Las aventuras inconclusas de los swinger: o nuestro modo de pasarla bueno

Autora: Paula Arias* / Coautor: Andrés Pabón

Antes de entrar a un bar swinger uno le teme a dos cosas: a no gustarle a nadie y a gustarle a alguien. En el primer caso corre uno el riesgo de regresar a casa con el ego aplastado. Pero por fortuna no se regresa sola. En el mundo swinger no se va sola a citas a ciegas y no se enfrenta sola la molestia de la mañana siguiente después de… Lo sabroso de la vida swinger es que uno pasa por ésas con el otro, en una suerte de destino compartido que resuelve parte de la angustia. “Por lo menos voy con alguien a quien le gusto”, me dije cancelando el tema. Pero entonces estaba el otro problema: qué pasaba si le gustaba, le gustábamos, a alguien. Nos imaginábamos que en cuanto entráramos todas las parejas se girarían a mirarnos, nos examinarían, y, luego, una morena sensual nos invitaría a su mesa o una pareja ardiente nos sacaría a bailar o recibiríamos insinuaciones abiertas a través de servilletas y miradas. Entonces, no sabríamos qué hacer. O sea, sí sabíamos: “nada que nos haga sentir incómodos o que genere celos al otro”, me había dicho el Andrés antes de salir de casa. Pero lo cierto es que ingresábamos a un mundo desconocido, nunca enfrentado y ninguno de los dos podía predecir qué iba a resultar realmente incómodo, qué despertaría celos. Las parejas suelen ser lugares cómodos, despojados de novedad, provistos por lo general de deliciosas y aburridas certezas. Nuestra primera noche en un bar swinger nos arrojaba – juntos, por fortuna – a un terreno de total incertidumbre.

Incertidumbre, ¡mierda!, incertidumbre. 

– Si algo no te gusta me decís, ¿no?, no vamos a jugarnos la relación por esto – le digo al Andrés en la puerta -. No vaya a ser que la aventurita nos salga cara…

Él me sonríe con su sonrisa de nervios (se le tensan las mejillas, las comisuras de los labios se dirigen torpemente hacia los extremos de su cara).

– No, no… Cómo se te ocurre.

Y entramos.

Sabíamos del lugar por Internet, porque una pareja nos contó y porque ya habíamos pasado por ahí tres veces sin decidirnos. Pero hoy no. Hoy era definitivo. $70.000 por pareja. “Tienen quemantener siempre los dos. Juntos. Si uno de los dos se emborracha deben irse ambos. Pueden entrar todo el licor que quieran. La discoteca funciona hasta las 12, después pueden bajar a la zona húmeda”. (¿Zona húmeda?) El hombre de la recepción es seco pero cordial. “Cuando puedan bajar a la zona húmeda se les darán toallas. Pueden desnudarse (¿desnudarse?) o usar ropa interior.Se les asigna un casillero para que guarden sus cosas y se les dan chanclas para que no anden descalzos, ¿Alguna pregunta?”. Tengo muchas, claro, pero no es cosa de hacerlas aquí, en la recepción, haciendo fila como quien espera a que le asignen un cuarto de motel.

Reviso con disimulo a las parejas de atrás. Son tres. Adultas y serias. Señores que ve uno mercando los domingos con medias y pantalones cortos. Señoras. Más bonitas que sus maridos, como siempre. Nadie conocido, gracias a dios.

El Andrés y yo subimos a la discoteca. De repente el miedo se ha disipado. Me siento sexy y audaz. Atrevida. Rompiendo la historia. La de mis padres y mis abuelos. La de sus matrimonios y sus fracasos. Bebo dos sorbos de la caneca de aguardiente y me aliso el cabello. Entramos y nos ubicamos rápidamente en la barra, sin mirar a nadie, más bien para evitar que alguien nos mire y se nos lance con propuestas para las que no estamos preparados.

