Boletín de Prensa #047

LINA BUCHELY azul

 

Prólogo

Lina Fernanda Buchely Ibarra

Soy abogada y politóloga de la Universidad de los Andes, con estudios de maestría en Derecho en la misma universidad y de Sociología Jurídica en la Universidad de Wisconsin-Madison. Hice mi doctorado en el campo de los estudios jurídicos críticos, en la Universidad de los Andes, trabajando sobre las formas de reconocimiento legal de las madres comunitarias.

Me esfuerzo siempre porque mi trabajo combine las cosas que me gustan: la teoría jurídica feminista, la preocupación por la economía de cuidado y los métodos empíricos de investigación legal (sobre todo los prestados de la sociología y la antropología), así que lo que he hecho académicamente está ubicado, más o menos, en esas intersecciones. Otro de mis intereses ha sido la reforma a la educación legal y el análisis de la relación entre el Derecho y la desigualdad, por lo que desde hace algunos años pertenezco a la Red Alas, un colectivo de académicas del Derecho que se esfuerzan por renovar la enseñanza jurídica e incorporar la mirada de género en las universidades, los currículos y las facultades de Derecho.

En esos planes se me ha ido buena parte de los años, y buena parte de las energías. Recientemente me he vinculado también a organismos directivos de entidades de distinta naturaleza que trabajan por el reconocimiento equitativo de la mujer, en distintos sectores, y la implementación del enfoque de género en varias escalas, en distintos escenarios. Actualmente, además de continuar con las líneas de trabajo que señalo arriba, soy la directora del Observatorio para la Equidad de las Mujeres (OEM) y profesora del Departamento de Estudios Jurídicos de la Universidad Icesi. Desde ahí trabajo, de distintas formas, por el cambio de la educación legal y por la construcción de datos sobre la desigualdad de las mujeres, que permitan construir políticas públicas subnacionales con impactos reales en la vida de ellas, dentro de nuestra región.

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Las prácticas sociales, políticas e intelectuales que constituyen el derecho fueron, durante muchos años, llevadas a cabo casi exclusivamente por hombres. Dado que las mujeres fueron por largo tiempo excluidas de las prácticas jurídicas, no

sorprende que los rasgos asociados con las mujeres no sean muy valorados en el derecho. Por otra parte

–en una especie de círculo vicioso–, se considera que el derecho es racional y objetivo, entre otras cosas, porque es valorado y, a su vez, es tan valorado porque se lo considera racional y objetivo.

Frances Olsen, El sexo del Derecho (p. 3).

Nací y crecí en Bogotá, dentro de una familia de clase media. Mi padre, proveedor eterno, es un poco más de diez años mayor que mi madre, quien interrumpió sus estudios universitarios por mi llegada y varió, ya con dos hijas, su futuro profesional, cambiando de carrera con las niñas en los brazos. Mi mamá logró graduarse cuando sus hijas aún estaban pequeñas, de una carrera nueva, con muchos logros. Mi padre, por lo contrario, no tuvo un camino sinuoso de desarrollo profesional. La carrera de mi padre fue en ascenso y su estabilidad laboral nos permitió, a mi hermana y a mí, una formación robusta (en términos de educación formal). Mi papá y mi mamá, además, pertenecen a clases sociales bien distintas. Pese a ello, fue mi madre quien logró concretarse con campos profesionales y lenguajes más distantes de su propia clase social. Fue mucho tiempo profesora de arte en colegios de élite y se movió como pez en el agua en los escenarios y las discusiones de las capas altas.

Ahora que yo estoy vinculada al campo de la educación, veo siempre cómo mi mamá hace parte de esas cifras increíbles de movilidad social que logran, a puro pulso, construirse un destino distinto al que les estaba demarcado. Mi padre también lo hizo, a su modo, con una diferencia notable: el mercado le reconoció su trabajo y siempre tuvo un respaldo económico para su carrera, para su familia. No pasó eso con el esfuerzo de mi madre. Los trayectos de las vidas son más oblicuos y menos lineales de lo que nos cuentan las cifras.

