Expertos culturales e intervención social: tensiones y transformaciones en antropología aplicada1

Enrique Jaramillo Buenaventura


Abstract

This article traces some histories of applied and development anthropology raising questions about the implications of redefining the role of anthropology as an "expert knowledge" for social intervention.


Introducción

En menos de cincuenta años la antropología en nuestro país ha pasado de ser un lugar exclusivo habitado tan sólo por unos cuantos antropólogos y antropólogas, a ser un nutrido y diverso escenario que hoy cuenta con diez programas de pregrado, cuatro maestrías y un doctorado.2 Con respecto a los cuatro programas tradicionales (Universidad de los Andes 1964, Universidad Nacional 1966, Universidad de Antioquia 1966 y Universidad del Cauca 1970) han aparecido desde mediados de la década de los noventa otros seis programas (Universidad de Caldas 1997, Universidad del Magdalena 2000, Universidad Externado 2002, Universidad Javeriana 2004, Universidad ICESI 2006 y Universidad del Rosario 2006) a los que hoy se suman una carrera a distancia de la Fundación Universitaria Claretiana (2007) y el proyecto en construcción de la Universidad Tecnológica del Chocó (UTCH). De estos programas dos de ellos no responden a la tradición boasiana, adoptada en Colombia desde épocas del Instituto Etnológico Nacional, de formar al antropólogo en los cuatro campos (Antropología sociocultural, Arqueología, Antropología biológica y Lingüística) y se concentran sólo en la primera de ellas.

En el último año, además, hemos presenciado la apertura de la primera carrera de arqueología en el país sin lazos explícitos con la tradición investigativa de los departamentos antiguos, pero con vínculos estrechos con las agendas de la restauración y conservación del patrimonio. De hecho, desde hace unos años se realizan congresos separados y cada vez es más recurrente escuchar que el sueño boasiano de una antropología unificada en cuatro campos no es nada más que un mito arbitrariamente instituido.

Todo este reacomodamiento de fuerzas, que algunos interpretan como desmembramiento y otros celebran como descentralización y especialización, ha sacudido fuertemente nuestro sentido disciplinar. ¿Acaso la antropología como la conocíamos solo puede sobrevivir en las Universidades grandes dónde la comunidad científica es lo suficientemente fuerte y diversa para sustentar las cuatro ramas y sus especialidades independientes? La respuesta no es nada sencilla, ni la pregunta es la más adecuada. Los programas de pregrado de las Universidades de los Andes y la Nacional —los más antiguos del país que parecían un modelo ideal para todos los demás—, aunque mantienen esta orientación holística en sus planes de estudio, han reducido sus ciclos de formación y han disminuido los requerimientos de grado afectando especialmente la investigación y el trabajo de campo (Restrepo 2006, Sevilla y Uprimny 2006). Este proceso de desprofesionalización de los pregrados en beneficio de los nacientes programas de postgrado despierta también grandes cuestionamientos.

La situación es mucho más compleja si se piensa que al tiempo que la especialización y la emergencia de los postgrados ha aislado a muchos practicantes, disciplinas como la sociología, la historia, la lingüística, la biología humana, la física forense y los campos de los estudios culturales y de género han incorporado decididamente la pregunta antropológica por la diversidad y el análisis en términos interculturales. ¿Será la antropología hoy por hoy un conocimiento redundante? ¿Hasta qué punto pueden expandirse las fronteras disciplinares sin plantear serios problemas de autodefinición? ¿Qué asuntos son prioritarios en nuestra realidad social y qué actualizaciones son necesarias para afrontarlos? ¿Cuáles son los actuales escenarios laborales y qué tanto estamos preparando a los estudiantes para ellos?

De acuerdo con los datos del Observatorio laboral para la educación, se han graduado entre 1960 y 2004 más de 2000 antropólogos en Colombia. ¿Qué hacen esos más de dos millares de antropólogos? ¿Qué cambios introducen en el frágil "mercado" académico y profesional la multiplicación de programas y egresados de antropología en nuestro país? ¿Cuántos de ellos pueden dedicarse enteramente a la investigación o la academia? En definitiva ¿cuál es la responsabilidad social de las universidades frente a este complejo panorama?

Teniendo estas preguntas en mente este documento pretende llamar la atención sobre la necesidad de pensar las transformaciones de la práctica antropológica en medio del regreso de los debates sobre la intervención social. Después de la influencia y posterior declive de los paradigmas de la modernización y el desarrollo —que entre los años 60 y 70 propiciaron la agrupación de un buen número de profesionales bajo el rótulo de una antropología para el desarrollo—, el retorno de los fondos de cooperación y la introducción de discursos orientados a la intervención de problemáticas sociales, provenientes del Estado y diversas formas organizadas de la sociedad civil, han dado lugar a una creciente demanda hacía la antropología por constituirse como "saber experto" para la intervención social.

Exploraré esta transición a través de algunos de los momentos decisivos de la antropología, en especial aquella denominada como antropología aplicada. En este sentido, no reseñaré las principales corrientes que han discutido y pensado la antropología como campo de intervención social, tarea que requeriría más extensión de la que aquí me está permitida, sino que me referiré de forma sintética a ciertos contextos e historias que problematizan la intervención como escenario laboral para antropólogos y científicos sociales.