Parece una discoteca cualquiera. Pista de baile, barra, mesas, luces convencionales. Ni un detalle erótico que desnude su intención. Nadie nos mira. Nadie nos envía servilletas con propuestas, ninguna morena sensual parece interesarse en nosotros. Ya sentada recorro el lugar. Las parejas parecen normales. Hay de todo: jóvenes y viejos, mucha clase media que se endeuda para pagar el carro, una que otra silicona y esposos con barriguita. Empiezo a sentirme cómoda. Fumo un cigarro, bebo un trago. Veo a las parejas bailar: me descubro desenvuelta, dispuesta a juguetear un poco. Liberada. Los miedos siempre me vienen vestidos de gigantes. Ya en situación se minimizan, se hacen chiquitos, puedo atajarlos en la mano y enviarlos a la papelera de reciclaje. Bien por mí. Anuncian el striptease. Sexo en vivo. No me entusiasma mucho. Los striptease masculinos fueron hechos para hombres gays, no para mujeres. No conozco la primera que se emocione viendo un tipo en seda dental… Si salieran bien vestidos y te miraran a los ojos y se desnudaran sin tanto aspaviento de caderas, tal vez… Por fortuna sale primero la chica. Una trigueña diminuta y perfecta que se contonea sobre las piernas de hombres y mujeres. Muy pocos la tocan, pero la gente corea y bromea como en las despedidas de solteros. Lentamente se acerca hacia nosotros. Andrés baja la cabeza y yo me hundo en mi puesto (no dejo de pensar que los gestos de la chica son fingidos, que le están pagando por parecer sexy, que es mentira que nos desee tanto como demuestra). La chica se marcha sin intentar seducirnos. Así funciona el mundo swinger. Como la comunidad LGBT, los swinger aprenden rápidamente, y sin proponérselo, un lenguaje sutil hecho de gestos sin palabras. Se dice que no o que sí con la mirada, con un roce de mano, con una postura del cuerpo. Lejos de la chica puedo ver a mi esposo esta vez con curiosidad. Tan absorta estaba en la observación del lugar que no había caído en cuenta del pobre Andrés. Está aquí, a mi lado, con las manos sudando y la cabeza entre los hombros.

– ¿Qué te pasa?

– No sé…

– Ay, Andrés, estamos acá, es una cosa de los dos: nos la gozamos o nos la pasamos asustados y perdemos los 70.000 pesitos…

Al Andrés, en cambio, los sustos lo agarran desprevenido. Se lanza con excesos de confianza y en escena se paraliza. Lo conozco. Hay que sacarlo de ese estado sin suavidad, sin consideraciones, con voz de mando. Ya más tranquilo por fin me pide que bailemos.  Salimos a la pista como si estuviéramos en Tin Tin Deo y movemos los pies mientras la cabeza nos da vueltas. Salsa de alcoba, guácala. Nos arriesgamos con un reguetón y coqueteamos entre nosotros para que los demás vean que no somos los mojigatos de la barra. Que algo de sangre nos late por dentro. Y justo cuando estamos entrando en calor un narrador nos invita a seguir a la zona húmeda. El momento ha llegado aunque intentamos dilatarlo. Seguimos bailando, bailando, todavía no, un ratito más acá arriba, por favor, hasta que la sala queda vacía y no nos queda más remedio que disimular el temblor de piernas, tomarnos de la mano, más fuerte, si es posible, y bajar.

Caliclub funciona como sauna gay la mayor parte de la semana. Sólo los jueves y sábados están destinados para parejas swinger o mujeres solas (los hombres solos no pueden ingresar, “son morbosos”, nos dice el encargado). En el primer piso se encuentra la zona húmeda compuesta de piscina, barra de licores, sauna, baño turco y sala de casilleros. También hay espacios pequeños con sillas playeras o colchonetas. El segundo piso es ocupado por la discoteca y en el tercero hay cuartos oscuros, pequeñas habitaciones con una camilla de hospital, paredes oscuras y luz mortecina. Algunos cuartos no tienen puerta para mayor exposición y otros son tan oscuros que a duras penas logra observarse la sombra de los cuerpos, el blanco de los ojos. Por último, está la terraza, a cielo abierto, con sillas acolchadas. Por todas partes hay televisores que emiten películas porno. Logro olvidar los discursos feministas contra la pornografía, pero no puedo evitar recordar que a las gritonas de tetas enormes alguien les está pagando.

El procedimiento para ingresar a la sala húmeda es más que violento. Uno esperaría una desnudada sensual en un salón de luces tenues y velas aromatizadas. Nada de eso. El casillero está bien iluminado, limpio y funcional. Las parejas se comportan como tales: las mujeres doblan los pantalones de sus maridos y se cubren con las toallas para cambiarse, como en un paseo de río cualquiera. El Andrés y yo nos quedamos en ropa interior. Algunas mujeres enseñan los pechos, pero la mayoría usa su mejor sostén. Nadie parece avergonzado o incómodo, pero evitamos todos mirarnos a los ojos. A veces se cruza una mirada simpática y uno sonríe más como gesto de reconocimiento y saludo que como invitación sexual. Parecemos un conjunto de excursionistas, agrupados por una agencia de viajes, y no una tribu de cuerpos animados por el deseo. Tomo nota de los rostros y las edades y examino a las parejas pensando si alguna podría gustarme. Acostumbrada a elegir a los hombres como objeto del deseo, y a las mujeres como objeto de admiración, me cuesta pensar en que ahora debo expandir mis gustos hacia dos, como conjunto, como unidad.

