Boletín de prensa # 042

 

SOBRE LA FELICIDAD

En los discursos de grado se suelen dar consejos a los diplomados. No voy a evadir esa honrosa tradición. Más aún, les voy a hablar de la felicidad, que no solo sirve para ser un mejor profesional, sino para ser un mejor ser humano. En mis exhortaciones seré atrevido (así son los discursos) pero trataré de no ser ingenuo, y por eso no les prometo fórmulas mágicas ni recetas infalibles

¿Qué puede haber más deseable que la felicidad? Pocas cosas, o tal vez ninguna y para demostrarlo basta con preguntarle a los padres, a ustedes señores padres, qué es lo que más quisieran para sus hijos. Estoy seguro de que la gran mayoría escoge felicidad, mucha felicidad. Tal vez todas nuestras creencias, nuestros desvelos, nuestras ilusiones, nuestras luchas y nuestros intereses no obedezcan a otra cosa que al agudo deseo de ser felices y al miedo de perder la esperanza de serlo. Hay un poema de Borges que refleja lo que digo:

He cometido el peor de los pecados

que un hombre puede cometer. No he sido

feliz. Que los glaciares del olvido

me arrastren y me pierdan, despiadados.

La felicidad, como todas las cosas fundamentales de la vida, es algo difícil de definir; algo que parece cercano y lejano, asible y evanescente al mismo tiempo y por eso es que, al hablar de la felicidad podemos caer cómodamente en la charlatanería.

Empiezo con una pregunta que nos concierne a los que estamos en este auditorio. ¿El conocimiento nos hace más felices? La conciencia de estar-en-el-mundo, de palpar los sobresaltos de la existencia, de conocer las causas de las cosas, ¿nos ayuda a ser más felices? Más concretamente, pasar por una universidad ¿nos acerca a la felicidad?

El gran filósofo inglés John Stuart Mill lo plantea de la siguiente manera: ¿Qué es mejor, ser un ser un Sócrates insatisfecho o un marrano satisfecho? Yo lo pongo en términos menos crudos: ¿Qué es preferible, un sabio apesadumbrado por las verdades de la vida, o un hedonista nublado por los placeres del mundo? ¿Qué vale más, una vida en la que no se hacen preguntas, o una vida en la que se duda y se busca el sentido de las cosas? 

Muchos pensadores han sostenido que el conocimiento y la felicidad van juntos y por eso, en la dicotomía de Mill que les acabo de plantear, prefieren al filósofo. En el Mito de la caverna, por ejemplo, Platón representa a los seres humanos atrapados en una cueva en la que solo ven las sombras de las cosas. Algunos pocos logran salir de ese lugar oscuro, engañoso y triste, para ver la realidad tal como ella es, clara y luminosa. Estos son, dice Platón, los filósofos.

Mientras estaba en la cárcel, injustamente condenado, Boecio escribió, en medio de su tormento, un pequeño libro titulado La consolación de la filosofía, en el que cuenta cómo recibió la visita de una mujer hermosa e inteligente. No te amargues, le dice ella, incluso en las condiciones más oprobiosas es posible elevar la mente y encontrar consuelo en las ideas y en la búsqueda de la verdad. Esa mujer, dice Boecio, es la filosofía.

En Buda encontramos la misma exhortación cuando nos enseña que “lo bueno y lo malo no está en el mundo sino en nuestra mente” y por eso, “nada es miserable al menos que pienses que lo es”.  Algo muy parecido dicen Séneca, Epicuro y muy cerca de nosotros los voceros del llamado pensamiento positivo y de los manuales de autoayuda.

Todo eso está muy bien, pero el problema con estos filósofos es que sobrestiman el poder de la mente. Lo cierto es que una parte, quizás una buena parte, de nuestra felicidad depende de lo que el mundo exterior nos ofrece. La sentencia de Buda es muy bonita, claro, pero tiene algo de forzada y eso debido a que supone que la felicidad solo se consigue con nuestra mente, con nuestra actitud frente a la vida. Pero como dice Aristóteles, quienes carecen de alimento, vestido o medicina difícilmente pueden arañar una fracción de felicidad. No solo eso, cosas como la riqueza, la salud y el reconocimiento público no solo no se oponen a la felicidad, sino que la favorecen.

