Boeltín de Prensa #015

LILIANA amarilla

Prólogo

Liliana Valladares Torres

Soy médica y cirujana, magister en Ciencias Biomédicas. Soy docente y coordinadora de la asignatura de Anatomía para pregrado y posgrado. Me encuentro trabajando desde hace 8 años con la Universidad Icesi y actualmente estoy cursando el Doctorado en Educación, que me brinda la oportunidad de incursionar en el fascinante campo de la pedagogía y las didácticas en Medicina, sobre todo enfocado hacia la formación integral de los estudiantes.

Mis investigaciones se han enfocado hacia temas relacionados con el diagnóstico y posibles soluciones ante eventos clínico quirúrgicos. Me encanta la música y sobre todo cantar, he participado en algunos grupos musicales y actualmente pertenezco a la Orquesta Son de Icesi. Vivo inmensamente agradecida con Dios por permitirme disfrutar de la compañía de mi madre, quien es el motor de mi vida.

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Porque existen diferentes maneras de ejercer Medicina, un homenaje para quienes son mis verdaderos maestros: mis estudiantes.

— Blanquita, buenos días, ¿qué tenemos para hoy? Dígame que será un día tranquilo—. Era el saludo mañanero a mi enfermera jefe preferida, una mujer ejemplar, trabajadora y de temple; y como siempre ella, con voz firme, contestaba a mi saludo:

—Doctora Lili, acaba de llegar un herido con arma de fuego en la cabeza. Comprendí que, todos los días, esos “buenos días” estarían llenos de

adrenalina. Me acerqué a nuestro paciente que yacía en nuestra pequeña

sala de urgencias y al observarlo exclamé:

—Uhmm, esto no se ve nada bien. Mira, Blanquita, la herida está ubicada en el lóbulo frontal izquierdo—. Mientras examinaba a aquel paciente, intentando encontrar los diferentes diagnósticos que la anatomía me permitía, Blanquita interrumpía súbitamente mi reflexión académica exclamando:

—¡Como todos los días!—. Y, de inmediato, como si siguiera un guion de actuación, iniciaba una descarga de frases, una encima de la siguiente:

—Doctora, ¡el paciente está hipotenso, no respira, se descompensa!, ¡hay que intubar!, ¡debemos remitirlo urgente!

Aún sin terminar de dar fin a esta trágica historia, se avecinaba otra, no menos importante. Gracias a la proactividad de Blanquita, cada paciente, cada caso, siempre fue atendido con rapidez. Recuerdo una en especial, de una picadura pequeña y enrojecida, nada especial, pero al dirigir mi mirada de desconcierto hacia el esposo de mi paciente y, efectivamente, hacia Blanquita, observé que él traía en sus manos al culpable de esta nueva tragedia: nada más y nada menos que un escorpión, que sin ningún pudor fue colocado ligeramente sobre mi escritorio.

De inmediato, salté de mi asiento y miré recelosa a este peligroso animal. Fue Blanquita la que me consoló exclamando:

—Doctora, no tema: ya está muerto. Era necesario que usted lo viera, de pronto le sirve para el tratamiento que le vaya a poner a la paciente.

Así transcurría mi día a día antes de ser profe, en un servicio de ur- gencias muy particular, lleno de personas diversas y cada una de ellas con necesidades y carencias particulares, pero desafortunadamente la principal de ellas era la falta de tolerancia. Trabajaba con un grupo es- pecial de médicos asistenciales, enfermeras jefes y auxiliares, sicólogas, personal administrativo y de apoyo y, por supuesto, médicos rurales o como dicen ahora de “Servicio Social Obligatorio (SSO)”. Yo pertenecía a ese grupo y, a pesar de las situaciones adversas, disfrutábamos nuestro trabajo atendiendo a esta población en condición de vulnerabilidad y afectada por la violencia.