La admiración por mi madre me llegó tarde, tristemente. Como puede predecirse del escenario anterior, crecí en una familia llena de asime- trías que ella resentía. Ella, la primera feminista (empírica) que conozco, resistía la desigualdad en la distribución de trabajo de cuidado y los privilegios profesionales de mi padre. Quién hace qué y cuál es la razón para ello, en mi casa, siempre estuvo en disputa, por lo que yo llegué con experiencia amplia a las lecturas de la economía de cuidado en los estudios de género. Pese a ello, inmersa en esas disputas, yo no podía ver de afuera qué era lo que sucedía. Mi mamá se quedó en la casa para educarnos, hasta que estuvimos ya en el colegio, y estaba dedicada a nosotras, que siempre tuvimos desempeños destacados en parte porque mi madre estaba, 24/7, dedicada a nosotras. Mi padre, en cambio, estuvo concentrado en el mercado laboral, con menos desgastes emocionales, más seguridades y más reconocimientos. Salía de casa a la 7:00 a.m., cuando nos dejaba en el bus del colegio, y llegaba una hora después de nuestro arribo, a descansar (verbo que, ahora lo tengo claro, se conjuga poderosamente en masculino). Tengo en mi cabeza la imagen de mi padre viendo el noticiero, con nosotras medio dormidas encima, en ese frenesí que los 90 tenían por el evento noticioso. Pero en esa foto de ocio nunca aparecía mi madre (quien, por supuesto estaba unos metros más allá en el apartamento, haciendo nuestra comida). Un escenario, como muchos, tremendamente desigual para la mujer.

Al pasar la calle vivía mi tía paterna, una exitosa abogada que pasó parte de su vida profesional en la rama judicial. Eran jóvenes en ese momento, lo recuerdo. Mientras mi mamá siempre estaba desgastada por las actividades hogareñas y las discusiones sobre la justicia de su propia vida, mi tía me deslumbraba con su independencia, su (aparente) libertad y su agencia. De niña, lo que me impresionaba –y lo recuerdo bien– era que mi tía, ella sola, tuviera el mismo músculo financiero que mi padre. Ellos se hablaban entre “ iguales”, hacían negocios, compraban los carros, decidían los destinos de las vacaciones. Mucho después pude reconocer de qué estaba hecho ese escenario y de qué, mi admiración. Y todo eso hace parte de lo que hago y lo que soy ahora. Pero en ese momento estaba deslumbrada por esa fachada de mujer libre, de mujer poderosa. Y planeé hacerme como ella.

Me pasé mi adolescencia añorando esa vida de mujer independiente. Mi tía, además, se casó tarde (y por poco tiempo) y no tuvo hijos, así que disfrutó una prosperidad profesional por largo tiempo (antes de asumir el cuidado de mi abuela, claro, porque ésta, como todas, es una historia de varios capítulos). Y entonces yo estudié Derecho, como ella. Estudié Derecho, por ella. Por llegar a ese rol. Por tener ese poder. Ese poder y esa imagen de mujer independiente que agenciaba su destino, compraba sus cosas (millones de cosas) y gozaba de una (aparente) libertad. Eso sí, cuando en los últimos años de colegio debíamos escoger nuestras preferencias profesionales yo, por consejos de mi padre, escogí los cursos de ingeniería, que tenían componentes de matemáticas, física e inglés superiores a las otras áreas. Y allí estuve, con salones de clase con mujeres que puedo contar en una mano, escuchando a los hombres burlarse de nosotras cuando era frecuente que, en experimentos, exámenes y pruebas, sacáramos mejores notas. En algún momento de esos dos años, tensos y contenciosos en esa guerra fría contra “los hombres del salón”, y con los libros de física como herramienta, yo terminé de decidir que quería estudiar derecho. Aprendí – y me quedó claro–, sin embargo, que la matemática y el ingenio científico no era para las mujeres, pese a que pudiéramos hacerlo mejor que ellos. Así que me reconocí –como muchas veces en la vida– cobarde y temerosa. De la ingeniería me sacaron entonces el corazón y el bullying, pese a que no le agradezco al último haber reafirmado la vocación.