Damos una vuelta por la zona húmeda. La iluminación es plana y carente de sensualidad. Me hace falta un poco de música, tal vez, y superficies acolchadas y sedosas y juegos eróticos que estimulen el encuentro. Hemos visto fotografías de los grandes clubes swinger del mundo. Algunos funcionan como restaurantes de intercambios sexuales en los que las parejas se buscan estimuladas por platos exóticos. Hay otros con piscinas llenas de espuma y esponjas finas que disponen el cuerpo para baños relajantes. Hay lugares oscuros, rojizos o azulados, que resaltan brillos y contornos de la piel. Hay salones swinger en que te vendan los ojos con pañuelos y caminas a tientas en medio de alfombras y explosiones de olores. Shortbus (John Cameron Mitchell, 2006) está lejos y en tierra de trópico y tambores a la comunidad swinger le basta una rumbeadita cualquiera de reguetón y champeta. O por lo menos eso parece.

El Andrés y yo caminamos tomados de la mano rumbo a la piscina. Nos sentamos en la barra y fumamos un cigarrillo mientras observamos a las primeras parejas teniendo sexo. En vivo. Ante nuestros ojos. No sólo los hombres son mal educados por la pornografía, pienso: ellas también. Las chicas se encuentran estratégicamente situadas para los espectadores. Repiten gestos y gemidos de actrices porno e intentan mostrarse sexys ante cualquier torpe gesto de acrobacia masculina. Conscientes de la mirada de los otros, no se permiten poses que dejen al descubierto los rollos de la barriga ni la celulitis indómita de los muslos. Se ven bellas pero carentes de deseo y se ven ellos, también, más preocupados por la exhibición de su virilidad que por su propio placer. Sin embargo, hacia el fondo, una pareja se besa con ganas auténticas. Me concentro en ellos, los observo sumergirse bajo el agua y volver a salir y los veo a ambos deslizarse sobre el otro con hambre y decisión. Veo la torpeza de la vida real, sin cortes de cámara, sin ángulos perfectos. Con genuina fealdad. Nuestras barreras se van al piso y el Andrés me sugiere entonces que visitemos el baño turco.

Al segundo siguiente de ingresar al baño turco estamos sudando. Todos sudan. A través del vapor vemos pieles sin sexo, manos de hombre, manos de mujer. Muchas piernas entrelazadas. Una mujer le practica sexo oral a un hombre acostado sobre los muros. Las otras parejas están en lo suyo y alcanzamos a escuchar gemidos agonizantes, gritos ahogados con besos y gruñidos que en otro momento nos darían risa. Encontramos un lugar en medio de todos y el Andrés y yo iniciamos nuestro momento. Como en casa. Como si estuviéramos solos, aunque conscientemente animados por la compañía cercana de los otros. En algún momento la mano de una mujer se desliza por mis pechos. La observo. Es la striptisera perfecta con su muchacho perfecto. Andrés toma su mano y la devuelve dulcemente a su lugar. Hemos decidido no hacer intercambios por hoy pero agradecemos su avance que abre puertas y nos deja con preguntas.

El resto de la noche fue de desparpajo total. Hicimos el amor en la piscina, ante los ojos de un negro silencioso, ante los ojos de una pareja agotada, ante los ojos de un chico gay que luego reconoció habernos mirado con complacencia y ternura. Hicimos el amor en los cuartos oscuros, aunque cuidándonos de cerrar la puerta ante los avances de algún marido desparchado. Hicimos el amor de nuevo en la terraza, donde terminamos conversando con una esposa cincuentona, asustada pero aventurera, y una chica bisexual que compartió con nosotros un par de cigarrillos y proezas. Hicimos el amor en medio de otros, cerca de otros, frente a otros, a pesar de los otros, gracias a los otros. Hicimos el amor en casa, donde regresamos chispeantes y felices de haber pasado la prueba y contentos de haber empezado con cautela a cumplir la promesa que nos habíamos hecho un año atrás, cuando decidimos casarnos:“Yo me caso con vos, Andrés, pero te prometo que no voy a ser la única persona con la que tengás que tirar mientras estemos juntos”. “Acepto”, dijo entonces el Andrés casi en silencio.

