Boletín de Prensa #057

MariaElena azul

Prólogo

María Elena González Cifuentes

Soy socióloga y con Maestría en Historia de Colombia. Unir ambas miradas sobre el mundo, sobre mi mundo ha sido la apuesta moral que he trazado en mi vida académica. Esa imperiosa necesidad de reconstruir nuestro trasegar por la vida, algo que he tratado de sembrar en quienes han sido mis estudiantes. Llevo 7 años trabajando en la Universidad Icesi, años que me han permitido crecer como docente.

Por fuera de mis actividades académicas, disfruto leer novelas policíacas de Agatha Christie, Arthur Conan Doyle y literatura de suspenso como la de Patricia Highsmith. A pesar de que conozco la trama y el final de sus novelas, releerlas es un placer. Creo que hubiera sido una buena detective.

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¿Por qué soy profesora? Muchas veces me lo he preguntado. Como puede ser común en una conversación del día a día, cualquiera de nosotras puede, para salir del paso, tener una respuesta rápida. Sin embargo, cuando tratamos de internalizar la pregunta nos vamos dando cuenta del hilo con el que hemos ido tejiendo el curso de nuestras vidas en un salón de clase ante un grupo de estudiantes que te llamarán “Profe”.

He aquí por qué esta experiencia de reflexionar en un oficio, como el de enseñar, tiene el valor de “sacar a flote” la importancia que juegan, en el devenir de una vida, los contextos socioculturales en los que se va construyendo nuestra personalidad. En este orden de ideas hago mías las palabras de la escritora y naturalista estadounidense Diane Ackerman: “No hay otra forma de comprender el mundo sin detectarlo primero a través de los radares de nuestros sentidos” (Ackerman, 2000). En mi caso estos radares remiten a sentidos de juegos de infancia y adolescencia, y a puertas abiertas en el inicio de mis experiencias universitarias.

La infancia

Tuve en mi niñez la presencia de mi bisabuelo, un hombre formado por los Hermanos Maristas en Pasto, quien por cosas del destino no pudo ser sacerdote. Sin embargo, la vocación de maestro siempre lo acompañó en su vida. Yo fui su primera bisnieta y conmigo pudo, ya viejo, poner en práctica sus métodos para enseñarme a leer. No recuerdo los detalles, sólo lo que mi abuela (su hija) y mi mamá me contaron siempre. A los cuatro años ya leía la cartilla que acompañaba a mi primera muñeca “Cacao”, con el “método” de enseñarme en medio del juego y permitiendo que fuera mi curiosidad la que me llevara al saber. Cuentan, incluso, que cantaba en francés las rimas y canciones que él me enseñaba.

Desafortunadamente, esa relación que mezclaba juego y enseñanza, trazados por el afecto, no continuó con mis padres, después de la muerte del bisabuelo, pero las habilidades y actitudes aprendidas siguieron en mí. Sí… algo del abuelo quedó recluido en la corriente de los afectos y de los recuerdos, y se manifestó luego en los juegos sucesivos.

Es interesante caer en la cuenta de cómo determinados pasos que da- mos obedecen a huellas de relaciones pasadas, y vamos actuando sin tener conciencia de éstas. Me refiero a que, desde niña, de siete u ocho años, uno de mis juegos favoritos era colocar a todos mis muñecos en fila y hacer de profesora ante ellos. No tardé, más adelante hacia los 10 años, en “utilizar” al tercero de mis hermanos, que tendría en esos momentos cuatro años, para ponerlo también en fila y enseñarle a leer. Lo gracioso del caso es que él aprendió a leer en un libro de Historia de la Física que mi papá tenía, en medio de la aridez de nuestra biblioteca familiar. ¿Que si entendíamos algo de lo que leíamos? Claro que no, un pedagogo de verdad diría que hacíamos lo más antipedagógico del caso, pero quienes lo veían y escuchaban daban fe de que el niño “leía”. Lo cierto es que mi hermano entró derechito a primero de primaria al menos distinguiendo las vocales.