En la primera parte, resaltaré sus inicios como un conocimiento íntimamente relacionado con la administración de las colonias (Asad, 1973). Posteriormente esbozaré su mutación hacía una antropología para el desarrollo (Escobar, 1991; Bennett, 2005) y su más reciente transición hacía lo que podría considerarse como una antropología para la intervención social. En la parte final del documento esta revisón, más que un objetivo central, se convierte en un pretexto para volver la mirada hacia algunos asuntos relacionados con la formación profesional de antropólogos en Colombia y las consecuencias de pensar la disciplina como un "saber experto" para la intervención.

Antropología académica y antropología aplicada

Desde su consolidación institucional la antropología ha tenido una tensa relación entre el desarrollo teórico y el compromiso con la realidad estudiada. Las discusiones sobre la naturaleza y las tensiones propias de esta dualidad forman parte de la vieja rivalidad existente entre antropología aplicada y antropología académica. A riesgo de simplificar las historias y las relaciones de poder tanto en el interior como en la periferia de la disciplina, podría decirse que los primeros reprochan a los segundos su extrema preocupación por los dilemas teóricos y su escaso compromiso con los problemas social y políticamente más relevantes. Los segundos, a su vez, critican a los primeros el debilitamiento del trabajo conceptual y analítico, al igual que la falta de reflexión en torno al papel que la antropología ha jugado dentro de la retórica del colonialismo y más recientemente dentro del discurso del desarrollo y la lógica de la modernización. Desde esta perspectiva ninguna facción suele salir incólume. Sin embargo, históricamente las condiciones ha sido más problemáticas para la antropología aplicada.

La primera explicación a esta situación se relaciona con el dilema de la intervención, que sitúa a esta rama de la antropología en un campo más cercano a la "clínica" de lo social que a la ciencia de lo social.3 De hecho, ya en 1946 Evans-Pritchard sentenciaba que no había ningún impedimento para aplicar los conocimientos antropológicos a la resolución de problemas prácticos, siempre y cuando se fuera consciente de que a partir de ese momento ya no se estaba más en el campo de la antropología, sino en el campo "no-científico" de la administración (Evans-Pritchard, 1946: 93).

En segundo lugar, se le reprocha a la antropología aplicada su incapacidad para asimilar e incluso reconocer las profundas revisiones que la disciplina —en especial la practicada hoy desde las antropologías no metropolitanas— ha emprendido en las últimas décadas y que la han llevado a poner en cuestión las fronteras de la alteridad y el quehacer antropológico mismo. Para resumirlas brevemente podríamos decir que hoy en día nadie está dispuesto a ser nombrado como un "otro" incapaz de hablar por sí mismo (Clifford y Marcus, 1986). Nadie desea estar sometido a un deseo iluminista, civilizador o desarrollista de un "yo" autoproclamado. De entre las ciencias sociales, la antropología es quizás la disciplina que está más comprometida con la tarea de historizar su propia práctica y revisar los regímenes de representación sobre los que ha edificado sus objetos de estudio. Sin embargo, como intentaré ampliar en esta reflexión, los discursos del desarrollo y la intervención social propician con facilidad el renacimiento de estos viejos vicios antropológicos.

En tercer lugar, y quizás como consecuencia de todo lo anterior, la antropología "práctica" —como la llamó Malinowski en 1929— suele tener poca difusión en las revistas académicas,4 y los libros que se publican sobre la materia entran en una categoría que Clark y Van Willigen han denominado como "literatura fugitiva" (Clark/van Willigen, 1981). El resultado de esta asimetría es la exclusión de la rama aplicada de la historia gloriosa de la disciplina. Incluso en los libros de texto y manuales de pregrado la antropología aplicada suele recibir sólo algunas páginas en los capítulos finales destacando más sus riesgos y limitaciones que sus retos y compromisos.

Quizás por este mismo silenciamiento la antropología puede estar ahora mismo repitiendo su historia: edificando por un lado "torres de marfil" que reproducen y naturalizan la idea de que el mundo intelectual constituye un campo aparte de los contextos sociales y, en el otro extremo, atribuyendo a la ciencia un valor de verdad y objetividad que automáticamente confiere beneficio para los sujetos intervenidos. En este sentido no sólo se trata de descubrir, como diría Habermas (1973), un nexo no reconocido entre conocimiento e interés, sino preguntarse si realmente en términos pedagógicos puede sostenerse la oposición convencional entre la ciencia pura y la acción comprometida de ciertos estudios aplicados. Debemos cuestionarnos si realmente los desarrollos teóricos relevantes se han producido en mentes ajenas al mundo y sin ningún anclaje en los problemas prácticos, pero también si tales proyectos pueden seguir siendo antropológicos sin estar comprometidos con la reflexión epistemológica y el desarrollo de un cuerpo conceptual y teórico.

