo, una vez agraviado, queda ubicado en el límite de lo inteligible. Sin embargo, en su retorno, en su reclamación por ocupar un lugar propio, hay una transformación peculiar. Los cuerpos abyectos no se hacen sentir a través del rechazo abierto y racional del discurso opresor, es decir, no se convierten en pares racionales de sus opresores, sino que lo hacen mediante la transgresión simbólica del discurso que les ha sido impuesto.

NOTAS AL PIE DE PÁGINA

1. Ponencia presentada en el foro "Identidades, sujetos sociales y políticas del conocimiento: reflexiones contemporáneas", realizado en la Universidad Pontificia Bolivariana, sede Palmira, noviembre 1 al 3 de 2007, e incluida en la mesa de "Género, feminidades y masculinidades". Algunas de estas ideas se encuentran desarrolladas en el artículo "Identidad sexual, performatividad y abyección", publicado como un resumen de tesis en el libro Ejercicios filosóficos, editado por la Coordinación de Postgrados de la Facultad de Humanidades, Universidad del Valle, agosto de 2007. Agradezco a los profesores Gabriela Castellanos, Delfín Grueso y Rodrigo Romero, así como al grupo Praxis, por el apoyo y los aportes hechos a este artículo.

2. Véase la revisión que hace Marta Lamas acerca de la importancia que tuvo en su época la separación entre sexo y género para entender el impacto socio-cultural sobre la discriminación sexual y cuestionar los mitos biológicos de la superioridad del varón sobre la mujer, en su texto: "Género e identidad: ensayos sobre lo masculino y lo femenino", en: Arango, et al (comp), 1995.

3. Sería importante incluir aquí las investigaciones realizadas por Magdalena León en el campo de la relación entre trabajo femenino y patriarcado.

4. Thomas Laqueur se pregunta también si un hombre que pierde el pene por un accidente o una dolencia física dejaría de ser hombre. La pregunta pasaría por necia sino fuera porque se constituye en el contraejemplo perfecto. Se podría extrapolar esta pregunta al manido tema de los defectos genéticos (síndromes relacionados con los pares cromosómicos). Si bien a las personas aquejadas de estos males se les atribuye un género de manera arbitraria, no se les puede atribuir un sexo.

5. Sin embargo, esto es un problema cotidiano para buena parte de las personas homosexuales: un grupo humano cuestiona la identidad de alguien por no acercarse a los parámetros establecidos en sociedad y desconfía de sus aseveraciones. No basta sentirse hombre o mujer: se requiere que el grupo (el colectivo, la empresa, el colegio) dé su visto bueno.

6. Evidentemente, el texto del Génesis es una prueba palmaria de la similitud entre los cuerpos: la primera mujer (Eva) fue creada de una costilla de Adán (Génesis, 2,21) luego de negarse éste a aceptar la compañía de un animal entre todos los de la Creación. Dios no quería que el primer hombre estuviese solo e hizo a la mujer para que le prestara ayuda de manera idónea. Adán la reconoce, la acepta y la considera "hueso de mis huesos y carne de mi carne" (Ibíd. 2,23). Las diferencias entonces no podrían ser significativas.

7. El control social de los excesos a partir del Siglo de las Luces se garantizaba mediante la argumentación científica: el justo medio, la virtud. Ahorrar las poluciones, la libido no es ilimitada, el exceso de uso del cuerpo acarrea males que degeneran el alma y el espíritu, etc. Las taras epidemiológicas y de salud pública del siglo XIX (la prostitución y la masturbación) se debían al exceso de uso de la zona genital. Si Masters y Johnson reencontraron lo que el siglo XIX ocultó, fue precisamente porque el silenciamiento de la ciencia de la época clásica quería, a toda costa, no evitar el disfrute individual, sino detentar el control político del goce propio, so pena de que se obtuviese una enfermedad de fácil diagnóstico social. El ahorro del deseo estaba en pro de la salud.

8. Por ejemplo, la corriente de la frenología de Gall determinó la relación entre cerebelo y "amatividad" o capacidad libidinal de la mujer y, además, fortaleció la idea según la cual ésta era menor de edad con respecto al hombre. Para este fin apeló a una justificación "científica": su volumen craneal, el tamaño de la frente, etc., eran menores, lo que indicaría menor inteligencia y aptitud para razonar. Se equiparaba la cantidad física con la capacidad intelectual.

9. Una naturalización que con el paso de los años se ha convertido en su definición, de ahí que la reivindicación de la diversidad sexual que se conoce hoy en día en los países de habla inglesa esté acompañada de la afirmación de orgullo y de solidez: "We’re here, we’re queer". Como propuesta propia, Butler reconoce que la identidad personal no sería más que una continua puesta en escena individual que resulta de aquello que los demás han dicho – y por tanto, han hecho – de esa persona.

10. La discusión actual sobre si padres en uniones homoparentales pueden educar hijos, se sitúa precisamente en el temor de una mayoría a "deformar" o a "dar mal ejemplo" a los pequeños sobre lo que es un comportamiento sexual socialmente aceptado.


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