Resumen de la salida, contacto con los interlocutores, organización de la salida y su desarrollo
¿Cómo enfrentan los agricultores los riesgos de vivir tan cerca del río? ¿Qué implica para su trabajo que un recurso tan indispensable como lo es el agua para su cultivo también pueda convertirse en una amenaza? ¿De qué manera este entorno condiciona las decisiones que toman sobre el cultivo y el uso de la tierra?
Estas fueron algunas de las preguntas que nos surgieron después de nuestra visita a Toro, Valle del Cauca, donde conocimos la finca de Andrés y Jaime, agricultores que trabajan a orillas del río Cauca. Lo que inicialmente era una salida de campo para conocer un proceso de cultivo de guayaba terminó llevándonos a reflexionar sobre las tensiones entre productividad y sostenibilidad, sobre el riesgo ambiental que enfrentan quienes dependen del agua y, al mismo tiempo, deben protegerse de ella.
El contacto con Andrés y Jaime se estableció a través del director del proyecto, Andrés López, quien conocía a Shayen, pues era su estudiante. Ella es oriunda de Toro, Valle del Cauca y su familia ha trabajado toda la vida en el campo, cultivando guayaba, y fue gracias a ella que pudimos coordinar la visita a la finca. Shayen nos facilitó el encuentro con sus familiares, concretando el día y la hora en que podríamos conocer a su papá Andrés, su tío-abuelo Jaime y su finca. La salida representaba algo nuevo para el equipo: además de la distancia, implicaba quedarnos en Toro, compartir más tiempo juntos y fortalecer la confianza que ya veníamos construyendo. Para algunos de nosotros era volver a un lugar conocido; para otros, significaba descubrir un territorio nuevo, algo desconocido para explorar.
Durante las dos semanas previas preparamos la visita: ajustamos el formato de la entrevista, revisamos los aspectos logísticos del viaje y organizamos la agenda general de las visitas (pues esta finca no era la única que visitaríamos en Toro), la visita entonces quedó para el día 26 de junio de 2025.
Después de un largo viaje de casi 4 horas, llegamos finalmente. Al dejar nuestras maletas en el hotel, nos comunicamos con Shayen para acordar dónde nos veríamos. Al encontrarnos, ella nos recibió con calidez y, pocos minutos después, llegó su papá, Andrés, en un Jeep, él se presentó y nos invitó a subir. Durante el trayecto —unos veinte minutos— atravesamos extensos cultivos de maracuyá, uva; también se desplegaban ante nosotros grandes terrenos con cultivos de caña de azúcar, que se extendían hasta donde alcanzaba la vista.
A lo largo del recorrido, pudimos notar que había una división marcada entre los pequeños cultivos frutales y las grandes extensiones de caña de azúcar. Ambas zonas estaban separadas por un canal artificial que conducía el agua del río Cauca, recurso vital para los agricultores de la zona. Nos sorprendió descubrir que los cultivos más pequeños, como el de guayaba, se encontraban precisamente del lado más cercano al río —la parte más vulnerable—, mientras que los ingenios cañeros ocupaban los terrenos seguros, los que no eran propensos a inundarse.

El camino desembocó finalmente en el cultivo de guayaba. Allí nos esperaba Jaime, su bienvenida fue inmediata y hospitalaria: nos ofreció pasar a la sombra bajo una pequeña “choza” que estaba construida a la entrada del terreno, cerca de un caminito lateral. Comenzamos la entrevista en ese lugar, mientras conversábamos, pudimos comprender que la finca de Andrés y Jaime es más que un espacio de producción: es un tejido de relaciones, de saberes transmitidos y de estrategias para resistir a un entorno cambiante.
La finca es un reflejo de cómo el conocimiento se construye desde la práctica y la experiencia, más que desde la teoría técnica. Ellos, como cuenta Jaime: “controlan las plagas con los venenos que uno ya sabe que sirven”, y aunque a veces consultan al señor de la cooperativa, prefieren confiar en la sabiduría acumulada entre vecinos o en la persona que vende los insumos. Su conocimiento es empírico y circula mediante redes locales: “todo mundo que tiene cultivo va y les compra allá… llegan y les comenta que le salió una plaga y él dice que le eche tal cosa”. Este intercambio convierte a los agricultores en “dispersores del conocimiento”, una forma de aprendizaje colectivo que no depende de instituciones formales, sino de la práctica compartida.
De las conversaciones podíamos dar cuenta que el contexto en el que trabajan está marcado por la vulnerabilidad frente al río y la desigualdad con los grandes productores. Ellos mismos reconocen que “los pequeños son muy pocos, porque es el río, es zona de alto riesgo”, y que muchos han tenido que vender sus tierras “porque el cultivo casi no le daba” o porque los amenazaban si no vendían. Andrés y Jaime son dueños y al mismo tiempo quienes mantienen su finca, aunque algunas veces contratan a jóvenes de la zona para que les ayuden en el cultivo. Por otro lado, a diferencia de las grandes empresas, Andrés y Jaime dependen de intermediarios para comercializar la guayaba: “yo la vendo directamente, pero a la larga, directamente, porque hay otro intermediario que es el que me la recibe en Bogotá o en Cali”. Esta dependencia muchas veces limita sus ganancias y evidencia la precariedad de la cadena productiva rural.
Andrés y Jaime nos decían que la elección del cultivo de guayaba fue muy estratégica, ya que, como decía Jaime: “escogimos este cultivo de guayaba aquí en la orilla del río… porque resiste un poquito más el agua”, es decir, su cultivo está en constante amenaza, gracias a que el río Cauca, suele desbordarse. De igual manera, la relación que ellos han tejido con la naturaleza es profundamente práctica, pero también curiosamente simbólica: hablan de los árboles como seres vivos que “se enferman” o “abortan”, lo que muestra una comprensión íntima de la tierra. Aun así, esa relación está mediada por la necesidad económica: “los orgánicos son buenos, pero son muy lentos… si yo me descuido, en ocho días se me come la plaga”, lo que revela la tensión entre sostenibilidad ambiental y subsistencia económica.
Ellos también nos contaban que la finca es un espacio familiar, heredado y compartido: “es muy familiar todo, muy unidos todos”, pero sin continuidad generacional asegurada. Andrés reconoce que “nosotros estamos en esto porque no tuvimos estudios”, y que sus hijos, al tener más oportunidades, probablemente no sigan el trabajo agrícola.
Mientras seguíamos conversando, Andrés y Jaime nos invitaron a caminar entre los surcos para mostrarnos el cultivo: nos señalaron las ramas afectadas por las plagas y las marcas en los troncos donde el agua del río había subido durante la última creciente.