Del interés museístico al interés práctico

Independientemente de dónde situemos los inicios del pensamiento antropológico, cada vez resulta menos engorroso admitir que sus raíces están entretejidas con lo que Georges Balandier denominó como la "situación colonial" (Balandier, 1966). Es decir, están estrechamente vinculadas con el marco de referencia material, político-administrativo e ideológico del encuentro entre un "yo" europeo soberano y un "otro" transoceánico representado como exótico y salvaje. En un artículo de Bronislaw Malinowski de finales de los años veinte, que para algunos historiadores de la disciplina constituye el manifiesto fundacional de la antropología aplicada, se hace explícita esta relación:

El mismo Malinowski de los Argonautas del Pacífico Occidental —el texto con el que comienzan casi todos los cursos de introducción a la etnografía, aquel que establece una clara diferencia con los viajeros e investigadores que lo precedieron enfatizando la importancia de un trabajo de campo metódico, prolongado y minuciosamente detallado en forma de diario de campo— proponía a tan sólo unos años de haber inaugurado la etnografía moderna un cambio radical en las formas de hacer antropología. Una nueva rama de la disciplina, decía Malinowski desde el joven departamento de antropología del London School of Economics, debía ser tarde o temprano iniciada. Una antropología que supliera la demanda que, por aquel entonces, la administración colonial británica estaba generando desde África. De alguna manera con estas líneas pareciese que Malinowski estuviera dispuesto a afirmar que su trabajo mítico desarrollado entre 1915 y 1918 en las Islas Trobriand ya no constituía un modelo adecuado para la investigación en los complejos contextos contemporáneos.

Frente a una orientación hacia el pasado que durante el siglo XIX y principios del XX buscaba reconstruir a través de los datos etnográficos las leyes universales de la "evolución" de la humanidad, Malinowski proponía en su artículo una antropología que se preocupara por los cambios y dinámicas de aquellas culturas que estaban siendo modificadas por el contacto. El naciente mercado para la asesoría y la investigación científica rápidamente propiciaría una reorientación de la disciplina distanciando a esta "antropología práctica" de las preocupaciones típicamente museísticas que se ocupaban del rescate y registro de culturas en vías de desaparición. La antropología, anotaba Malinowski, "debía ampliar sus intereses y adaptarlos a los requerimientos prácticos del hombre que trabaja con y para los nativos" (Malinowski, 1929: 38; traducción propia). Esta salvedad, que se apresuraba a introducir cada vez que definía su nuevo enfoque, también tenía desde luego una motivación práctica para el ejercicio profesional: los fondos para la investigación y la formación de futuros profesionales estaban en riesgo a menos que la antropología hiciera un esfuerzo por centrar sus estudios en la realidad actual. Rápidamente esta presentación logró atraer los recursos de la fundación Laura Spelman Rockefeller Memorial con un inmediato desplazamiento del centro de atención etnográfico del Pacífico y el Estrecho de Torres a las colonias británicas en África (Kuper, 2005: 52). En cualquier caso, la postura de Malinowski frente a la relación con la administración colonial era más bien ambigua.

Al igual que otros antropólogos de la época, Malinowski tendía a pensar que debía existir una división del trabajo que eliminara todos los aspectos sociales de la actividad científica. Como lo han anotado varios autores, las prácticas espaciales y temporales del trabajo de campo presuponían la construcción de un objeto libre de "contaminaciones" donde usualmente las influencias de los misioneros o de las fuerzas militares coloniales permanecían ocultas (Clifford, 1999: 72; Fabian, 1983). Así, el antropólogo debía presentar los hechos y los procesos que estaban a la raíz de los problemas, mientras que los oficiales o los hombres de estado debían decidir qué hacer con ellos (Malinowski, 1929: 23). Evidentemente, la tensión entre los requerimientos coloniales y la presión emergente de los movimientos nacionalistas comprometería tarde o temprano esta ingenua separación (James, 1973: 69).

Al respecto, Evans-Pritchard era mucho más radical. En sus palabras, lo que Malinowski proponía simplemente no debía ser considerado como antropología:

Esta postura, que luego se convertiría en el caballo de batalla de Evans- Pritchard junto con Radcliffe-Brown desde el Instituto de Antropología Social de Oxford, tampoco escapaba al problema que aquejaba en general a la antropología social británica del momento. Como lo menciona Escobar, citando a Talal Asad en su Anthropology & The Colonial Encounter, más que un reproche al paradigma funcionalista, las críticas apuntaron a la incapacidad para analizar la situación colonial y determinar hasta qué punto ella misma no propiciaba "el tipo de intimidad humana que sirve de base al trabajo antropológico" (Talal Asad, en Escobar, 1996: 40).

Del otro lado, este contexto puso en la agenda de la disciplina una serie de problemas de investigación que se prestaron principalmente a los intereses del control colonial y sólo de forma secundaria a los requerimientos de un conocimiento o ciencia comparativos. Esta preferencia hizo que ciertos asuntos se naturalizarán como campos de la nueva ciencia práctica. Entre ellos Malinowski proponía cuatro: estudios de los sistemas legales y políticos, estudios de las lenguas, aspectos de tenencia de tierras y estudios de la economía "primitiva". Para todos estos campos Malinowski aseguraba que sólo el "saber experto" del antropólogo estaba capacitado para guiar la intervención colonial sobre ellos. Una intervención que no podía consistir en la implantación de ideas o reglas desde fuera, sino a través de la formulación indirecta de estrategias que se sustentaran en las propias formas de organización de los sujetos de estudio (Malinowski, 1929: 23). En síntesis, para Malinowski un cambio gradual desde dentro era la única garantía para un progreso de la vida económica, la administración de la justicia y el desarrollo general de la cultura de "los nativos".