Lo bueno, lo malo y lo peor

Hemos conocido de todo. Mujeres jóvenes, musas de intelectuales viejos. Mujeres complacientes, compañeras de tipos tiránicos. Matrimonios de 20 años con hijos adolescentes. Parejas que llegan a la vida swinger tras una crisis matrimonial o una infidelidad. Varias mujeres bisexuales. Un hombre bisexual. Hombres que quieren ver a su esposa tirándose a la esposa del otro. Hombres solos que se ofrecen para tríos. Mujeres de ojos bajos que intentan aceptar la idea de que su esposo se vaya a la cama con otra. Hombres que negocian la posibilidad de un contacto masculino. Parejas que quieren intercambios estrictamente heterosexuales.

Parejas que quieren ser vistas teniendo sexo, parejas que quieren ver a otros teniendo sexo. Parejas que no quieren ser vistas por su esposo(a) teniendo sexo con otro(a). Gente que ha hecho de todo: tríos y cuartetos, turismo swinger por todo el país, fiestas de cuatro días en el Lago Calima. Parejas que buscan soft swinger (besos y caricias) o full swap (intercambio con coito) y gente que asume la vida swinger como una suerte de secta religiosa, con mandamientos y ritos de iniciación.

Lo bueno: la mayor parte de las parejas son matrimonios de años, que pretendieron vivir toda la vida como una pareja convencional y que empezaron a percibir a tiempo la emergencia de las primeras crisis. La vida swinger apareció entonces como un modo de resolver el estancamiento sexual. La mayor parte de ellos asegura que la terapia funciona y que, aunque a veces se presentan celos y diferencias, en general están contentos con el experimento. En este sentido, a pesar de nuestras críticas, no podemos dejar de reconocer que en el mundo swinger se agita una pequeña, capilar si se quiere, pero no por ello menos importante, transformación de sus trayectorias vitales y de las trayectorias de los que los antecedieron.

Lo malo: el mundo swinger no implica en sí mismo una transformación de las lógicas machistas que han regido socialmente los modos en que nos amamos. En una reunión reciente nos encontramos unas 10 parejas. El ambiente era cálido pero formal, sin luces de discoteca, sin anonimato y con un ligero aire de fiesta de casa. Supongo que inspirados por la atmósfera, la mayor parte de la gente se dedicó más a conversar que a coquetearse. El Andrés y yo ya teníamos en la cabeza la tarea de este artículo, por lo que asistimos excitados por nuestro nuevo papel de reporteros y el miedito que todavía no nos abandona. Todo resultó francamente decepcionante. Por lo general, los encuentros múltiples se producen en bares o fiestas, donde el contacto se establece a través del baile, el licor y la disposición fluida que caracteriza a los cuerpos en la noche caleña. Es difícil reconocer entonces a los sujetos y las ideas que los animan. Uno se guía por otros atractivos, uno no habla tanto, uno no pregunta mucho. Sin embargo, ya en otras ocasiones, habíamos distinguido algunos signos que nos resultaban incómodos. En primer lugar, las chicas lucían siliconas y lipos bien realizadas, mientras los tipos parecían no preocuparse por el problema de la estética. Mal signo. No la despreocupación de ellos, claro, que nos parece sabrosa y necesaria, sino el énfasis tan fuerte en la estética de las mujeres. Ya sospechábamos en ese momento, como hemos podido comprobar después, que buena parte del mundo swinger opera como un intercambio de esposas más que como un asunto de pieles y parejas. Así, la esposa debe preocuparse por adquirir atributos que la dejen bien situada en el mercado. Para las que nos resistimos a envejecer en la sala de un esteticista o atiborradas de cremas y ungüentos, el mundo swinger puede parecernos una insípida reproducción de lo que viene pasando en esta ciudad desde que ponerse tetas se convirtió en símbolo de estatus (o en la historia, desde que casarse con una bonita o con un rico ha sido señal de prestigio). Un punto a favor: hay muchas como nosotras. Buena parte de las mujeres swinger son cuarentonas bonitas, naturales, con esa sensualidad tan explícita de las mujeres maduras.

