Boletín de Prensa #038

ANA LUCIA azul

 

Prólogo

Ana Lucía Paz Rueda

Soy socióloga y magíster en Sociología de la Universidad del Valle y doctora en Educación de la Universidad de Deusto. Dirijo la Escuela de Ciencias de la Educación y el CREA de la Universidad Icesi, donde trabajo hace 15 años. He investigado y publicado en temas de sociología de la educación, conflicto, violencia y paz en el sistema educativo, intervención social y también sobre docencia reflexiva y pensamiento crítico.

Soy apasionada por la lectura de novelas y cuentos y disfruto pensar sobre las maneras en que la gente aprende y cómo favorecer esos aprendizajes. Últimamente me ocupo de pensar sobre cómo aprendemos a pensar y la relación de esto con lo que más nos apasiona, que en mi caso es leer. Disfruto mucho caminar al aire libre y lo hago frecuentemente. Tengo dos perros adoptados que me recuerdan, diariamente, la importancia del respeto por toda forma de vida y la delicia del amor incondicional.

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La relación entre docencia e investigación es estrecha y productiva. Mi experiencia en las aulas, durante casi 25 años, me ha dejado ver algunas continuidades entre ellas. Educar en ambas áreas significa, en primera instancia, ayudar a superar miedos, frustraciones y barreras. Año tras año descubro grupos de docentes llenos de experiencias negativas alrededor de la investigación y grupos de investigadores resistentes a la docencia. Las que deberían ser experiencias cargadas de búsqueda, desfamiliarización, análisis, creatividad y positiva inquietud, se tornan en resistencia, absurdo, distancia y rechazo.

La investigación aplicada a la educación es, sobre todo, la hibridación entre la realidad y la pedagogía: indagas y problematizas sobre lo que ocurre en los procesos de enseñanza-aprendizaje cotidianos, los vuelves objeto de reflexión y, por lo tanto, los conviertes en objeto de estudio.

Tu puerta de entrada al proceso investigativo es la capacidad de problematizar y convertir un fenómeno cercano, que resulta familiar, en una pieza que puedes desintegrar o segmentar para su análisis; con ello sometes a procesos de extrañamiento la realidad cotidiana del aula o los procesos educativos de distinta índole, los miras intentando una distancia objetiva que sabes imposible. Es precisamente esa distancia la que permite verte en la acción educativa. Cuando, como docente, eres capaz de mirar tu propia práctica –tu grupo de estudiantes, tus notas de clase, la relación de tus estudiantes con sus pares, tu relación con ellos, lo que todos los sujetos ponen en juego en la acción educativa– y entiendes lo que subyace, estás problematizando, sometiendo a análisis crítico aquello que haces y los sentidos que otorgas.

Si problematizar significa segmentar, también significa articular a través del proceso analítico y reflexivo. Como la realidad no puede ser aprehendida como un todo, segmentas para describir y analizar y para ir encajando pieza por pieza las explicaciones sobre el quehacer docente. Eso te implica una serie de habilidades que resultan imprescindibles. Una de ellas es entender cómo se aprende. Para aprender a investigar en educación es valioso reconocer tus propios procesos de aprendizaje, cómo se dieron y que marcas cognitivas y afectivas te dejaron. Sólo entendiendo cómo actuamos, y cómo pensamos detrás de la acción, podemos investigar nuestras propias prácticas.

En distintos momentos de la vida, a través de la exposición a veces azarosa, a veces intencionada, a diversos procesos intelectuales, emprendes una ruta que te forma para la investigación educativa. De cierta manera cuentas un relato con carga autobiográfica, una historia en varias escenas que te permite narrar tu propia historia sobre cómo has ido construyendo tu ser docente. En otras palabras, relatas una forma de descubrirte docente.

De cómo una sabe que algo pasa, pero no qué pasa

Hacerte docente y tener gusto por la investigación no ocurre de la noche a la mañana, es el conjunto de una serie de condiciones de vida, muchas de ellas azarosas, en medio de las cuales se construye tu destino. Lo que te marca cuando llegas al mundo, el tipo de familia en que creces y el tipo de estímulos al que estás expuesta, termina dando las claves para una función tan futura como insospechada. Durante los primeros años, nada sabes; después te vas descubriendo en la medida en que te reconoces hábil o torpe para ciertos procesos u oficios o más cómoda con ciertas ideas que con otras.