Una versión más completa de este panorama británico se encuentra en las reconstrucciones históricas de Adam Kuper (2005, 1973). Para este autor, tanto los estudios denominados teóricos como aquellos catalogados como aplicados estuvieron igualmente marcados por el contexto colonial de la época. Dicho contexto construyó no sólo las unidades de estudio —antes que estructuras sociales particulares, las llamadas tribus africanas eran en gran parte producto del contexto colonial—, sino también el escenario propicio para la investigación de asuntos presuntamente más teóricos como las relaciones de parentesco, los rituales de iniciación o las creencias y prácticas mágico-religiosas. No obstante, el requerimiento para ganar la reputación y prestigio de los puristas académicos consistía básicamente en rechazar el impacto de la situación colonial argumentado que cualquier referencia a este contexto significaba un compromiso con la administración colonial (Kuper, 2005: 54, 55).

Como se hace evidente en estos pasajes, a tan sólo unas décadas de haber comenzado su institucionalización, la antropología social británica incorporó en sus prácticas permanentes intercambios entre intelectuales, administradores coloniales y organizaciones de misioneros. Desde luego no faltaron las críticas de académicos consagrados como Evans-Pritchard, Edmud Leach y Max Gluckman, entre otros, pero lo cierto es que pocos antropólogos podían prescindir de la situación colonial, ya fuese como justificación de su función de denuncia crítica o como escenario de sus proyectos de investigación.

El comienzo de la antropología aplicada en el contexto del colonialismo británico es un ejemplo de la situación paradójica en la que se encuentra una disciplina que, mientras parece describir los mundos en su diversidad e historicidad, prescribe un orden epistemológico y social que se halla inextricablemente unido a una relación de poder entre el yo y el otro. Sin embargo, como lo recuerdan algunos historiadores de la antropología, esta relación no se agotó con el final del colonialismo. De alguna manera, la literatura tiende a coincidir que su problemática como sistema de representación subsiste hoy en una variedad de discursos y esquemas conceptuales (Bennett, 1996; Escobar, 1991, 1996; Grillo 1985; Green, 1986; Hoben, 1982; Horowitz y Painter, 1986; Kuper, 2005; Little y Painter, 1995; Purcell, 1988; Sillitoe, 2006).

Intervención para el desarrollo

En lo que a la antropología aplicada norteamericana se refiere, tanto el Bureau of American Ethnology (BAE), fundado a finales del siglo XIX, como el U.S. Indian Service, de los años 30 y 40, proporcionaron escenarios similares. Aún siendo evidentes las diferencias frente al sistema colonial británico, la situación del antropólogo práctico era básicamente la misma: formaba parte de la mayoría dominante y se aproximaba a "los nativos" desde la seguridad de un conocimiento "experto" que respaldaba sus intervenciones (Bennett, 1996). En términos concretos, la intención del BAE —como lo afirmaba su fundador y posterior director John Wesly Powel— consistía en aplicar el conocimiento antropológico para transformar gradualmente los "resguardos" indígenas en comunidades agrarias. Una intervención consecuente con los presupuestos evolucionistas de la época que dictaminaban los estadios necesarios por los que toda sociedad debía pasar para acceder a la civilización (Purcell 1998:262). Frank Hamilton Crushing, antropólogo también vinculado al BAE, fue aún más lejos al afirmar que había que estudiar al indígena para saber cómo había llegado a ser lo que era y en consecuencia aprender cómo hacer de él algo distinto (Hinsley en Purcell, 1998: 262). Sin embargo, se sabe que la retórica del New Deal —que alimentó las intervenciones del período entre guerras— representó para la antropología aplicada un cambio aún más radical en sus presupuestos, confiriéndole, si se puede, un desprestigio mayor del que ya gozaba.

Este "Nuevo Trato" que demandó de las ciencias sociales un conocimiento práctico para resolver las necesidades y las desigualdades sociales, se situaba en un momento de depresión en donde las teorías económicas neoclásicas ya no se sostenían con igual fuerza. La "mano invisible" a la que Adam Smith (La riqueza de las naciones, 1776) y otros teóricos clásicos habían confiado la regulación del mercado, había sido puesta en duda por Keynes en su escrito La teoría general sobre el empleo, el interés y el dinero (1936). Para Keynes debía ser la iniciativa pública la que regulara los desequilibrios mediante la aplicación de programas de intervención. Según sus palabras, debido a la esencia del capitalismo que tendía a la generación de crisis, la estabilidad de los ingresos y los niveles de empleo tenían que ser procuradas por una "economía nacional" cuyas variables pudieran ser controladas y manipuladas por la intervención estatal. Esta domesticación keynesiana del capitalismo prometía, como él mismo lo sostenía, "grandes posibilidades económicas para nuestros nietos". En consecuencia, durante este período proliferan en Harvard los estudios de sociología industrial, ingeniería antropológica y una serie de enfoques tecnocráticos que se orientaron hacia la administración de las organizaciones industriales bajo los principios de la gestión científica del trabajo y el mercado. Esta retórica implicaba una aproximación a los asuntos sociales en términos de disciplinamiento, predictibilidad y, sobre todo, eficiencia. En este contexto, los llamados "cuerpos dóciles", para utilizar la expresión de Foucault, ya no sólo se construirían por la incorporación de ciertas normas de autocontrol, sino principalmente por la vinculación del trabajador a la mecánica de la máquina y de la industria científicamente organizada (mecánica del poder). En síntesis, la sociedad debía ser controlada de la misma forma, así como el proyecto del iluminismo había propuesto domeñar a la naturaleza y al "mundo salvaje".