La opción del marrano satisfecho también tiene sus defensores, incluso en la filosofía, desde Epicuro hasta Michel Onfray, un intelectual francés muy reconocido hoy en día. Sardanapalus, el último rey de Assyria, recomienda, comer, beber y jugar, puesto que nada vale más la pena que eso. El escritor persa Omar Jayyam escribió un bello poema que dice lo siguiente:

De aquel jarro de vino, que nunca sienta mal,

Llena tu copa, sírveme a mí otra, y bebe

muchacho, antes de que, distraídamente,

haga con tu tierra y con la mía un jarro el alfarero”

 Pero el hedonismo tiene más adeptos espontáneos que seguidores reflexivos y la mejor prueba está en la manera como nos hemos adaptado, con una incondicionalidad cercana a la dependencia, a los placeres que ofrece la sociedad de mercado. Vivimos bombardeados por la oferta de una felicidad pret-a-porter, atiborrada con toda suerte de utensilios para conseguir confort, desde computadores sofisticados hasta máquinas para romper huevos.

Aquí el problema es el opuesto al de Buda y consiste en creer que la felicidad solo viene de afuera, del exterior, y no de adentro, de nuestra disposición mental ante la vida. Ya dije que los bienes materiales pueden servir a la causa de la felicidad, pero también es verdad que más allá de un cierto umbral económico (60.000 dólares anuales en los USA) el aumento de felicidad ocurre a un ritmo muchísimo más lento que el aumento de la riqueza y mientras más rico se es más dispares son esos ritmos. Carlos Quinto fue el monarca más poderoso del siglo XVI, dueño de medio mundo; todo, o casi todo, lo tenía, pero al final de su vida se debatía entre la depresión y la melancolía. Los sicólogos sociales han investigado lo que les ocurre a las personas que ganan la lotería. Cuando reciben la noticia se sienten eufóricos y se ven a sí mismos como los más afortunados, pero con el paso del tiempo recuperan el grado de felicidad que tenía antes. Algo similar ocurre con las personas que sufren un accidente terrible y quedan reducidas a una silla de ruedas. Al principio sienten que nadie es tan desgraciado como ellos, pero luego vuelven a ser lo que eran.

Pero no hay que ir demasiado lejos en la subestimación de la riqueza y de otros bienes materiales. Es verdad que no hay una conexión necesaria entre dinero y felicidad, pero sí hay conexión. Es más probable ser feliz teniendo dinero y salud que careciendo de tales cosas. Lo mismo pasa con la juventud, la tranquilidad, los afectos. Nada garantiza la felicidad, pero hay condiciones que la favorecen y otras que no.

Así pues, la dicotomía de Mill, entre Sócrates y el cerdo es engañosa y eso debido a que la reflexión intelectual y los placeres mundanos no son dos cosas excluyentes. Hay personajes para todos los gustos: pobres felices, ricos miserables, jóvenes tristes, viejos alegres, tranquilos deprimidos, estresados entusiastas, tontos insatisfechos y, claro, filósofos alegres.

De lo que he dicho hasta ahora no se desprende ningún argumento para optar por una de las dos opciones, la de Sócrates o la del marrano. Pero la pregunta de Mill sigue siendo interesante y vale la pena tratar de responderla. Para eso les propongo que miremos el asunto de otra manera: en lugar de preguntarnos quién es más feliz, si el pensador o el hedonista, pensemos qué tienen las personas que consideramos felices, o qué hay de particular en ellas.

 Yo diría que tienen una capacidad para ver el tiempo en su dimensión durable, de mediano y de largo plazo. Las personas felices no viven la vida como una sumatoria de instantes presentes (como el cerdo) sino como algo que conecta los momentos del pasado con otros que están por pasar.

Los animales viven en cada instante; nosotros, en cambio, vivimos en una especie de presente trémulo, que zozobra en medio de las imágenes del pasado y del futuro. En la lengua española tenemos la fortuna de poder diferenciar entre los verbos ser y estar. Pues bien, hay personas que parecen estar felices y otras que parecen ser felices. Los primeros lo son por la manera como viven cada uno de los incontables instantes de su existencia. Los segundos, los del ser, por la manera como valoran su ser-en-el-tiempo. De un niño sonriente decimos que está feliz y cuando llora decimos que está triste, pero ninguna de estas dos emociones nos parece suficientes para deducir que el niño lleva una vida feliz o una vida triste. Son sólo momentos.

Así pues, las personas felices, sin suprimir el goce del presente, tienen una conciencia de ser más fuerte que su conciencia de estar. Gozan de un talento para trascender el presente, para conectar sus instantes y darles un sentido, un armazón, un proyecto. Como diría Stevenson, el individuo feliz tiene el verdadero poder de la alquimia, que no es el del rey Midas, sino el que convierte sus cosas en satisfacción y alegría viva.  Las personas felices parecen tener el secreto para sacar algo bueno de lo que les rodea, pobreza o riqueza, juventud o vejez, tranquilidad o estrés. Ese algo, diría Aristóteles, es como tener un dios benefactor atrapado el cuerpo; un dios que prodiga una gracia, un aliento que vivifica.