Seguir los pasos de mi tía tenía menos fricciones y más promesas, así que el camino de regreso a ese trayecto fue cómodo y sencillo, como lo son para las mujeres los trayectos que se ajustan al mundo con una arquitectura tremendamente desigual. Fue mi tía quien escogió la universidad, con efectos que hasta ahora siento en mi vida. Contrario a los lugares comunes, mi tía no me sugirió una universidad tradicional, sino una que, para ella, resultaba “renovadora”. Estudié Derecho en una universidad de élite, con una Facultad de Derecho nueva, cuando nadie estudiaba derecho en esa universidad y menos asociaba lo jurídico con lo “nuevo”. Entré allí con sólo 24 personas, frente a las 248 que ingresaron a alguna de las universidades tradicionales de Derecho a las que entraron mis amigos (y recuerdo bien esas cifras, pero las acabo de verificar).

En el 2002, cuando estudié, la Facultad de Derecho que me recibió en sus filas estrenaba un modelo nuevo de enseñanza, con una apuesta fuerte por la profesionalización de la academia jurídica y el uso de metodologías activas de aprendizaje. Tampoco entendía muy bien qué era eso en ese momento, pero las diferencias del modelo eran notorias con las universidades cercanas, donde se formaban los abogados prestigiosos y enseñaban magistrados reconocidos. Cuando íbamos a las otras universidades –porque claro que íbamos a comparar– nos encontrábamos con salones empinados, llenos de sillas con estudiantes callados (con frecuencia más de 100 personas), escuchando a profesores canosos que, como regla general, llegaban tarde, tenían guardaespaldas, presumían de su riqueza material y hacían preguntas que nadie conocía. Los rajaban a todos.

Frente a la crisis de la profesión jurídica, la universidad en la que estudié le había apostado a la renovación de su currículum. Había una fuerte flexibilización disciplinar (más del 50% de las materias se veían en contenidos distintos a los del propio campo, lo que era inusual en los estudios jurídicos), había contratado profesores/as de tiempo completo (inusual también frente al predominio de profesores practicantes del campo) y desarrollaba sus cursos en grupos muy pequeños, donde toda la atención estaba puesta en los estudiantes y lo que pudieran hacer. Teníamos casos todas las semanas y presentábamos reportes escritos de estos, los que nos devolvían, sin excepción, corregidos y calificados con retroalimentaciones que, antes que jurídicas, tenían que ver con la estructura de los escritos, con la solidez de los argu- mentos, con la robustez y defensa de nuestras propias posiciones. Eso, sumado al cambio constitucional reciente, nos hizo transitar por los caminos de lo que denominaban “el nuevo Derecho”. Un Derecho, además, que prometía salir de las viejas acusaciones marxistas del emparentamiento entre el Derecho y el , y prometía hacer de lo jurídico una herramienta para la transformación social. Para el cambio. Y yo me hice abogada en esa escuela.

Son pocas las y los abogados que pueden decir esto (si tenemos en cuenta que semestralmente se gradúan cifras con más de tres ceros de abogados en Colombia), pero yo vi las materias centrales del currículum de Derecho con grupos de 5 a 10 personas, con profesores (y sobre todo profesoras) muy jóvenes, que nos dejaban hablar, hablar y hablar. Estudié diez semestres de Derecho con aprendizaje basado en problemas, escribiendo, leyendo y discutiendo con mis compañeras/os de semestre. Y allí, en ese escenario, estaban ellas. Sólo ahora soy consciente de lo jóvenes que eran. Allí estaban mis profesoras. Desde el primer semestre de la carrera quise trabajar en una universidad, como ellas. Eran un puñado de mujeres, con formaciones fuertes (varias de ellas, las primeras doctoras en Derecho del país, con títulos en universidades extranjeras reconoci- das), que pasaban sus días allí, corregían los escritos, se sentaban con nosotros, rayaban los textos, nos hacían repetir las presentaciones. Y yo disfrutaba esas largas conversaciones en sus oficinas, los libros que nos pasaban, las películas que nos recomendaban. Las disfrutaba a ellas y su forma de habitar el mundo.