Tal vez nuestra mayor incomodidad tenía que ver con la comunidad swinger que se reconoce como tal. Se ubican juntos en las discotecas y lucen botones que los distinguen. Hacen fiestas solo para ellos y se jactan de ser un grupo numerosísimo que no acude a las guías ni a las páginas Web para encontrarse. Al comienzo nos generaron curiosidad, pero una conversación casual con un conocido, miembro de “la comunidad”, terminó por espantarnos. No podría explicar muy bien por qué. Tal vez somos, el Andrés y yo, reacios a cualquier tipo de comunión irracional o a cualquier tipo de causa irreflexiva. Tal vez nos parecieron miembros de una iglesia que alaban al dios swinger o militantes de una causa que desprecia a los que no se le suman. Nos parecieron en extremo convencidos, en extremo entusiasmados. Y bueno, tal vez sea, también, un extremo escepticismo nuestro, tal vez sea el ateísmo que nos hace tan desencantados, pero tanta cinta siempre nos ha resultado sospechosa.

No estábamos equivocados. La noche de la reunión, rodeados de diez parejas de lo más extrañas (extrañas por su extrema “normalidad”: abogados y oficinistas, muchachos jóvenes, señoras trajeadas con vestidos de oficina y parejas que habían dejado a los niños con las abuelas), pudimos reconocer a “la comunidad” en el esplendor de su discurso y no en la ruidosa exhibición de sus sexualidades. En principio nos sorprendió el machismo. Ya habíamos antes establecido un código básico para la selección de citas: buscábamos parejas en que ambos estuvieran convencidos de participar de experiencias swinger, pues no queríamos mujeres presionadas por esposos indómitos, ni machitos ansiosos de arrinconar a la esposa del otro. También nos sentíamos más atraídos por parejas en las que ambos se encontraran en igualdad de condiciones económicas, de edades y culturales. Por experiencia, son las mejores. A diferencia de otros swinger, no buscamos gente de “buen” estrato y de “buena” educación, pero siempre nos terminaban tallando las relaciones en las que él es el sujeto poderoso –ya sea por su dinero o por su condición intelectual- y ella la pobre muchacha, por lo general menor, que obedece los deseos de su héroe. Les huíamos. Ellas terminaban pareciéndonos bobas y poco sexys y ellos pedantes y engreídos. O, al revés, ellos se comportaban como tontos adoradores y ellas como diosas mimadas. Además, sospechamos que son malos amantes: hasta en la cama se nota este asunto del poder, hasta en la cama, ahí, en lo más privado, se hacen visibles las consecuencias de la iniquidad.

Y, finalmente, lo peor: en la fiesta aparecieron nuevos signos de machismo que hasta el momento desconocíamos. El primero es el asunto de la resistencia. No es nuevo, claro, eso de que los hombres midan su hombría por la duración de su coito. No sé quién les dijo que durar eternidades prolongaba el placer, pero buena parte de los hombres –y de las mujeres, por supuesto- se comen ese cuento que termina abatiendo sus egos y convirtiendo el acto sexual en una sesión de gimnasia aeróbica. Los swinger también lo creen. Usan cremas retardantes y compiten sutil y explícitamente por el trono del más resistente: “hay una competencia entre nosotros”, dijo uno de los participantes que hasta el momento nos parecía de los más jóvenes y de los más liberados. Al instante le di un apretón en el muslo al Andrés, que tomaba distraído su cuarto mojito. Él me devolvió una mirada cómplice. Miré a mi esposo con esas miradas nuevas que a veces, en medio de la cotidianidad y de las cuentas por pagar, nos regalamos los casados para volver a vernos como cuando recién nos conocimos. Me gusta este hombre que lucha contra su propio padre y los padres de sus padres. Me gusta su soltura y el modo en que evade cualquier escena de competencia masculina. Me gustaba su feminidad recién descubierta, su capacidad para olvidarse de las tontas lecciones sexuales que recibió con los amigos de la adolescencia. Me gusta mi esposo y no me gusta la idea de verlo participar de un duelo de penes y frecuencias.

El segundo signo alarmante de machismo fue el de la homofobia. Por casualidad, sin dejar entrever que se trataba de una pregunta periodística, dejé salir un comentario ligero. Hablaba entonces una mujer fascinante, cómica y fácil de palabra, que nos contaba sus experiencias sin recato. “Ve, pero sigue siendo esto de lo swinger muy un juego de presto mi esposa y me prestás la tuya…”, le dije.

– Sí, pero entonces, ¿cómo podría ser? – me respondió ella y debo admitir que lancé un aplauso silencioso a su inteligencia.

