Lina Buchely 2020

Una nueva semana cierra con noticias de abusos sexuales en las primeras páginas de los medios de comunicación. La esquina o la sección que dedicaban a la situación de riesgo de las mujeres en la pandemia pasó a primera plana, pese a que llevemos tres meses registrando aumentos entre el 170 y el 182% de las denuncias de violencias basadas en género en la línea 155 de la policía. Esta vez, la indignación viene de tres noticias: las conductas reprochables de Ciro Guerra; los escándalos en las Universidades Antioqueñas y la impresionante violación de una menor de edad a manos de ocho soldados de las fuerzas armadas.

Escribo porque hay varios elementos que hacen de estos casos algo particular respecto a otros, que me gustaría comentar aquí. Esos elementos tienen que ver no con una anormalidad de los hechos, sino con su contrario: lo rutinario de todas esas dinámicas.

El primero de los factores que quisiera comentar hace referencia a los victimarios. Los medios y la opinión pública suelen convertir en monstruos a los victimarios de violencia sexual. Casos como el de Yuliana Samboní nos recuerdan cómo, detrás de lo desgarrador del hecho, siempre existe un esfuerzo importante por narrar como excepcional o enfermizo al victimario. “Era un monstruo”, decían unos; “estaba loco”, reforzaban otros. En los casos de esta semana, por lo contrario, los victimarios son héroes cotidianos: artistas admirados, profesores reputados, valientes jóvenes. Eran, como dicen algunos titulares: “un buen tipo, talentoso”. Ese carácter mundano de los victimarios también está en las escenas.  

El segundo elemento que quisiera mencionar es que no hay un nefasto y despiadado escenario del crimen. No hay una historia de terror que acompañe los relatos de las mujeres y la niña, pese a que cualquier abuso es en sí, aterrador. Hay un Uber, bibliotecas, salones de clase y palos de guayaba. Hay vidas de gente, días y rutina. En los tres casos, además, hay denuncias de mujeres valientes −las dos primeras a medios de comunicación, la última a las autoridades−. Y frente a esas acusaciones, los victimarios han contestado con patrones similares: “lo que dicen ellas es mentira”; “responderé a los autoridades”; hay presunción de inocencia y debido proceso, aun cuando se acepta que el hecho sucedió −como en el último caso, que involucraba a una menor de edad −, “yo sí lo hice, pero ella lo provocó”. Hay entonces mucho de rutinario en todo esto. Las respuestas también hacen parte del rutinario repertorio de defensa de los varones.

Los casos de esta semana nos hablan del peso propio de la vida cotidiana. Hacen referencia a escenas que pasan todos los días, a acciones que cometen hombres que no son despiadados lunáticos, psicópatas sueltos, anomalías familiares, sino hombres de carne y hueso que hacen cosas poderosas en sus oficios. Estos casos nos hablan de normalidad, no de una truculenta excepción. Hablan de lo cotidiano, no de lo patológico. Esa es la violencia sexual. En contextos donde las mujeres son más pobres, tienen más carga de trabajo                            −un trabajo invisible como lo es el trabajo de cuidado−, menos empleos y más riegos vitales, la violencia sexual no es una excepción. Los hombres, en efecto, no tienen que usar violencia si quiera, para abusar de ellas. Usan sexualmente a las mujeres por inercia, con la densidad de la tradición, de las costumbres, de la cultura. Han aprendido, a lo largo de su diario vivir, que ellas les pertenecen, son material disponible de menor importancia. En últimas, que ellas deben doblegarse a su voluntad y deseos. Eso es de lo que les habla el mundo todos los días a esos buenos tipos que además de muchos atributos son, también, acosadores.

Cada vez que ocurren hechos semejantes, nos indignamos. Nos indignamos y hablamos días de ello. Dos días, y hasta tres días. Lo que nos resta de tiempo, ignoramos todo aquello que permite que esas mismas dinámicas continúen sucediendo. Dejamos que la desigualdad reine de manera impune; así como dejamos que nuestras niñas aprendan juegos distintos y diferentes, que nuestras adolescentes se sientan más culpables por su deseo y lo escondan, que nuestras colegas trabajen más, reciban menos salario y nunca lleguen a tomar decisiones.

Tenemos que conectar esos eventos. La desigualdad rampante, la impunidad y lo normal que nos parece que suceda, permitió que un tipo reconocido forzara varias mujeres a tener sexo. Es esta misma desigualdad y normalidad que permite que todos los días profesores eroticen las relaciones con sus estudiantes y que jóvenes reclutas vean en una niña un objeto sexual. Hemos erotizado la desigualdad. Nos parece ardiente.

Trabajo hace más de un año midiendo las brechas de género en el Valle del Cauca. Cuando sacamos cifras de trabajo, de inclusión financiera, de participación política, no tienen mucho eco. Las citan pocas investigadoras y organizaciones. No pasa lo mismo con las de feminicidios. Queremos cifras de muerte, de violación. Este comportamiento generalizado es un llamado urgente que requiere de toda nuestra atención. Quizás muchas y muchos continúen actuando bajo la sombra de la indiferencia. Pero cuando también nos desgarre que nuestra hija tenga menos posibilidades que su novio de hacer la vida que quiere, que nuestras niñas tengan más miedo que sus pares varones de salir al parque, y que nuestras mujeres se acuesten más cansadas que sus parejas, en la indolencia de lo cotidiano, quizá podamos escribir el mundo de manera distinta.