Mis recuerdos del colegio están asociados a las profesoras y profeso- res que tuve, más que propiamente a mis compañeras. Tengo gratos recuerdos de dos profesoras, Yolanda, en la primaria, y Marina, en la secundaria. Ambas fueron ese tipo de profesora cálida en su trato, pa- ciente en su enseñanza y, sobre todo, con el don de despertar pasión por el conocimiento. De la influencia de ambas recuerdo la necesidad de conocer arañando los pocos libros y enciclopedias que nos regalaban los primos. Recuerdo de la profesora de secundaria su capacidad para que sus clases de Historia fueran un verdadero viaje por los tiempos. Con ella vimos desde Historia Antigua hasta Historia de Colombia. No puedo olvidar que en sus clases llegué a viajar a Babilonia y conocer sus jardines colgantes, navegar por el Nilo y su famoso y fértil limo que dejaban las inundaciones; pasamos por Grecia y creía ser una alumna de Sócrates caminando por los prados de la escuela y así, sucesivamente, recorrí y viví esa Historia que ella enseñaba con pasión, como si estuviera presenciando cada uno de los momentos que nos relataba.

A pesar de que mis recuerdos de infancia giran en torno a jugar con mis hermanos (yo soy la mayor y única mujer) a los juegos de niños: bolas, apostar carreras, escondite, etc., resalta el que, cuando estaba sola, ser la profesora de mis muñecos fue el juego que me caracterizó. Ya más grande, en mi adolescencia, mi inclinación por enseñar oscilaba entre preparar las lecciones que en el colegio nos dejaban, ante un público imaginario, y ayudarle a estudiar, en tiempos de exámenes finales, a una compañera que vivía cerca de mi casa. Por supuesto, caracterizándome ante el tablero que ella tenía en su cuarto de estudio.

Las incertidumbres de la juventud

No escogí estudiar para ser profesora, y esto lo empecé a cuestionar cuando fui monitora del profesor Álvaro Guzmán, en Sociología de la Uni- versidad del Valle, y posteriormente con mi primera clase como docente de Pensamiento Social Moderno, en la misma universidad. El placer de compartir un conocimiento, ver cómo puedes ir llevando a un estudiante con tus palabras para que se interrogue sobre una prenoción, me ratificó en que era eso lo que quería hacer, esa labor a la que le llaman “trabajo”.

No escogí ser docente ni historiadora en mi juventud, pues pudieron más los estereotipos sociales negativos que mis padres tenían sobre el ser profesor y el ser historiadora. Como buena clase media que somos, esperaban de su hija una profesión rentable y enaltecida socialmente. Chocaron con mis ilusiones y choqué con sus decisiones: al presentarme en Univalle no lo hice bajo mis intuiciones, dejé a un lado Historia, escogí la carrera de ellos, Economía. Pasé y luego cambié. La Sociología fue una larga transición hacia la Historia. En ese intermedio tuve la fortuna de dar con una generación de profesores, formados en los años sesenta, que me abrieron la mente y el corazón para tratar, no sólo de entender el mundo y la sociedad en que vivía, sino también de ir comprendiendo el contexto y el sentido cultural de mis padres, en los que estaba adscri- ta. Pude comprender mis miedos y lo difícil que es empoderarse como mujer que puede tomar sus decisiones.

Las decisiones de la madurez

Tardíamente, aunque algunos dicen que “nunca es tarde”, decidí hacer mi Maestría en Historia, en Bogotá, y curiosamente fue como profesora de Historia que me abrí camino en el mundo de la docencia. Antes de irme para Bogotá, ya había enseñado en Cali en una Institución que preparaba docentes, CENDA. Ahí dicté clases de Sociología de la Educación y Meto- dología de la Investigación. Fue un reto, pues estaba ante profesoras y profesores que llevaban mucho tiempo en la docencia, muchos de ellos normalistas. Traté en lo posible por conocer cómo vivían su oficio, las dificultades que tenían con sus alumnos, pero sobre todo qué esperaban aportar con su trabajo de investigación.