Todo indica pues que los seres humanos que son felices tienen una preferencia por el filósofo de Mill, aunque no por ello sienten repulsión con la satisfacción hedonista del cerdo.

Algunos pensarán que lo que he dicho en favor del filósofo, o mejor de la persona reflexiva, es simplemente un argumento moral que depende de una opción de vida, la cual solo se consigue en los monasterios, en la meditación o viviendo entre los libros. No lo creo. Todos, o casi todos los seres humanos tenemos una simpatía por una vida reflexiva, guiada por sentidos y propósitos. El hecho de que no adoptemos ese tipo de vida no desmiente nuestra preferencia, solo habla de nuestra incapacidad para conseguirla. La felicidad no es algo dado, como una pierna o un brazo, es un propósito que solo se alcanza en medio de la brega, luchando por conseguirlo.

Les voy a dar un par de argumentos para demostrar lo mucho que los seres humanos valoramos el conocimiento y la vida reflexiva.

En Un mundo Feliz, Aldous Huxley describe una sociedad del futuro en la que el Estado, por medio del suministro de drogas, controla el bienestar de los ciudadanos. Todos viven sin sobresaltos, sin desvelos, en paz y aparente felicidad. No obstante, esa sociedad nos espanta, porque nos ofrece un goce plano, sin ilusiones, sin desafíos, sin poesía, sin asombro, sin esperanza y sin gracia. Los seres humanos tenemos la recóndita certeza de que, sin algo de estremecimiento, de inquietud, de sudor en la frente, incluso de sufrimiento, la felicidad es inalcanzable. Sabemos que ni las dificultades nos hacen necesariamente infelices, ni los placeres necesariamente felices. La suerte de Sísifo, condenado por toda la eternidad a subir una gran piedra a la cima de una montaña para dejarla luego rodar y subirla de nuevo, podría ser menos miserable si él, Sísifo, se inventara, como Boecio, un cuento para darle algún sentido a lo que hace. Viktor Frankl, un siquiatra que estuvo preso en Auschwitz durante la segunda Guerra mundial, dice, a partir de su experiencia, que solo los prisioneros que impedían que el sentido de sus vidas se desvaneciera por completo en medio de la tragedia, lograban sobrevivir. Frank es el fundador de la Logoterapia, una técnica de rescate sicológico a partir del esfuerzo y la búsqueda de sentido. Más recientemente, Paul Bloom, en The Sweet Spot, sostiene que una buena dosis de dolor, de sacrificio, de fracaso y de pérdida ayudan a conseguir felicidad. Eso no significa, claro, que los que más padecen sean los más felices, como a veces sugiere el catolicismo. Bloom habla sobre todo del sufrimiento escogido, como el que padece el escalador que sube una montaña, el ciclista que corre la vuela a Francia, el artista que se desvela puliendo su obra, el estudiante que se sacrifica para sacar mejores notas, no del sufrimiento impuesto, como el que acompaña la pobreza o una enfermedad lacerante.

Supongan ustedes que el día de mañana nos visita alguien de otro planeta para decirnos que el mundo en el que vivimos es ficticio (como en Matrix) y que nuestras emociones y pensamientos están formateados por una droga que los extraterrestres, subrepticiamente, han puesto en el agua que bebemos. ¿Quiere usted dejar de recibir la droga y volver a la realidad? Nos preguntan. ¿Qué le responderíamos? La cuestión no es tan quimérica como parece. Cada día crece el temor de que las grandes corporaciones como Google, Facebook o Amazon, que controlan buena parte de la comunicación y los negocios en el mundo, estén manipulando nuestras mentes, haciendo de nosotros unos adictos a las redes, a los aparatos electrónicos y a los productos que nos ofrecen. ¿Qué vale más, lo que realmente queremos o lo que nos han hecho creer que queremos? Cada vez hay más gente que sigue a Jaron Lanier en sus Diez argumentos para borrar su cuenta en las redes sociales ahora mismo. El mundo que nos ofrecen las redes sociales, con sus corporaciones agazapadas, me pregunto, ¿no se está pareciendo cada vez más al mundo que pinta Huxley en su libro? ¿O que pinta Orwell en 1984, cuando pone a O´Brien, a decir que “La humanidad es débil y puesta a escoger entre la libertad y el placer opta por el placer”? Todavía tengo la esperanza de que no hemos llegado a ese punto.