Más tarde en la carrera conocí otro tipo de profesores y profesoras, que cumplían en mucho los patrones de las universidades tradiciona- les. Llegaban siempre tarde a clase (y ese tiempo de espera marcaba siempre una importante distancia simbólica entre ellos/as y nosotras/ os), en carros lujosos, que ingresaban por lugares especiales de la universidad (que no estaban disponibles para todo el mundo porque eran un privilegio, claro). Estos profesores y profesoras no calificaban, no nos enviaban trabajos y nos hacían los exámenes siempre de forma oral, en sus flamantes oficinas al norte de Bogotá, en las que todos/as aprendimos los rituales de los abogados/as con el whisky y la noche. Por alguna razón, que ahora creo entender –parcialmente– el Derecho y los carros tienen una relación material sustantiva. No nos dan esa materia en el currículum, pero un buen abogado sabe distinguir los buenos de los malos carros y el poder social asociado a su tenencia. Por algo, mis estudiantes de primeros semestres ingresan a la carrera “queriendo cam- biar el mundo” y terminan “queriendo cambiar el carro”, en un trayecto que habla bien de los vericuetos, objetivos y resultados de la formación jurídica que no hemos podido alterar.

No era fácil estudiar en ese modelo “nuevo”. Las voraces lenguas del mercado laboral frecuentemente decían que nosotros “no éramos abo- gadas/os” y tíos y tías desconfiaban de nuestra formación. El tiempo confirmó y disipó ese miedo y las inercias propias de la clase hicieron lo que los rumores no, como pasa siempre. La mayoría de mis compañeras y compañeros trabajan –con frondosos ingresos, según los reportes de egresados– en firmas, entidades gubernamentales, medios y universidades. Son buenas y buenos abogados, que vieron más de la mitad del currículum en electivas liberales, con goce y disfrute por la lectura, con los libros, con los argumentos. Pero lo paradójico era que, en las reuniones de profesores que definían el sentido de la carrera, el norte de los egresados y lo que se debía enseñar, estos profesores/as que llegaban tarde en flamantes carros siempre hablaban más duro, tenían más seguridades y una aparente mejor claridad sobre la universidad y la enseñanza del Derecho. Mis profesoras, esas que me habían enseñado a leer, a escribir, a pensar distinto, estaban siempre sentadas (en los lugares donde se daban esas discusiones y en los termómetros de poder de las personas que participaban en ellos) en los márgenes, en las esquinas. Eran casi irrelevantes. Tras la rabia que eso me producía, entendí temprano que mi proyecto profesional estaba relacionado con eso: demoler las jerarquías y centrar las esquinas de lo jurídico en la universidad.

Varias y varios nos hicimos profesores. Yo, después de 15 años de formación, viajé a Cali a ser lo que había querido siempre: profesora. El cambio de ciudad me llevó, además, a desnaturalizar la realidad y estar abierta y crítica a los cambios y las dificultades. Dada la historia que les he contado, no es difícil entender por qué pasé la mitad del tiempo de mi doctorado leyendo feminismo y por qué acabé haciendo lo que en los estudios legales llamamos teoría jurídica feminista. Algo, por supuesto, que está en los “márgenes” del campo (para aquellos abogados generosos que reconocen, con dificultad, que esas reflexiones pueden Derecho)1. Con esa maleta llegué a Cali. Y llegué para sorprenderme y toparme con un espacio profesional que tenía unas topografías, unos símbolos y unas jerarquías particulares.

En ese contexto, Cali me hizo ferozmente feminista. Pero, sobre todo, me enseñó a ver las herramientas y reflexiones del género como ins- trumentos para la transformación de la educación jurídica. Los avatares de esta formación ya están documentados en otros textos y se pueden leer, espero, en este relato. La formación en el Derecho, ese que se nos presenta como objetivo, universal, abstracto y racional, está llena de registros simbólicos: la distancia y la desigualdad entre los profesores y los estudiantes, la centralidad del capital económico o la preocu- pación por los ingresos, la exacerbada competencia por la victoria, la superioridad, el privilegio. La formación que lleva a la construcción de ese campo tiene vicios similares: profesores que no tienen tiempo para calificar a los estudiantes (porque la lectura nos pondría en una cercanía inconveniente, además de no ser rentable, por supuesto), respuestas correctas y exclusivas que se adivinan de la cabeza de juristas eruditos (porque la incerteza y la complejidad le harían daño a la neutralidad, la objetividad y la racionalidad de los jurídicos) y el carácter apolítico de sus posturas (porque la ideología es un peligro para el Estado de derecho, purificado de esas lecturas).