Esta comunicación fue clave para mis clases, pues el presente no está muy alejado del pasado, y conocer los contextos en los que se ha de- sarrollado nuestro sistema educativo, fue importante para pensar en cómo se puede hacer investigación desde la escuela. Afortunadamente, hay ricas experiencias de las que aprendí leyendo y acompañando a los estudiantes en sus trabajos de investigación y, por supuesto, viendo en ellos el ejemplo del docente que ha escogido serlo por vocación.

Ya en Bogotá, mi profesor Mauricio Archila me pidió el favor de que lo reemplazara en una cátedra de Historia de Colombia, en la Universidad Nacional. Nuevo reto, pues no solo era mi profesor sino un reconocido investigador de la Historia de Colombia. A pesar de los nervios que me acompañaron en mis primeras clases, asumí que el papel de profesor es como el del actor de teatro: nervios antes de salir a escena, pero cuando el telón se alza y aparece tu público, comienzas a actuar, asumes tu papel, tu personaje: “soy la profe”. Ahí comencé seriamente a sentir que iba por buen camino. Trabajé dos años en la “Nacho” y me fui vinculando a otras universidades –siempre de hora cátedra–, como la Pontificia Universidad Javeriana, el Colegio del Rosario, la Universidad Autónoma y finalmente la Universidad de la Salle, donde decidí quedarme.

Más tarde, entré a la Facultad de Filosofía como docente de Historia. Esta experiencia fue como si hiciera la carrera que no había hecho. Aprendí, me metí de lleno en el mundo de quien enseña Historia. Veía el mundo con los ojos del sociólogo-historiador, gracias a que en Sociología conocí a Norbert Elías (1897-1990)1, un intelectual alemán que nos enseñó a ver el mundo como una polifonía en la que no podemos, para entenderlo, verlo en una sola cara sino en sus múltiples realidades, que van desde el poder hasta las emociones, pasando por los comportamientos.

En La Salle viví una experiencia enriquecedora con otros tres colegas, como la de proyectar la carrera de Historia con énfasis en Archivística. Fueron dos años de trabajo intensos, que desafortunadamente no fueron validadas por las decisiones de una nueva rectoría. Pero estas decisio- nes me regresaron a Cali, vinculándome a la Universidad Icesi, donde he podido no sólo poner en práctica mis años de experiencia docente, sino también reaprender otras perspectivas para enseñar, sobre todo porque pareciera que los tiempos van tan rápido que los estudiantes que hoy tengo se parecen poco a los que he tenido en mi experiencia como educadora.

Creo que este proceso de sondear el porqué de mi oficio es enriquecedor. Nos damos cuenta de que, si bien enseñar se aprende con una formación académica, en la que se conocen propuestas pedagógicas, etc., muchos terminamos siendo profesores por un oculto placer, imitando a quienes nos precedieron. Ratificamos que enseñar es lograr que los estudiantes aprendan a ver el mundo con conocimiento de causa, a reconocer la complejidad de la vida y de que en ella nos debemos los unos a los otros. Con el trajinar día a día en la docencia, sigo las huellas que en mí dejó mi bisabuelo y entonces veo en la docencia la presencia de la tradición, pero sobre todo el compromiso con el futuro de la sociedad y lo que mi papel de “profe” pueda hacer ahí, cada vez que se sube el telón.

  1. 1. De sus libros, los que más me han impactado para entender la vida misma, El proceso civilizatorio. Investigaciones socio genéticas y psicogenéticas, México, FCE, 1988; y La sociedad de los individuos: ensayos, Barcelona, Península, 1990.

Libro completo:  Las Profes. Ellas enseñan, ellas relatan

 

Más informes: María Elena González Cifuentes, Profesora del Departamento de Estudios Políticos, Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Necesita activar JavaScript para visualizarla.