Todo esto muestra que preferimos una vida con sentido y conocimiento, así esté llena de sinsabores. En todo caso, preferimos una vida libre y consciente. Sabemos que la felicidad es un estado del alma, favorecido por el conocimiento, la reflexión, y sobre todo por la libertad, sin la cual no hay conocimiento, ni reflexión. Sin la conciencia de ser-en-el-mundo, o incluso sin la idea socrática de una vida examinada, solo conseguimos una felicidad evanescente.

Eso no significa que nuestra única opción sea la del filósofo melancólico. No hay ninguna razón para que la filosofía sea triste y, de hecho, creo que cada vez lo es menos. Más aún, para tener una vida reflexiva, en la que se hacen preguntas y se intenta encontrar el sentido de la existencia, no hay que pasar por estudios de filosofía.

He respondido a la pregunta inicial: más vale una vida reflexiva y acompañada de conocimiento que una vida vegetativa en la que no se hacen preguntas, ni se busca el sentido de las cosas. Pero esto no resuelve todo lo que me he planteado; y no lo resuelve porque no basta con querer una vida auto-consciente para conseguirla. La racionalidad, como la felicidad, es un propósito. A la razón no solo hay que ponerla a funcionar, sino que hay que cultivarla e impedir que se extravíe. Mejor dicho, la razón no siempre es confiable: está llena de abismos por los que se puede deslizar. Stephen Hawkins decía que “El gran enemigo del conocimiento no es la ignorancia sino la ilusión del conocimiento”. Y Neil de Grass Tayson dice que podemos conocer lo suficiente de un tema para pensar que estamos en lo cierto, pero no conocer lo suficiente para saber que estamos equivocados.

Hoy, gracias a los estudios que se han hecho de nuestro cerebro desde mediados de los años sesenta, en lo que se conoce como la Revolución Cognitiva, sabemos que el origen de la fragilidad de la mente está, en buena medida, en que algunas de nuestras emociones, sobre todo las relacionadas con la defensa del honor, la familia, el partido, la patria y los dioses, son demasiado fuertes y oscurecen o simplemente bloquean la racionalidad.

Eso no significa que las buenas razones siempre lleven las de perder. Si miramos el pasado de la humanidad, ellas se han impuesto en muchos ámbitos de la vida social. Así como hemos conseguido progreso material, también hemos logrado progreso moral. Hoy somos, así a veces no nos parezca, mejores personas que hace cien o doscientos años. Sobre todos los hombres, que en el pasado hemos alentado tantas guerras y tratado tan mal a las mujeres, hemos mejorado, así esa mejoría sea vacilante e insuficiente. Nada nos ha ayudado tanto en esa tarea como los cambios culturales que valoran la reflexividad, la duda, la experimentación y la tolerancia. Tal vez pocas cosas nos han ayudado tanto a que seamos mejores personas como On Liberty, ese pequeño libro de nuestro filósofo Jon Stuart Mill. 

A veces también aprendemos de los errores individuales y de las tragedias colectivas. Cuando estas últimas ocurren, nos preguntamos qué pasó y tratamos de evitar que vuelvan a pasar. Muchas tragedias se deben a falsas creencias, religiosas o políticas que solo descubrimos a posteriori.  

Termino entonces con el consejo discreto que les anuncié al inicio. Cada época nos prepara para los peligros que enfrentamos. En la Edad Media, por ejemplo, la supervivencia del pueblo dependía de que los hombres adolescentes aprendieran un manual de defensa corporal, con el escudo y la espada, para vencer a sus enemigos. Hoy no necesitamos escudos o espadas para defendernos cuerpo a cuerpo, ni siquiera pistolas. Lo que requerimos es un manual de defensa intelectual que nos proteja de las mentiras, de las falsas teorías, de las conspiraciones inventadas, de los falsos profetas. Un manual que nos enseñe a dudar; que nos alerte sobre los abismos de la irracionalidad; que nos muestre la diferencia entre conocimiento, engaño y autoengaño. Esta es una tarea que debe empezar temprano en la vida: así como, desde la niñez, adquirimos habilidades lingüísticas y matemáticas, también deberíamos aprender cuáles son los sesgos de la mente, cuáles sus abismos, cómo funcionan y cómo aprender a evitarlos. Esto es importante, además, porque una mejor educación cognitiva es la base de una mejor educación sentimental. Ambas cosas van juntas y se alimentan de manera recíproca.

Soy consciente de que no es fácil ser feliz con todas las exigencias que he mencionada; pero pueden tener la certeza de que cuando logramos ese mejor balance entre racionalidad y emociones, con un mejor conocimiento de nosotros mismos y del mundo en el que vivimos, podemos ser mucho más felices que el marrano de Mill.