El cultivo de Andrés y Jaime estaba organizado por etapas: en una zona los árboles acababan de dar fruto, en otra se preparaban para la siguiente cosecha, y más allá se realizaban labores de fumigación. Esa planificación les permitía tener producción durante todo el año, aunque también los mantenía en un esfuerzo constante.
En la parte del cultivo más cercana al río, las suelas de nuestros zapatos intentaban hundirse en un suelo resquebrajado por el sol, y en algunos puntos podían verse las grietas abiertas que dejaban las pasadas inundaciones del río.

Jaime nos señaló las huellas del agua en los troncos —una línea oscura y seca que subía hasta media altura— y allí era donde se ejemplificaba la enfermedad de los árboles. Asimismo, ellos nos invitaban a observar más de cerca, donde podíamos distinguir las pequeñas marcas que dejaban las plagas o los hongos; marcas mínimas que, aunque no afectan el sabor, hacen que la fruta perdiera valor comercial.
Estos desafíos que enfrentan constantemente, hacen que la relación de Andrés y su tío con el territorio se sitúe en un punto frágil: entre la dependencia y la vulnerabilidad. El río, fuente de riego y fertilidad para su cultivo, se convierte también en el agente que pone en riesgo todo lo cultivado. Durante la entrevista, ambos describen cómo las crecientes pueden inundar el cultivo hasta dos veces por año, provocando enfermedades en los árboles y pérdidas económicas difíciles de recuperar. Sin embargo, no hablan del río con resentimiento, sino con una mezcla de respeto y resignación. Lo reconocen como una fuerza viva, impredecible a la que hay que entender para poder convivir con ella.
Asimismo, es también una relación simbólica y afectiva, construida desde el hacer cotidiano. Las palabras que utilizan —“el árbol se enferma”, “el árbol aborta la fruta”— nos revelan una comprensión del entorno en la que la naturaleza no es un recurso pasivo, sino un ser que responde, sufre y reacciona. A través de esas metáforas, Andrés y Jaime narran su territorio como un cuerpo vivo que debe ser cuidado, pero que también tiene su propio ritmo, su propio carácter. Esta forma de entender la tierra contrasta con los discursos técnicos de sostenibilidad que muchas veces desconocen las condiciones de quienes trabajan en zonas de riesgo. Para Andrés, optar por químicos no es una falta de conciencia ambiental, sino una estrategia de subsistencia. “Si yo me descuido, en ocho días se me come la plaga”, nos decía. Este caso nos recuerda que la sostenibilidad no siempre puede pensarse desde la distancia del ideal, sino desde la cercanía del riesgo y la necesidad.
Después de una jornada de muchos aprendizajes, Andrés y su familia muy desinteresadamente nos compartieron una gran bolsa llena de guayabas que recolectaron para nosotros y nos llevaron de nuevo hasta donde nos habíamos encontrado inicialmente. Nosotros quedamos muy agradecidos por permitirnos esta visita, pero aún más por todas las reflexiones que surgieron durante y después, pues nos permitió comprender que la agricultura no se puede entender únicamente como una práctica económica, sino una forma de habitar el riesgo, de leer los signos del suelo y de cuidar un entorno que siempre puede volverse adverso. Las grietas en el terreno y las marcas del agua en los troncos y hojas quedaron como testimonios materiales de esa vulnerabilidad constante. Pero también como señales de una resistencia: la de quienes, como Andrés y su tío Jaime, reinventan su relación con el río cada temporada, aprendiendo a convivir con sus cambios y a mantener viva una producción que depende tanto de la paciencia como de la suerte.


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