El ejercicio clínico me dejó grandes satisfacciones y muchas enseñanzas, pero hubo una experiencia que marcó mi vida personal y profesional. Hoy estoy convencida de que es imposible ejercer el arte de la medicina sin ser orientador, maestro o educador de nuestros pacientes y sus familias. Ahora viene a mi mente la reflexión que se convirtió en un reto: ¿cómo explicarle a una madre sin educación básica que el cuarto de sus ocho hijos, con tan sólo tres meses de vida, padecía una malformación cardiaca congénita, que requería de cuidados y tratamientos especiales y además supervisión constante? Sí, efectivamente era una de las consultas más lamentables, teniendo en cuenta que se trataba de un hermoso pequeñín que, a pesar de su situación de salud, curioseaba y se divertía con todo aquello que le era posible observar.

Recuerdo bien las dificultades que yo tenía al intentar explicarle a esa mamá angustiada la situación de su pequeño hijo. No hallar esas “herramientas pedagógicas”, si así puede decirse –aunque no se trate de un entorno académico–, para lograr que esa mamá fuese consciente de la salud de su pequeño y de todo lo que eso implicaba, traspasó cualquier momento crítico que hasta ese momento hubiese vivido.

Era más fácil discutir sobre estos temas con mis colegas rurales, y aún mejor con un cardiólogo, pero el verdadero sentido de diagnosticar y de curar no está sólo en la esencia del conocimiento sino en la manifestación clara y sencilla en que ese conocimiento debe transformarse, para volverse accesible a todas las personas, como debe ser. Así el nerviosismo que sentí fue peor que el de mi primer examen práctico de anatomía en la universidad, y ¡eso es ya mucho decir!, y no porque desconociera el tema sino porque me encontraba ante una mujer sencilla, receptiva y sobre todo muy inteligente, capaz de preguntar justo los pequeños y sencillos detalles que los médicos solemos olvidar y que son vitales para mejorar, de forma integral, la salud a nuestros pacientes. Esta era la verdadera prueba de fuego en mi actuar como médica, donde los exámenes parciales programados por mis profesores eran realmente más sencillos de resolver que aquellas preguntas hechas por una madre angustiada y ávida por conocer, en ese corto tiempo, sobre cardiología pediátrica. Después de agotar todos los recursos que tenía a la mano, y no necesariamente textos y diapositivas, sino pequeñas hojas de recetario y mi gestualidad, se pudo dar por sentado que esa mamá logró comprender lo que necesitaba para asistir a su pequeño; ¡la satisfacción fue mutua, créanme! No se imaginan la alegría que ambas sentíamos al escuchar a esa madre hablar, muy a su estilo, pero con propiedad y asertividad acerca de la situación de su hijo y cómo podía ayudarle a mejorar.

De esta manera me sentía cada vez más comprometida con la comunidad y con la gran responsabilidad que representaba tener la posibilidad de transmitir un conocimiento, de brindar una orientación y ofrecer tranquilidad en innumerables espacios que, día a día, tenía la oportunidad de compartir con diversidad personas, que no habían tenido la misma oportunidad que yo para poder obtener, por lo menos, una mediana educación.

Pero, así como cada noche de turno pasaba rodeada de personas increíbles y de pacientes inolvidables, cada amanecer, con su afán, asomaba a mi ventana mostrándome un futuro lleno de expectativas, ilusiones y planes sin la certeza de que todo lo que yo anhelaba sería posible conseguirlo. Así, siguiendo el camino que un día labré en mi amada Universidad del Valle, donde estimularon mi amor por la academia y la docencia, uno de esos amaneceres me convirtió en profesora, de forma abrupta e inesperada y sólo con el conocimiento pedagógico que el empirismo me permitió apropiar. Fue así como en el llamado internado especial que la Univalle, como todos la llamamos con orgullo, me permitió realizar tomé mucho más en serio mi deseo de conocer a profundidad una hermosa ciencia; odiada por muchos y amada por unos pocos, pero indiscutiblemente fascinante “La Anatomía” y justo cada experiencia con mis pacientes, cada diagnóstico y cada parte de mi vida me la recorda-ban incesantemente. Es así de sencillo, la anatomía está presente en nuestras vidas, en nuestro mundo y es imposible deshacernos de ella; o

