
“Un Living Lab no es una foto, es un video en movimiento. Y nosotros estamos dentro de la escena.”
Así comenzó el seminario con el profesor Andrés López Astudillo, quien nos lanzó una provocación potente: ¿y si dejáramos de ver los problemas como cosas que deben ser resueltas con fórmulas fijas y comenzáramos a habitarlos como sistemas vivos que cambian, se contradicen, y nos exigen atención continua?
Durante casi una hora, navegamos por las aguas profundas del pensamiento sistémico, una forma de ver el mundo que no se contenta con causas y efectos aislados, sino que rastrea patrones, relaciones, retroalimentaciones, emergencias, y también… silencios. Aprendimos que un Living Lab —o mejor, un Living System Lab— no es solo un espacio de innovación, sino un ecosistema cambiante donde los participantes, los saberes y los sentidos se entrelazan. Es como sembrar una idea en tierra fértil: uno no sabe exactamente cómo va a crecer, pero sabe que algo vivo está ocurriendo.

De la teoría a nuestras huertas
Aunque el concepto puede parecer abstracto, el seminario nos ayudó a aterrizarlo en lo que ya estamos haciendo. La huerta universitaria es más que un lugar donde brotan plantas: es también un espacio de encuentro, de conversación entre disciplinas, de errores, aprendizajes y reconfiguraciones. Es, como lo dijo Lina, “una semilla de algo mucho más grande”.
Desde allí, empezamos a vislumbrar cómo lo que parecía un proyecto aislado se transforma en el inicio de un sistema mayor. El campus entero —con sus colecciones biológicas, sus aulas, sus senderos, sus tensiones— puede leerse como un laboratorio viviente. Un espacio para experimentar con nuevas relaciones entre humanos y no humanos, ciencia y territorio, educación y vida cotidiana.
Principios que nos inspiran
Algunas ideas clave resonaron con fuerza:
- La intención como punto de partida: antes de diseñar actividades o medir impactos, necesitamos preguntarnos con honestidad para qué estamos haciendo esto. ¿Qué sentido compartido nos moviliza?
- Los ciclos como espirales: un Living Lab no busca cerrar procesos, sino abrirlos continuamente. Cada etapa es un aprendizaje que se acumula, madura y se relanza.
- La diversidad como riqueza: entre más disonantes sean las voces, más fértiles son las conexiones. Aquí caben todas las disciplinas, todas las preguntas, todos los saberes.
- La metacognición como brújula: preguntarnos qué estamos pensando mientras pensamos nos permite detectar nuestros propios sesgos, y diseñar con mayor conciencia.
Hacia un espacio colectivo de aprendizaje
La sesión terminó con una propuesta concreta: construir juntas y juntos un mapa mental sistémico de nuestro proyecto. Una herramienta para visibilizar las conexiones que ya existen, y las que pueden emerger. También se habló de transformar el espacio físico que hoy ocupa la huerta en un lugar que hable por sí mismo: un punto de entrada al Living System Lab, visible, habitable, resonante.
La profesora María Isabel lo resumió bien: “la huerta ha sido el detonante, pero el verdadero aprendizaje apenas comienza”. Porque lo vivo no es solo lo que crece en la tierra. También es lo que florece entre nosotras, cuando pensamos, soñamos y cultivamos en común.