Por supuesto, en esos primeros años no tienes noción de investigación ni de docencia, pero desarrollas áreas afines e intereses que resultan claros a lo que décadas después haría posible una cierta destreza o experticia en la investigación pedagógica. Esos primeros años son de desarrollo mental e intelectual, descubres intereses que desde muy temprano y sin saberlo, contribuyen a oficios posteriores. El gusto y las habilidades para jugar con datos y pensar a través de teorías, así como otras muchas disposiciones, destrezas y saberes tuvieron ahí su origen.

Es imposible deshacerte de esa herencia. Si naces en familia de artesanos, mecánicos, herreros, carpinteros y toderos, desarrollas habilidades propias del hacer, cuentas con posibilidades para la creación, para la obra, para el pensamiento práctico y recursivo. Desde allí, puedes encontrar trazas interesantes que derivaron hacia la metodología, hacia el hacer, hacia el trabajo de campo y el disfrute con los datos. Si naces en el seno de una familia de historiadores, poetas, escritores, pintores, artistas y músicos, desarrollas una suerte de sensibilidad hacia las áreas humanísticas y con facilidad tienes atracción por la lectura, por las formas verbales con las que, quienes tienen experticia, juegan al construir prosa y verso lúcido. Si eres buena para la lectura, eres buena para pensar y sentir en medio del pensar, y de ahí puedes derivar continuidades hacia la teoría, hacia la reflexión propia asentada en ideas ajenas.

Los rasgos que marcaron esos primeros años se consolidan o giran en torno al pregrado. Intereses vagos o abstractos como el gusto por hacer o leer se transforman en intereses robustos y en destrezas específicas. Formas tu perfil profesional y a veces, a tu pesar, se deforma el interés general al consolidarse alrededor de una cierta manera de ponerlo en juego, de producir saber. La especificidad te vuelve diestra, pero no pocas veces amputa otras maneras de pensar, otras formas de construir conocimiento. Los pregrados son ciclos formativos que cierran la socialización secundaria y terminan por decantar los intereses de la adolescencia para consolidar, y no pocas veces sesgar, las habilidades de la adultez.

Estudié primero diseño y dibujo arquitectónico y luego sociología. Casi puedo decir que se repitieron aquí los intereses descritos en los primeros años: el hacer de la diseñadora y de la dibujante se instalaron como la continuidad de esa destreza que la familia materna dejó como impronta al verlos trabajar en talleres y oficios diversos. Y luego llegó la sociología para recordarme el placer de leer, heredado de la familia paterna y, con ella, el obligado acercamiento a las complejas ideas contenidas en grandes tomos de discusiones teóricas y el rigor y valor heurístico de los métodos. La conjugación de la teoría con los métodos conforma lo que ha sido llamado la artesanía intelectual, el entretejido entre la manera en que describes la realidad y cómo la explicas; la herencia materna y paterna se conjugan en esa fase y vas notando cómo la artesanía ayuda a pensar.

La sociología atrapa, tiene la virtud de mostrarte la enorme complejidad de lo familiar y correr los velos que impiden entender los mecanismos sociales que constriñen a los sujetos y las impresionantes formas de la organización social. La sociología armoniza el pensar y el hacer, pero también está presa de la devoción por su propia historia, lo que te invita poco a cuestionarla y a transitar por otras formas legítimas y flexibles alrededor de las cuales también construyes saber. Es una ciencia social rigurosa, atiende a los métodos, cuida las formas en que produce y circula el conocimiento, forma en la ortodoxia de la disciplina; no necesariamente es creativa. La sociología, por encima de todo, te enseña a investigar, pero no a crear.

Entre tu infancia y tu adultez temprana has construido, muchas veces sin saberlo, los cimientos de tu futuro profesional y te has jugado algunas claves del oficio docente.

Los pasos que te conducen a ser docente

Con ese saber sociológico a cuestas fueron dibujándose escenarios laborales diversos: la docencia y la investigación, entre otros. Así, sabiendo investigar y teniendo un cierto dominio de las teorías y métodos propios de la sociología, apareció la oportunidad de enseñar. Una oportunidad ligada al desempeño académico, no a las habilidades pedagógicas.