¿acaso no han sentido curiosidad por saber cómo está formada alguna parte de su cuerpo, o saber qué fue lo que le cortaron a la vecina en su “estómago” o cómo hago para quitarme el gordito aquel que no me deja lucir como quiero? ¡Pues sí, señores!, todas esas preguntas se responden con un toque de conocimiento anatómico y fue así como la fusión entre el conocimiento que logré alcanzar y los deseos de convertirme en profe hizo posible iniciar mis primeros pasos en esta nueva etapa de mi vida que trajo consigo grandes cambios. El más relevante de éstos fue el nuevo entorno que me exigía manejar roles diferentes a los que había asumido, pues ya no se trataba del médico y su paciente sino del docente y su estudiante. Fue cambiar justamente el término paciente por estudiante lo que confundía y traicionaba mi mente de forma permanente, pero que jocosamente mis estudiantes me corregían y disfrutaban al verme ruborizada por estos y otros lapsus que el ejercicio clínico había dejado grabado en mi discurso. Poco a poco empecé cambiando el fonendos- copio y el tensiómetro por el apuntador y mis diapositivas, que ya se estarán imaginando su contenido… Sé que en sus mentes ha aparecido la palabra anatomía, ¡se los confirmo! La profe de Anatomía había llegado a la Universidad Icesi, a hacer parte de la Facultad de Ciencias de la Salud.

Estoy convencida de que no sólo los cambios fueron para mí, también para la Facultad y mucho más para los chicos. A propósito, me gusta mucho más este término que el de estudiantes. Ellos estaban adaptados a una metodología diferente a la que yo proponía. Justamente, las diferentes metodologías o didácticas en el campo del aprendizaje van relacionadas con la forma en que fuimos formados académicamente. Me atrevo a asegurar que es totalmente normal plasmar, en nuestra forma de trabajar, esa influencia institucional en la que pasaste la mayor parte de tu vida.

El choque metodológico no se hizo esperar, pero para mi sorpresa, ¡que aún no me la creo!, la acogida que tuvo la “nueva profe de Anatomía” fue buena. Los comentarios de los chicos fueron muy halagadores, en términos de despertar su capacidad para comprender una materia tan “ladrilluda”, como lo expresamos todos aquellos que alguna vez hemos ojeado, por lo menos, un libro de anatomía humana.

Pero ¿cuál fue ese ingrediente que había logrado generar tan buen ambiente entre los chicos y que, a pesar de tener estudiantes tan jóvenes en mis cursos (recién egresados de bachilleres, con 15 o 17 años), eran muy perceptivos a la hora de asistir y participar activamente durante nuestros encuentros académicos? No tardé en responder a mí misma respecto a esta agradable inquietud, escuchando ese dúo perfecto en- tre mi voz interior y esa otra voz que se esforzaba por transmitir a los chicos ese conocimiento que luchaba por salir del entorno abstracto e incomprensible que la memoria sin sentido se esforzaba por detener, pero que el aprendizaje a profundidad se esmeraba por destacar, para hacer de la anatomía una clase comprensible, entendible y amigable. Indiscutiblemente ese ingrediente especial fueron aquellas experiencias clínicas con mis pacientes. Esos seres, que jamás olvidaré, contribuyeron de manera importante a enriquecer la discusión en las clases.

La experiencia, mi experiencia, y los contenidos del curso fueron la combinación perfecta que estimuló en los chicos sus sentidos e imaginaciones a la hora de convertir, en modelos tridimensionales, aquellas diapositivas que en ocasiones no lograban darse a entender, sino que eran dialogadas e interpretadas bajo la luz del aprendizaje contextualizado.