Durante la Segunda Guerra Mundial la participación de los antropólogos recordó las prácticas más refinadas de la empresa colonialista. Aunque en sus comienzos muchos antropólogos, entre ellos Franz Boas, manifestaron un abierto rechazo a cualquier forma de vinculación en el conflicto, con Pearl Harbor las contradicciones fueron resueltas en favor de una intervención directa (Mead en Purcell, 1998: 263). Desde diferentes cargos en Washington y en el ejército norteamericano, antropólogos como Margarete Mead, Gregory Bateson, Ruth Benedict y George P. Murdock, entre otros, adelantaron "guías" etnográficas y perfiles psico-sociales sobre los que se elaboraron estrategias militares y políticas gubernamentales.

Aunque este controvertido legado abrió múltiples posibilidades para la investigación práctica, no fue sino hasta el final de la Segunda Guerra Mundial, con la creación de las grandes organizaciones para el desarrollo, que una nueva era de la antropología aplicada comenzó a perfilarse (Escobar, 1991: 662). La aparición de estas organizaciones motivó a Lucy Mair, en el London School of Economics, a intentar renombrar la antropología aplicada bajo el nombre de Development Studies (Kuper, 2005: 55). No obstante, y quizás como reacción al fuerte antiimperialismo y anticolonialismo de los años 60, la antropología para el desarrollo se vio frustrada hasta mediados de los 70. Lucy Mair expresaba su descontento de la siguiente forma:

En cualquier caso la preocupación por el aparente desinterés de la antropología frente a los problemas de la sociedad moderna crecía a pasos agigantados. No sólo se trataba, como en el caso norteamericano, de que el soporte financiero para la investigación y la formación dependieran de la capacidad de la disciplina para enfrentar el desafío de estudiar la vida cotidiana (Bennett, 1996: 24). Se trataba, especialmente, de una época de movimientos sociales que pusieron en primera línea las discusiones sobre las consecuencias sociales y culturales de las políticas desarrollistas más radicales.

La perspectiva de cambio gradual que defendían las investigaciones etnográficas del momento se presentaba, pues, como una solución más adecuada para remover los supuestos obstáculos que la tradición y la vida rural imponían al crecimiento de la economía y al aumento del bienestar. De esta manera, si bien la antropología para el desarrollo estaba en su etapa incipiente, estas investigaciones —principalmente aquellas adelantadas por sociólogos y antropólogos de la Universidad de Chicago y publicadas en la revista Economic Development and Culture Change— produjeron un material primordial para la consolidación de la teoría de la modernización permitiendo su racionalización e implementación en una variedad de políticas (Little y Painter, 1995: 604). En su artículo "Anthropology and the Development Encounter: the Making and Marketing of Development Anthropology" (1991), Arturo Escobar anota que la apuesta definitiva por una antropología para el desarrollo sólo se dio después del creciente descontento propiciado por los escasos resultados de los proyectos de intervención de la época de posguerra, en especial aquellos realizados a partir de la introducción vertical de tecnologías y capital (Escobar, 1991: 663).

Tal como añade Escobar, el nuevo enfoque se hizo evidente con el mandato de "Nuevas Direcciones" impulsado por la Agencia para el Desarrollo Internacional de Estados Unidos (US. AID) y se reafirmó posteriormente con la institucionalización de la lógica de los "Tres Mundos", propuesta por Alfred Sauvy, que asumió —tanto en la práctica como en la teoría— una correspondencia directa entre el crecimiento económico y los beneficios sociales (Escobar, 1991: 663). La ecuación, heredera en gran parte del axioma del progreso como curva ascendente, planteaba esta vez una diferencia que prometía ser significativa. El nuevo concepto de desarrollo ponía de relieve los aspectos sociales y culturales como variables determinantes para el "rendimiento" y sostenibilidad de las intervenciones. Pero no sólo se trataba de poner de relieve la importancia de "la cultura" como categoría analítica para diseñar y evaluar los programas de desarrollo, sino también de otorgar una mayor participación a los sujetos intervenidos en el diseño y ejecución de los mismos. Estos giros posicionaron a los antropólogos como los profesionales más capacitados para emprender las nuevas políticas orientadas hacía la erradicación de la pobreza y la modernización del campo y la sociedad rural. Curiosamente, lo que pocas veces suele mencionarse es que este contexto también contribuyó a reafirmar el concepto de "cultura" como el lugar privilegiado de una antropología que después de perder a "los nativos" —al tiempo que los imperios perdían sus colonias— se vio en la necesidad de reedificar su especificidad frente a las demás ciencias sociales.

Escobar, en su cuidadosa revisión, da cuenta de que en las últimas décadas del siglo XX se dio una profesionalización e institucionalización del campo en diversos países de América del Norte y Europa (Escobar, 1991: 666). El Instituto Británico de Antropología estableció en 1977 un Comité de Antropología para el Desarrollo "para favorecer la implicación de la antropología en el desarrollo del Tercer Mundo" (Grillo en Escobar, 1991: 666). Al mismo tiempo en Nueva York tres antropólogos reconocidos crearon un instituto, sin ánimo de lucro, que ha venido trabajando en más de 30 países en proyectos para el desarrollo, financiados principalmente por el US. AID, el Banco Mundial y el programa para el desarrollo de las Naciones Unidas (Escobar, 1991: 666). Si bien, para algunos antropólogos la incorporación de la disciplina en este tipo de iniciativas representó una cierta "humanización" del desarrollo y una ampliación significativa de los campos laborales,7 debe mencionarse que también para muchos otros fue una oportunidad más para reaccionar en defensa de la diversidad y los saberes locales. En cualquier caso, como lo señaló Escobar, ninguno de los dos extremos consideró seriamente:

En términos más precisos, y haciendo una acomodación del argumento de Eduard Said, podríamos decir con Escobar que sin examinar los discursos que han hecho posible que la noción del colonizado se convierta paulatinamente en sinónimo de tercer mundista "no podremos nunca comprender la disciplina terriblemente sistemática mediante la cual la cultura europea pudo gestionar —e incluso producir— el Oriente [y actualmente el llamado Tercer Mundo[ desde un punto de vista político, sociológico, ideológico, científico y creativo" (Said en Escobar, 1999; Said, 1979: 3).

Ya se trate de estar a favor o en contra de la retórica de la intervención social, debemos reconocer que ésta ha mediado en gran parte el trabajo antropológico de los últimos años. Si bien en las prácticas más contemporáneas la experiencia organizativa y la autodeterminación de las "comunidades" o grupos beneficiarios suele ser tenida en cuenta, también es cierto que en muchas ocasiones al identificar y construir sujetos de intervención se acentúan las prácticas paternalistas y se naturalizan ciertos procesos de exclusión.8 En consecuencia, esta conceptualización no sólo convierte a los sujetos intervenidos en un lugar de experimentación en el que confluyen y compiten los diferentes discursos "expertos", sino que también se traduce en una dificultad para dar cuenta de los procesos de cambio en la medida en que éste parece venir impuesto sobre el sujeto, sin mayores posibilidades para la creatividad cultural, tanto en términos de resistencia e impugnación como de apropiación y transformación. Por otra parte, la continua búsqueda de frenar un supuesto debilitamiento de la integración social —o, en términos de R. Castel, los intentos de rehacer el contrato social— conducen una y otra vez a una perspectiva sospechosamente equilibrada de la cultura y la sociedad. En pocas palabras, las reducen a un problema de valores compartidos o no, a un problema de cohesión o al mantenimiento de "la salud" de la estructura. En el mejor de los casos sólo se vislumbraba un escenario multicultural armónico y eternizado tras la vitrina de una teoría del sujeto de derecho.

Una salida al dilema puede encontrarse en la experiencia del pensamiento antropológico latinoamericano. Un pensamiento y una práctica que se ha revisado desde la conciencia misma de la antropología como relación social que se inscribe en condiciones históricas y políticas concretas (Cardoso 1995; Restrepo, 2004). Una antropología que se ha realizado, como indica Myriam Jimeno, "en condiciones donde el Otro es parte constitutiva y problemática del sí mismo, donde los sectores estudiados no son entendidos como mundos exóticos, aislados, lejanos o fríos, sino como copartícipes en la construcción de nación y democracia en estos países" (Jimeno, 2005: 46). No es mi intención sugerir aquí que este tipo de prácticas y lenguajes constituyan en sí mismo un cuerpo teórico unificado y claramente definido, pero es posible decir que a partir de la deconstrucción operada tanto por los movimientos sociales como por las críticas postestructuralistas de los años 90 se presenta actualmente una renovación y expansión de la intervención social que intenta imaginar nuevas relaciones y formas de participación.

En este contexto, como reitera Jimeno, el ejercicio de la antropología difícilmente puede escapar de su compromiso ciudadano y de su compromiso con la construcción de nación y democracia (Jimeno, 2000). Por ello mismo, no se trata de un activismo político que debilita la capacidad crítica de la disciplina, sino una responsabilidad social que nos exige reconocer las condiciones epistemológicas y estructurales en las que está inmersa nuestra acción, que nos exige dimensionar las relaciones de poder que ella configura para poder continuar produciendo científicamente con rigurosidad, pertinencia y compromiso ético. No es posible dar cuenta aquí de todas las contribuciones y esfuerzos críticos por transformar las relaciones de dominación y poder que este quehacer antropológico latinoamericano trae consigo. Por ahora bástenos con decir que estas antropologías tienen hoy más que nunca un papel determinante en esta tarea.

Formación antropológica y expertos culturales

Aunque debo reconocer que una reconstrucción como la que he efectuado hasta aquí cae en la pretensión de abarcar un período demasiado extenso de la historia de la disciplina, considero que esto nos brinda la posibilidad de encontrar en el conocimiento científico el mismo tipo de mecanismos profundos que sustentan y reproducen un orden social determinado. Al igual que un sistema ritual mítico, el orden elaborado por las intervenciones sociales propone categorías y unidades que al estar directamente imbricadas con las divisiones preexistentes consagran el orden establecido.

El "otro", el "salvaje", el "subdesarrollado", todas son figuras que hacen referencia a los límites de un mundo. Lugares donde la alteridad es un momento radicalmente inestable de la mismidad. La característica esencial de todos es la lejanía con respecto al área de influencia de la llamada "cuna de la civilización". No obstante, todos estos lugares distantes coexisten en un mismo espacio retórico. Así como la figura del "salvaje" fue el signo de la alteridad durante la conquista de América y sirvió para sostener gran parte del edificio discursivo del colonialismo, la "sombra" del subdesarrollo ha sido a partir de la Segunda Guerra Mundial, el tropo director de los proyectos de intervención social.