En este país no tienes que ser docente para serlo. Estudiantes, tanto en colegios como en universidades, se exponen a ese saber experto que forman las profesiones, aun cuando ellas no sean la pedagogía. Así, profesionales de la ingeniería, sin saber de pensamiento matemático o abstracto, terminan enseñando lo básico de las ecuaciones y procedimientos numéricos; profesionales de la física, química o biología terminan enseñando las bases de las ciencias naturales y profesionales de la filosofía, entre muchos otros, enseñando historia y geografía.

Hay un momento en el proceso de hacerte docente en que lo que importa es dominar los contenidos que hay que enseñar. Cada clase es un devorar de libros, una enorme toma de notas y un eterno aprender, desmenuzar, detallar, ser capaz de dar cuenta de cada cosa de la que hablas, adelantarte a las preguntas, y hacerte en medio de cada clase: paso a paso, tema a tema, miedo tras miedo. Aquí el aprendizaje es el dominio del salón, del tema y del miedo.

En medio de todo eso construyes gusto y pasión, aparecen las primeras reflexiones sobre el aprendizaje, algunos profesores de la universidad, sin proponérselo, te dan algunas pistas: los textos de Zuleta iluminaron, en principio, ese camino. Otros te acercan a las primeras experiencias laborales en forma de monitorias y a través de ellas te exponen a la lectura y calificación de trabajos o a presentar temas. Así vas aprendiendo el dominio del público y, poco a poco, los primeros trazos del oficio van instalándose y configurando una primera versión de la docente que serás.

Y de tanto abrirte caminos pasan los años y notas lo aprendido, pierdes miedos y pudor, dominas temas, sabes con más certeza qué enseñar (no necesariamente cómo), mezclas autores y se desdibujan los manuales que en algún momento eran tablas de salvación. Sobre el sentirte capaz, hábil, aguda, próspera, se abre paso otro tipo de construcción: la relacional. Ahí lo importante es la conexión con tus estudiantes, la conexión en medio de la cual aprendes con ellos, reconoces que lo central es entenderlos y centrarte en sus intereses, te desligas de los temas y asumes como eje central su desarrollo humano que, por supuesto, incluye lo intelectual y profesional.

Para esto resulta necesaria una ruptura parcial con la sociología y sumergirte en el sentido de la pedagogía que te lleva a una mezcla de terrenos, un entrecruce de caminos, un hibrido disciplinar; ahí descubres que el cómo es más importante que el qué.

Sin duda las herramientas propias del dominio teórico-metodológico de la investigación en sociología fueron piedra angular en la construcción del perfil docente. También fue importante aprender a no confiar en paradigmas sistémicos ni en miradas macro, romper con las dicotomías analíticas y ampliar las perspectivas metodológicas. Resultó vital abrigar, con la pasión de los primeros años, las novelas y los cuentos que relataban la realidad social desde otros lenguajes y tratar de entender el complejo entramado subjetivo, intersubjetivo y objetivo que pones en juego al educar, al relacionarte con otros mediante procesos formativos. Esto implica adentrarte en el terreno de hacerte y rehacerte mutuamente en medio el intercambio educativo.

Romper la disposición mental para la sociología y abrirte a la clave educativa significa hacerte preguntas de diverso orden. No entender qué sucede y por qué sucede sino, sobre todo, qué le pasa al aprendiz, qué experiencias tienen quienes aprenden, qué experiencias tenemos quienes aprendemos, esta es una perspectiva distinta en donde la investigación opera en un circuito más próximo, se cierne sobre ti, sobre las interacciones cercanas y sobre la vida de los demás.

En esta etapa de la docencia en la que lo relacional se torna el eje, la experiencia docente está descentrada, o mejor, pasa del problema social (que era el tema central del análisis sociológico) para centrarse en el sujeto y sus potencialidades. La docente es potenciadora, vehículo, acompañante, mediadora; es también sujeto que aprende con otros pero que, a la vez, debe ser consciente para atender e impulsar de la manera correcta; sabe que hay solo un paso entre la pasión por aprender y la frustración. Las connaturales resistencias, desánimos, desagrados y hasta odios y dolores presentes en los procesos de aprendizaje te obligan como maestra a mostrar las rutas que también llevan por el placer del esfuerzo, del logro a través del error, de la comprensión compleja. Eres el puente hacia encontrar sentido en lo que se aprende, siempre que entiendas el aprendizaje como un fenómeno complejo que requiere identificar, por una parte, cómo se aprende y, por otra, cómo se piensa y cuál es la calidad del pensamiento. Fijar la mirada sobre ello, a través de estrategias analíticas específicas es hacer investigación pedagógica.