– No sé, una cosa de cuerpos que se juntan, de gente que reta su propia heterosexualidad y se deja llevar por pieles…

La sala estalló en un murmullo de creciente desaprobación. Andrés se hundió en su puesto con cara de que yo había ido muy lejos. Algunos hicieron chistes. “Yo, ¿marica?, nunca”. En la sala se proyectaba una preciosa película pornográfica francesa. Dos chicas delgadas se besaban desnudas sobre un prado que debía picarles en las nalgas. El esposo de la mujer que hablaba tomó la palabra: “No, nosotros evitamos la bisexualidad (la masculina, debió decir, porque la femenina es alentada y perseguida), claro, hay gente a la que le gusta hacer sus cosas raras, hay quien prefiere hacer cosas con gallinas… pero…”. Guardé silencio. Quise decirle que tirarse gallinas no era lo mismo que amar a alguien de su mismo sexo. Quise decirle que la literatura médica y antropológica cada vez reconoce que la heterosexualidad plena no existe y que las identidades sexuales son más flexibles de lo que creemos. Quise decirle que en Colombia las uniones homosexuales han conquistado importantes derechos y que en muchas partes del mundo hombres y mujeres se están casando y besándose públicamente en parques por los que transitan niños y ancianos. Pero no dije nada. Me callé porque sin querer había metido al Andrés en una situación incómoda. Todos lo miraban como el marica del grupo y los más condescendientes decían que ellos respetaban cualquier inclinación, salvo que el sexo entre hombres era un poco “brusco”.

– Pues no sé, yo he visto a mis amigos gays besarse y he visto a hombres amarse y me parece… bonito – dije con el último aliento de valentía que me quedaba.

– Bonito es una palabra marica – me dijo bromeando el hombre del frente, esperando que me riera.

Andrés y yo nos quedamos callados. El tipo nos miró de nuevo y soltó una carcajada. Seguimos en silencio. Entonces le expliqué:

– Lo siento, no nos reímos de chistes machistas, ni sexistas, ni racistas… Uno no sabe a quién puede herir.

Y acto seguido nos despedimos rápidamente de todo el mundo y salimos ofuscados. Con la fiesta, con nosotros, con nuestras complicaciones que, tontas o no, nos marginaban de la comunidad y nos devolvían a la cacería de citas solitarias.

– ¿Viste que hacían chistes de doble sentido?- me dijo el Andrés antes de tomar el taxi.

– Sí, ¿no?…

Comprendí entonces a qué se refería. Los swinger de la fiesta hablaban de sexo en el mismo tono, con el mismo recato disfrazado de morbo, que los de sexualidades menos liberadas. Que la gente del común. Cosa extraña, supongo, porque uno no esperaría que los swinger hablaran seriamente de sexo, como no espera uno que un tipo rumbero hable seriamente de la rumba (de esas cosas sería preferible hablar en tono eminentemente festivo). Pero, en cambio, uno sí esperaría mayor arrojo, mayor desnudez de las palabras, mayor capacidad para decir las cosas por su nombre sin sonrojos. Menos fantasía prefabricada y más gente hábil para narrar sus deseos, sin tener que recurrir a las carcajadas nerviosas de los tímidos.

Encontrándonos

Hace diez meses nos encontramos con una pareja joven en un bar. Tomamos un par de cervezas y conversamos sobre música, sobre la experiencia swinger, sobre nuestros miedos compartidos. El tipo era un muchacho risueño y dulce, que nos tocaba al hablarnos y no temía decirnos que era su primera vez. La muchacha era contestona y alegre. Buena habladora. Como le gustan a Andrés, como me gustan a mí. Terminamos desayunando la mañana siguiente, después de una larga noche de conversación, cervezas y música electrónica. Tuvimos sexo, claro, cada una con su cada uno, aunque lo suficientemente cerca como para mirarnos a los ojos. Nos gustaron ellos. Nos gustaron sus temores y su amor hecho de razones y su verdad tan de la calle, tan de todos los días. Nos despedimos deseándonos de corazón buena fortuna para el futuro que se viene y se despidieron ellos con total abrazo, con la ternura de los que regresan de viaje.

Ya en el carro, despabilados por la mañana fría del domingo, le dije al Andrés en tono romanticón:

– Ojalá duren mucho…

Y el Andrés, siempre sabio, me respondió con una frase concluyente:

– O que la pasen bueno… mientras duren.

Y entonces le di una despelucada de mano izquierda y nos fuimos los dos, en silencio, rumbo a casa, mirando esperanzados y cursis a cuanta pareja de viejitos pasara por la calle.

*Los nombres han sido cambiados para proteger la identidad de sus autores y sus protagonistas.

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