Desde la comodidad de las generalizaciones alguien podría decir que muchos científicos sociales subestiman la carga ideológica que los discursos de la intervención social traen consigo, y quizás no estaríamos muy lejos de lo cierto. Sin embargo, sería necio sostener que las intervenciones sociales son siempre y en todo lugar una práctica intrínsecamente paternalista y opresiva, pero sería igualmente ingenuo sostener que es únicamente en su abuso o mal manejo que éstas sirven como herramientas de control y normalización. Esto no significa que la pobreza, el hambre y la inequidad no existan, sino que ciertos problemas sociales definidos como objetos de intervención simplemente no pueden salir de la misma red discursiva que posibilita su existencia. Dicho de otra manera, ciertos problemas sólo pueden ser comprobados o vivenciados a través de los mismos esquemas de percepción o prácticas que los construyen. En consecuencia, pocas veces están realmente a tono con las necesidades y prioridades de aquellos a los que supuestamente benefician. En este sentido, y parafraseando a Foucault, la proclama de convertir a la intervención social en un "saber experto" dice más sobre el desconocimiento de "los efectos de poder que Occidente, desde el medioevo, ha asignado a la ciencia y ha reservado a los que hacen un discurso científico" (Foucault, 1992: 23, 24), que sobre la necesidad misma de demostrar que la intervención puede tener una estructura racional capaz de analizar y gestionar lo social. En el mismo espiritu podría decirse: donde hay un saber experto habrá siempre un saber sometido.

Aunque algunos científicos sociales insisten que todos estos dilemas e inocencias han sido ampliamente superados, es evidente que la ausencia de análisis sobre estos contextos problemáticos sigue campando en una variedad de prácticas que van desde la formulación de objetivos de desarrollo,9 hasta la capacitación de "gerentes sociales" o "etnógrafos para el mercadeo". Esto debería preocuparnos especialmente en la medida en que la intervención social y las consultorías para instituciones estatales y no gubernamentales constituyen hoy por hoy el mayor mercado laboral para antropólogos en el país. Los egresados de los programas de antropología suelen emplearse en una serie de actividades para las cuales no han sido preparados y que por lo regular han sido presentadas en su orientación disciplinar como asuntos de poco prestigio y legitimidad científica. Nadie objetará que estos espacios dificultan la acumulación y divulgación crítica de conocimientos, ni que sus prácticas hacen casi imposible el diálogo con las comunidades científicas y el continuo desarrollo de un cuerpo conceptual y metodológico riguroso. Sin embrago, no afrontar de manera explícita en la formación profesional estos requerimientos propios de una antropología aplicada es admitir sin contemplación que la responsabilidad social de las universidades sólo se limita a la academia entendida en su sentido más estrecho.

Desde luego, esto no significa que debamos prescindir de la formación orientada hacía el ejercicio académico. Por el contrario, a diferencia de lo que ocurre actualmente con algunos de los programas de pregrado de las escuelas más tradicionales del país, donde el trabajo de campo y las monografías de grado ceden paso a requerimientos de menor exigencia, debe insistirse tanto en una formación aplicada que tenga presente los retos y riesgos del actual mercado laboral, como en una formación teórica e investigativa que responda a la extensa tradición crítica del pensamiento antropológico. Eduardo Restrepo (2006) ha discutido este debilitamiento de la formación antropológica en términos del valor pedagógico que albergan los trabajos de grado desarrollados a partir de investigaciones antropológicas serias:

Estas advertencias deberían ser tenidas en cuenta especialmente ahora que la etnografía y la cultura están en boca de todos. La popularidad creciente del método y las técnicas etnográficas en la investigación social ha revivido la incómoda pero afortunada incertidumbre sobre el conjunto de prácticas, métodos y representaciones que bajo este nombre se reúnen. Digo afortunada porque considero que estos desacuerdos y desencuentros son más productivos que los consensos que blindan los procedimientos. Antes que un método infalible, es preferible pensar la etnografía como un campo de apertura y experimentación. No obstante, esta visión no puede asimilarse a una falta de rigurosidad y reflexividad, ni mucho menos a una exaltación de etnografía que confunda al método con la ciencia. Mientras la etnografía siga siendo un rasgo central de la autodefinición de la disciplina, debemos comprometernos a revisar y mapear las prácticas y los usos que de ella se hacen tanto dentro como fuera de la antropología.