Otro asunto clave es entender la importancia de dónde aprendes y reconocer que el aula de clase es solo un pequeño lugar en donde, a lo sumo, puedes consolidar pequeños fragmentos del saber. Hoy más que nunca, el aprendizaje es ubicuo y siempre ligado a la experiencia, por lo tanto, aprendes de la manera en que te aproximas al mundo. Aquella idea moderna del saber como vehículo para el trabajo, para labrarse un futuro, para subsistir, que era tan cara a las generaciones que hoy ejercemos el rol de educadoras, se torna anacrónica y da paso al tránsito permanente e inagotable por múltiples formas de saber que ocurren en la web, en las redes, en los viajes, en el intercambio infinito entre culturas: el mundo es pequeño, abarcable y a la vez inagotable. Por tanto, asirse con certeza a un saber no sólo es imposible sino indeseable. A lo sumo puedes enseñar, a exponerse, a aproximarse al mundo diverso y complejo, a valorarlo a través de las también inagotables formas y formatos en que expresan la pluralidad de saberes. En medio de ello la clave es enseñar a pensar; aparece de nuevo el eje de la educación. El valor central de la investigación radica en eso: enseña a pensar, dar pistas, volar sobre el proceso de enseñanza-aprendizaje mirando que se mueva en contextos positivos, retadores, interesantes, sin conducir, simplemente acompañando. Y llegas ahí reconociendo tu propio tránsito, tu propia exposición a la vida.

Es precisamente un viaje el que rompe de un tajo con la estructura de la docente que fui y da paso a esta otra que soy: inacabada, aprendiz, descreída; te reconoces desaprendiendo y reubicándote en nuevas perspectivas, ahora más pedagógicas. El viaje que da inicio a los estudios de doctorado traza un nuevo camino de vida que resulta profundamente revelador de cómo las certezas, aparentemente logradas, no eran sino un salvavidas al que tendemos a aferrarnos para mantenernos en aguas conocidas. La tardía exposición al mundo europeo resultaba nueva en formas y rica en contenidos: rompió modelos que defendía y abrió las puertas al arte, los museos, el teatro y en general a consumos culturales que vibraban en cada esquina. El viejo mundo me enseñó de una nueva manera, como nunca antes había sentido el aprendizaje. Por supuesto, también asistí a clases con profesores que apelaban a otros cánones y a otras perspectivas, pero, sobre todo, la educación provino de la exposición a una nueva vida; fue la experiencia la que resultó profundamente transformadora del perfil tanto de investigadora como de educadora.

Este giro, aparentemente banal, es en realidad un paso radical en mi formación como docente, no sólo por el acercamiento gozoso a la disciplina pedagógica sino porque te obliga a una mirada interna, al redescubrimiento de tu perfil. El doctorado en educación coincidió con otros cambios de vida. Los giros fueron radicales; la vida familiar se quebró y la esencia vital cambió en muchos sentidos. Sobre todo, cambia la mirada que tienes sobre ti: baja la autoexigencia que en cierta etapa de la vida era despiadada, e inmediatamente por defecto, baja la exigencia sobre los demás. Cuando la percepción propia se modifica, también cambia hacia otros. La manera en que exiges a otros es un tema profundamente pedagógico; es central la forma en que estableces el justo promedio entre exigir rigor y esfuerzo y al mismo tiempo considerar qué le está pasando al aprendiz; miras al otro como un sujeto en formación, atiendes a sus emociones, pensamientos, percepciones y te preguntas si ese proceso le gusta, si le agobia, si lo asume como requisito, si es lo que quiere hacer, si le encuentra sentidos. Para mirar al otro con sentido educativo, debe cambiar la mirada sobre ti misma como sujeto que enseña.

