

En la huerta de la Universidad Icesi florecen tanto las plantas como las ideas. A través de una serie de seminarios, docentes e investigadores de distintas disciplinas compartieron reflexiones sobre cómo este espacio se convierte en un laboratorio vivo donde se entrelazan la ciencia, la comunidad y el cuidado de la vida. Esta entrada recoge esas voces que, desde la tierra, piensan nuevas formas de aprender y convivir.
En la huerta de la Universidad Icesi todo brota: las semillas, las ideas, las conversaciones. Cada seminario del proyecto ha sido una oportunidad para reconocernos en ese tejido de vida que une a personas, plantas, insectos y tecnologías. Más que un espacio de cultivo, la huerta se ha convertido en un aula abierta, un laboratorio que crece con el tiempo, con la lluvia y con las preguntas que cada quien siembra al llegar.
El primer ciclo de seminarios nos reveló algo esencial: nadie parte sabiendo del todo cómo se cultiva, ni siquiera quienes investigamos sobre la vida. La charla con Iván Castrillón, ingeniero agrónomo y fundador del hotel La Huerta, nos hizo ver que las prácticas orgánicas requieren no solo conocimiento técnico, sino también relaciones de trabajo sostenidas por la confianza y el compromiso. Como recordó Juliana, aquella sesión fue una lección sobre lo humano detrás del cultivo: la red de vínculos que sostiene lo vivo tanto como el agua o la luz del sol.
A partir de allí, los encuentros con Valentina, Angie y Paola expandieron la mirada hacia otros aprendizajes posibles. En la huerta —decía una de ellas— aprendemos nosotros y aprenden también las abejas. Esa correspondencia entre formas de vida distintas nos invita a pensar que el conocimiento no es patrimonio exclusivo de la mente humana, sino una red de interacciones biológicas, sensoriales y afectivas. Los montajes experimentales y las herramientas computacionales de sus investigaciones, lejos de alejarnos de la naturaleza, nos acercaron a nuevas formas de escucharla y comprenderla.
Desde otra perspectiva, Robin observó cómo la interdisciplinariedad florece realmente cuando los saberes se entrelazan en el terreno. No basta con reunir voces diversas en un seminario; es en la práctica, en la curiosidad que despierta la labor del otro, donde se cruzan las raíces del pensamiento. La huerta, en ese sentido, ha sido más que un tema de estudio: ha sido el lugar donde los caminos disciplinares se bifurcan y se encuentran al mismo tiempo.
Lina lo expresó con sencillez: trabajar en la huerta es recordar que pertenecemos a una red natural más grande. Observar el suelo, las plantas o las abejas nativas no solo alimenta la investigación científica, sino también el vínculo emocional con el entorno. Untarse las manos de tierra, dice ella, es una forma de reconectar con lo esencial, un “polo a tierra” que nos recuerda que somos parte del mismo ecosistema que buscamos comprender.
Finalmente, Angie propuso una visión que resume este proceso colectivo: la huerta como espacio vivo, un territorio donde dialogan la ciencia y la comunidad, lo digital y lo orgánico, el aula y la calle. Allí convergen sensores IoT, modelos de inteligencia artificial, podcasts y cartillas educativas, no como adornos tecnológicos, sino como mediaciones que amplían la conversación sobre cómo cuidamos la vida. Cada proyecto, cada registro, cada semilla sembrada en ese suelo fértil va dando forma a lo que hoy empezamos a llamar un Living System Lab: un laboratorio que respira, cambia y aprende con quienes lo habitan.
La huerta universitaria no es solo un experimento académico ni un ejercicio ambiental; es una experiencia viva que enseña a tejer relaciones, a escuchar otros ritmos y a construir conocimiento con humildad y curiosidad. Allí donde germina una planta, florecen también nuevas maneras de pensar, sentir y aprender juntos.