No tardé mucho en darme cuenta de que la academia configuraba otro entorno, pero que me brindaba otra opción de ejercer como médica, era pues ahora una médica formando médicos. Y el reto no sólo concebido desde la parte académica, sino que poco a poco, algunos de los chicos me posicionó como un referente para sus vidas profesionales y personales, siendo muy gratificante y, sobre todo, emocionante.

Sentir ese respeto y cariño de los chicos por mí a la hora de ser escogida como su madrina en la ceremonia de Imposición de Batas, llenó mi pecho de orgullo. Varios me eligieron para hacer parte importante de sus vidas, en unión con sus familias. En momentos como esa ceremonia es cuando digo, sin que me tiemble la voz, ¡la profe de Anatomía ha dejado una huella imborrable en una nueva generación de médicos!

Dejando de lado mis anécdotas, que en alguna otra oportunidad me gustaría compartir, me permito expresar en este escrito la gratificante experiencia que he tenido como docente de la Universidad Icesi, pues gracias a la experiencia adquirida en la institución he ido configurando un entorno académico basado en el predominio del aprendizaje experiencial y bidireccional, en el sentido en que el aprendizaje no es sólo cuestión del estudiante sino también de quienes hacemos posible que este pro- ceso se desarrolle de la mejor manera. El aprendizaje experiencial es el eje central en el que se desarrolla mi reflexión pedagógica y bajo la luz conceptual de John Dewey, el uso de los sentidos es de vital importancia en este proceso, dado que todo fenómeno percibido del entorno permite consolidar un saber que se convierte en objeto de la experiencia que, al estar bien estructurado y a su vez derivado de experiencias anteriores, logra desarrollar un hábito cognitivo que conducirá a la formación de metodologías que pueden ser transformadas en conocimientos.

Tanto el aprendizaje como la enseñanza, en general, deben valorarse dentro de un modelo pedagógico capaz de incentivar la creatividad y la curiosidad, no sólo de los estudiantes, sino también de los docentes, posicionándolos como protagonistas del aprendizaje. Ninguno será desplazado por el modelo. Al contrario, éste genera todo un ambiente que propicia la enseñanza, el aprendizaje colaborativo y que favorece la posibilidad de compartir experiencias de vida que fortalezcan al sujeto en su formación personal y profesional.

Todo aquello relacionado con el progreso académico de los estudiantes nos llena, como docentes, de innumerables satisfacciones. Pero hay algo que nos invade de los sentimientos más nobles y es ver cómo la humildad, el agradecimiento y la amistad hacen parte también del kit de saberes que los chicos empiezan a descubrir al hacer ese contacto con sus compañeros. Muchos de ellos llegan cargados de ilusiones, desean convertirse en el mejor médico del mundo –el infalible– y llenan su ego de sentimientos que, si no son canalizados positivamente, pueden desbordarse y llevarlos a perder el horizonte como personas, a perder la posibilidad de reconocerse como seres que necesitan enriquecerse y ser enriquecidos, y no sólo desde el punto de vista de la academia, sino también con valores humanos.

De esta manera, concibo que el ser maestra ha estado presente en cada instante de mi vida. Aunque mi título universitario no me clasifica como tal, el gusto y la afinidad por entender y dar a entender lo que con gran esfuerzo interiorizo, me llena de orgullo y satisfacción. Por eso, estoy convencida de que ser maestra o profe, como nos llaman de cariño, es una cuestión de actitud, formas de ser y sentir que involucra paciencia y un alto grado de bondad.

Libro completo:  Las Profes. Ellas enseñan, ellas relatan

Más informes: Liliana Valladares Torres, profesora del Departamento de Ciencias Básicas, Facultad de Ciencias de la Salud, 

Profesora del Departamento de Ciencias Básicas Médicas, Facultad de Ciencias de la Salud, Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Necesita activar JavaScript para visualizarla.