Esto tiene una estrecha relación con la educación emocional. La relación educativa es profundamente afectiva, es tener en cuenta la vida del otro, dotarlo de sentidos más allá de lo cognitivo. De ahí deviene la razón de ser de la educación, la maravillosa sensación de que, cuando educas, el sentido de la vida no falta, se instala como sustrato que no te deja caer, como pilar fundamental de la existencia. La educación sublima el dolor, rescata la esencia, te permite rearmar la vida, acerca a las nuevas generaciones y por esa vía, refresca tus miradas, rompe la caja de resonancia de las tradiciones y te permite rearmarte. La educación amplía y explota las categorías para ver el mundo, abre nuevas miradas, rompe moldes, crea, innova y todo deriva de un proceso reeducativo sobre ti misma que es, por momentos doloroso, pero, finalmente, gozoso y liberador.

En educación la necesidad de explicar es potente y la necesidad del silencio también: es un proceso vivo y complejo que un ejercicio autoetnográfico te ayuda a transitar. Explicar el proceso educativo es poder dar cuenta de qué aprendes y cómo aprendes. Sin eso, no hay aprendizaje real. Investigar también es enfrentarte a la fragilidad teórica, a la obsolescencia del saber, al reconocimiento de que la formación es permanente, inacabable, vasta e inabarcable. La salvación está en la descripción, en la narración de lo que pasa; al narrar te liberas y das paso a la creación porque permites un balance crítico del oficio y su permanente reconfiguración. La investigación pedagógica ayuda a liberarte de la idea extendida de que la docente es guardiana de las tradiciones y, por contraste, defiende que el aprendizaje es acción y creación.

En resumen, enseñar a investigar en educación es una forma de mirar lo que haces, enseñar a pensar de una cierta manera sobre cómo procedes cuando enseñas y cómo afectas al que aprende. Implica la traducción de un complejo lenguaje epistemológico y científico al lenguaje sencillo que facilita la comprensión y faculta para la explicación cercana y certera. Se trata de desintegrar con tus estudiantes los códigos académicos para, a su vez, desentrañar la complejidad de la vida diaria, narrarla y explicarla en clave pedagógica.

Articular la docencia y la investigación facilita procesos intelectuales y cognitivos que permiten pasar de la racionalidad técnica (que previamente debe ser aprehendida y dominada), a la racionalidad práctica en donde conjugas y armonizas el saber experto con el sentido común para explicar, unas veces, la complejidad de la construcción del saber y otras veces complejizar la aparente liviandad del proceso educativo.

Como todo conocimiento, investigar sólo es posible cuando logras que las formas académicas de la investigación se instalen en el saber de una manera tal que genere sentido a las prácticas de tus estudiantes. En esta vía, el proceso de desfamiliarización es fundamental porque da cuenta de un alejamiento racional e intencional que te permite mirar un fenómeno educativo desde una perspectiva teórico-empírica. Enseñas el papel de la teoría (que es imposible sin el gusto por la lectura y el diálogo con las ideas de otros), y el valor y rigor de los métodos (que es imposible sin el gusto por el hacer y por el uso riguroso de herramien- tas heurísticas) y propicias un proceso interrelacionado de reducción o hibridación teórica/metodológica.

Y en medio de todo esto te enfrentas al dilema educativo que se deriva de dos necesidades difíciles de conjugar: por una parte, enseñar hábitos cognitivos, indispensables, por ejemplo, para dar cuenta de las teorías y su perspectiva histórica; y, por otra parte, hábitos creativos que dan cuenta de la manera en que se producen nuevas ideas. Puedes quedar presa de los primeros en detrimento de los segundos. Ambos requieren capacidad para producir trabajo mental, esto es, mantener la concentración, lograr la atención, realizar tareas de complejidad creciente o mantener, por un tiempo sostenido, el esfuerzo mental que en últimas es tu función como docente.

Si has de dedicar la vida a la docencia debes romper las estructuras mentales, aprender a crear, ganar flexibilidad, problematizar, navegar en las inagotables aguas del conocimiento y no naufragar en éstas. Todas son, a la vez, características del saber investigar. Es imperativo usar la in- vestigación para mirar tu oficio, o mejor, para mirarte en medio del oficio.

 

Libro completo:  Las Profes. Ellas enseñan, ellas relatan

 

Más informes: Ana Lucía Paz Rueda, directora de la Escuela de Ciencias de la Educación, Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Necesita activar JavaScript para visualizarla.