Frente a este imaginario y las prácticas que lo engranan en la realidad, los estudios de género ofrecen apuestas subversivas (que ahora reco- nozco en las prácticas de mis profesoras, aquellas por las que hago lo que hago). Frente a la jerarquía evidente, el llamado del género y del feminismo nos conecta con las reflexiones profundas sobre el universo del/a otro/a. Nos hace empáticos, apostándole epistemológicamente a poder comprender y aprender distintos puntos de vista, formulados desde distintos contextos, distintas posiciones. En esa horizontalidad, se desestabilizan también los principios de objetividad, universalidad y abstracción con los que hemos crecido admirando el derecho liberal moderno (aquel que piensa que las normas son y deben ser iguales para todos, tienen aplicaciones predecibles y efectos precisos). Dentro de esa perspectiva, no enseñamos que existen fuertes y gruesas identidades (ciudadano, aceedor, deudor, víctima) sino las formas materiales en las que esas identidades jurídicas aparecen en nuestras realidades, cuándo y por qué fueron creadas y quiénes ganan y quiénes pierden con esas etiquetas, porque no todos ganamos lo mismo con el Derecho en un universo en el que sólo el 8 % de la población (usualmente revestida con el manto de “corporación”) sabe lo que es ser un acreedor, ya que el resto del mundo pasa media parte de su vida como deudor, y tiene más experiencias con las deudas que con la ciudadanía. En ese gesto, el Derecho –con el feminismo– aboga por construcciones jurídicas contextuales, singulares y diferenciales, que puedan construir un sen- tido de justicia que, por supuesto, es subjetivo y político. El derecho feminista no es universal ni abstracto (es concreto, contextual), racio- nal (empático) y objetivo (político). Tampoco es disciplinar. El género atraviesa campos, toma prestadas metodologías y es “ indisciplinado”, frente a la aparente pureza de contenidos y robustez del campo que se ha esforzado por construir el Derecho.

El “nuevo derecho” es feminista. Y necesita al feminismo porque, en la coyuntura, necesitamos construir horizontes comunes que están conectados por las reflexiones empáticas, por las miradas diferenciales, por los ajustes singulares que construyan un sentido de la justicia que nos convoque a todos/as. Se le venció el plazo al proyecto liberal. Esos cambios de lo jurídico, que construye infraestructuras sociales que no vemos y que nos llevan por caminos que no hemos decidido (sin dejarnos ver la decisión que tomamos) habita en un salón de clase. Necesitamos abogados y abogadas diferentes, capaces de navegar otro mundo, trazar otros puentes, imaginar nuevas realidades y romper viejas cadenas.

Yo estoy aquí, ahora, jalando ese barco. No es sencillo, por supuesto, pero ahora tenemos más probabilidad de éxito que antes. Mi tía gastó sus últimos años de desempeño profesional viendo a mi abuela morir, en una transacción frente al trabajo de cuidado en la que mi padre volvió a salir impune. Mis profesoras llegaron a ser magistradas, abo- gadas famosas y decanas, por tiempos cortos y con reacciones hostiles que las expulsaron de esos lugares (temporales) de poder, dentro de inercias en donde otros proyectos, con mejores carros, salieron victoriosos. Mi mamá sigue peleando con mi papá al desayuno por un sentido de justicia en la distribución del trabajo y la riqueza del mundo y yo nunca tuve la cartera sofisticada de mi tía, que cambié pronto por carteras abarrotadas con marcadores y papeles, como las de mi madre. Yo quiero creer que, con mi vida, hago eco a un proyecto concreto de renovación, feminista, del mundo del Derecho. Después de todo, lo personal es político y, sobre todo, ferozmente jurídico. Cambiar el Derecho es cambiar (en la medida de lo posible) el mundo. Ese mundo que empieza, de maravilla, en un salón de clase.

1. Una forma a través de la cual la ideología dominante hace que el Derecho aparezca como universal, racional y objetivo es expulsando hacia la periferia del Derecho aquellas áreas manchadas por principios inasibles, emocionales y discrecionales. Se presentan los “problemas centrales” y las “áreas más importantes” del Derecho como universales, racionales y objetivos, y las reflexiones distintas como contingente y ocasionales, siempre excepcionales y periféricas al razonamiento jurídico clásico, relevante, imprescindible.

Libro completo:  Las Profes. Ellas enseñan, ellas relatan

Más informes: Lina Fernanda Buchely Ibarra, directora del Observatorio para la Equidad de las Mujeres, Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Necesita activar JavaScript para visualizarla.