Como uno de los más refinados proyectos de nuestra modernidad, la antropología en Colombia se ha convertido rápidamente en un discurso experto que más allá de permitirnos pensarnos a nosotros mismos, como se dice muchas veces a la ligera, nos ha modelado a la par que ha definido sus métodos y categorías analíticas centrales. Pensar la alteridad, la mismidad y la diferencia sin pensar las tecnologías de poder que las edifican, es asumir sin crítica que las categorías como cultura, identidad y etnicidad –por nombrar sólo algunas de las palabras más recurrentes en el repertorio de los antropólogos y hoy en el léxico de políticos, publicistas, empresarios y asesores económicos– son conceptos científicos que nada tienen que ver con la exclusión, el racismo y la discriminación como fuerzas sociales determinantes de nuestra organización social (Abu Lughod, 1991; Kuper, 2001; Truillot, 2003; Wade, 1997). Cuando hablamos de la ampliación y diversificación de los objetos de estudio, cuando nos presentamos como especialistas capaces de direccionar y evaluar estrategias en los campos de patrimonio, desarrollo, educación, cultura (por nombrar sólo algunos), la sombra que siempre nos acompaña no sólo es la caducidad innata de todo saber experto, sino la conciencia de que una política de la antropología comienza por examinar los presupuestos epistemológicos sobre los que se sustenta nuestro propio quehacer, antes que atribuir todos nuestros males y problemas a los condicionamientos de las nuevas tendencias del mercado y de la economía mundial. Desde luego, es innegable que estos procesos propician con facilidad prácticas más comprometedoras que comprometidas, pero es bueno recordar que la coexistencia y la interdependencia del pensamiento antropológico y la invención misma de la diferencia arrojan paradójicamente posturas tan etnocéntricas como las mismas que pretendía cuestionar. Como nos lo recuerda Adam Kuper (2001), basta con estudiar en detalle el caso del apartheid en Suráfrica para comprender de qué manera el concepto de cultura, tan caro a los antropólogos, puede convertirse en sí mismo en la piedra angular de una política de exclusión bajo el pretexto de la preservación de la diversidad étnica.

En definitiva, no sólo se trata de resolver cómo articular investigación y experticia, sino de discutir: ¿Por qué pensamos que estos son ámbitos irreconciliables? ¿Por qué creemos que sólo en el segundo caso debemos preocuparnos por las implicaciones del trabajo de los antropólogos? Es por esta razón que a lo largo del texto no he podido alejar de mi mente las implicaciones de todo lo que significa el proyecto antropológico. Hace poco alguien me dijo, de la manera más despreocupada, que los antropólogos de hoy ya no quieren cambiar el mundo, sólo quieren poder vivir en él y tener un trabajo seguro. Me temo que lo segundo no será posible sin seguir formando para lo primero. Dicho de forma menos romántica, si en el proceso de formación logramos acercarlos al mundo académico a costa de alejarlos de la vida misma —empezando por "las condiciones de posibilidad" y "el lugar de enunciación" desde dónde producen— nuestro éxito profesionalizante será nuestro fracaso teórico y disciplinar.

NOTAS AL PIE DE PÁGINA

1. Versión ampliada de la ponencia "Antropología aplicada en transición" presentada en el simposio Entre la investigación y la experticia realizado en el marco del XII Congreso de Antropología en Colombia, Universidad Nacional de Colombia, octubre 10 al 14 de 2007. Agradezco a los participantes del simposio que contribuyeron con valiosos comentarios a la ponencia, al igual que las conversaciones sostenidas con Inge Valencia Peña sobre la vocación crítica de la antropología colombiana. Del mismo modo agradezco a Alejandra Miró Mangin sus innumerables correcciones de estilo y a los evaluadores de la revista por sus comentarios y anotaciones. En todo caso, la responsabilidad por el contenido y las apreciaciones del artículo corresponden sólo al autor.

2. La formación de postgrados será ampliada próximamente con la apertura de otros dos doctorados en la Universidad de los Andes (2009) y la Universidad Nacional, además del ya existente en la Universidad del Cauca (2006) en convenio con el ICANH.

3. Utilizo aquí el término de Sol Tax que definía su proyecto de antropología aplicada, denominado "antropología acción" (1948-59), como un paso hacía una ciencia clínica que abandonará su posición neutral y afrontará las necesidades y padecimientos de aquellos a los que estudia. Para más claridad sobre las particularidades de esta propuesta ver Tax 1952 y Foley 1999.

4. Los artículos de antropología aplicada suelen ser publicados por revistas exclusivamente dedicadas al tema, por ejemplo: Anthropology Today, Culture and Agriculture, Human Organization y Practicing Anthropology. Todas ellas de alguna manera relegadas a una categoría secundaria dentro del ranking de revistas científicas.

5. "A new branch of anthropology must be sooner or later be started: the anthropology of the changing Native. Nowadays, when we are intensely interested, through some new anthropological theories, in problems of contact and diffusion, it seems incredibly that hardly any exhaustive studies have been undertaken on the question of how the European influence is being diffused into native communities. The anthropology of the changing savage would indeed throw an extremely important light upon the theoretical problem of the contact of cultures, transmission of ideas and customs, in short, on the whole problem of diffusion. This anthropology would obviously be of the highest importance to the practical man in the colonies" (Malinowski, 1929: 36).

6. "Everyone is advising government –Raymond [Firth[, Forde, Audrey [Richards[, Schapera. No one is doing any real anthropological work– all are clinging to the Colonial Office coach. This deplorable state of affairs is likely to go on, because it shows something deeper than making use of opportunities for helping anthropology. It shows an attitude of mind and is I think fundamentally a moral deterioration. These people will not see that there is an unbridgeable chasm between serious anthropology and Administration Welfare work" (Evans-Pritchard en Kuper, 2005: 53).

7. A mediados de los años 90 el Banco Mundial contrató a más de 140 antropólogos y sociólogos para diseñar y planificar proyectos que articularan las diferencias y particularidades culturales con las demandas del desarrollo (Weaver 2006).

8. Para una exposición más detallada de este aspecto véase, entre otras, Paz y Unás (2007) publicado en el número anterior de esta misma revista.

9. Al respecto, un análisis de los proyectos vinculados a los "Objetivos de Desarrollo del Milenio" podría arrojar un buen número casos.


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