El muro de los lamentos: el Club San Fernando de Cali (1930-2007)

A la memoria de Amaris Chaves

Por: Erick Abdel Figueroa Pereira

Dicen que quien no conoce su pasado está condenado a repetirlo; más a menudo de lo que uno cree o suele aceptar, sucede que si no se tiene o no se hace uso de la memoria, puede que ni siquiera uno se dé cuenta de ello.

Memoria y Olvido son dos caras de una misma moneda. La Historia, que separa dichas caras, suele tener escaso interés para una ciudad que no quiere preguntarse por su pasado. Existe el temor, cuando no el rechazo, a recordar; no porque el pasado sea siempre mejor, sino porque no se quiere aceptar que si el presente nos decepciona, es porque nos hemos quedado demasiado tiempo añorando el pasado. Si por el contrario el presente nos parece fabuloso, ocurre que nadie quiere reconocer lo que su esplendor le debe al pasado.

Quizá esta doble circunstancia explique la ausencia de una historia de la arquitectura y el urbanismo en Cali: no tenemos claro qué vale la pena recordar ni qué es imperativo preservar. Es difícil hablar de las bondades o desventuras de las obras de arquitectura cuando ellas ya no están presentes entre nosotros. Cuando forman parte de nuestra cotidianidad simplemente “están allí”, siempre han estado, pero no siempre lo estarán.

Los clubes sociales, una categoría en la cual escasean los estudios históricos en razón de la exclusividad a la que suelen estar asociados o a las terribles desfiguraciones que sufren en manos poco sensibles, suelen quedar mejor retratados en los álbumes familiares que en las historias de la arquitectura. Celebraciones de todo tipo se han dado en ellos, motivadas por bautizos, comuniones, quince años, matrimonios, grados, encuentros de socios, empanadas bailables o reinados, fiestas en general en las que alguien, un amigo o conocido, fue parte del día a día del club. Faltan nombres y sobran recuerdos que para bien o para mal suelen estar asociados a momentos clave en nuestras vidas.

Este es el caso de uno de los recién llegados a la amplia lista de ausentes de la ciudad de Cali: la sede del Club San Fernando. El más reconocido de los clubes de la ciudad nació en septiembre de 1930, anticipándose su existencia en casi dos meses a la creación de otro de los clubes de tradición en Cali: el Club Campestre. Registrada como sociedad anónima ante la Cámara de Comercio de Cali con el nombre “Club Deportivo San Fernando”, su sede se ubicó en una parte del lote utilizado como campamento de obras de la Colombian Holding Corporation, empresa norteamericana que realizaba la construcción de la urbanización “San Fernando” a finales de la década de 1920. En la década de 1950 aparecería el imponente Hospital Departamental frente a la sede del club sanfernandino, calle Quinta de por medio.

De acuerdo con una investigación inédita sobre arquitectura profesional en Cali realizada en 1996 por un docente de la Escuela de Arquitectura de la Universidad del Valle, las antiguas instalaciones del Club San Fernando, que datan de 1941, se atribuyen al ingeniero alemán José Moschner, siendo posteriormente intervenidas por los arquitectos Edmond Cobo y Philip Mondineau. Mediante la compra de predios vecinos entre 1932 y 1955, lentamente la sede fue tomando la que fue su forma actual hasta 2007. La ampliación del predio implicó el cierre parcial de una de las calles del barrio, y le dio su característica forma de “L” invertida que se observa cuando se miran las instalaciones del club en el plano de la ciudad o en una fotografía aérea.

La primera reforma de importancia en la sede del club, que involucró la piscina, se realizó hacia 1951 y fue impulsada por George Oganesoff, jefe de deportes del club. Posteriormente se construyeron las canchas de tenis y por último se mejoraron, ampliaron o incorporaron el resto de las instalaciones deportivas. Entre las últimas intervenciones realizadas en la sede se cuentan una cancha de bolos, el escenario para jugar tejo, el centro de convenciones que data de 1983 y el Polideportivo inaugurado en 1990.

En una pesquisa realizada recientemente en el archivo de la Oficina de Planeación Municipal se encontró que hacia 1963 dicha dependencia había aprobado el diseño para la reforma de la zona de bar y grill así como la adición de un bloque de dos pisos destinado a hall de acceso y zona de servicios del Club. El arquitecto responsable del proyecto era Heladio Muñoz, graduado en la Pontificia Universidad Católica de Chile y por varios años docente de la Facultad de Arquitectura de la Universidad del Valle, a quien los arquitectos de la ciudad aún le debemos un estudio de su obra a la altura de su talento e influencia.

A fines de la década de 1940 el Club San Fernando buscó extender sus servicios a estudiantes de último año de Medicina de la Universidad del Valle, a cadetes de la Escuela Militar de Aviación y a señoritas que carecían de un lugar de esparcimiento adecuado en Cali. El sueño de uno de los presidentes de la época, el abogado y concejal Eduardo Buenaventura Lalinde, era convertirlo en el más prestigioso y a la vez tradicional club de la ciudad.

Fiel al sentido de apego a la ciudad, no le bastó al Club San Fernando con tomar el nombre de la antigua urbanización, sino que además sus salones fueron bautizados con los nombres de reconocidos barrios de la ciudad: Centenario, El Peñón, Granada, Normandía, San Antonio, Versalles. Igualmente el samán, elemento que desde 1936 hacía parte del paisaje de la sede, se constituyó años más tarde en el emblema del Club.

El San Fernando se hizo rápidamente famoso en la ciudad y el país por varias razones, en particular por su vocación deportiva centrada en el tenis. Asociado a dicho deporte está el nombre de Heladio Calero, jardinero, mensajero, vigilante, pero por encima de todo entrenador de tenis y forjador de algunos de los mejores tenistas que ha tenido esta comarca: el fallecido Álvaro Carlos Jordán e Isabel Fernández de Soto, en su momento la número 12 del escalafón mundial de la especialidad. Pero no fue sólo el tenis: el club no fue indiferente a la realización de los VI Juegos Panamericanos que se celebraron en la ciudad entre el 30 de julio y el 13 de agosto de 1971. Su gimnasio, que tomó el nombre de “Lulú Bueno”, una de sus socias, acogió las competencias de esgrima programadas para el evento continental.

Incluso la música se vio beneficiada de la existencia de la institución sanfernandina. No sólo por contar en sus fiestas con orquestas, cantantes y compositores de renombre como la Billo´s Caracas Boys, Matecaña, Benny Moré, Agustín Lara o Xavier Cugat, sino por el porro San Fernando, creación del compositor “Lucho” Bermúdez, en la voz de la cantante Matilde Díaz. Varias generaciones han bailado, tarareado o reconocido su melodía. Sin embargo pocos conocen que su origen se debe a un desacuerdo contractual entre el músico y el Club. La orquesta de “Lucho” Bermúdez fue contratada inicialmente para amenizar la temporada de diciembre de 1952. En vista del éxito alcanzado se le contrató para una temporada más, pero una de las cláusulas del contrato le exigía al compositor y director de la orquesta componer una canción alusiva al club, a lo cual el músico inicialmente se negó rotundamente. Superado el desacuerdo y retirada dicha cláusula, a los pocos días el compositor notificó al club desde Medellín la presentación radial del porro San Fernando.

El sentido de responsabilidad social no fue ajeno a este Club. Cuando ocurrió la tragedia del 7 de agosto de 1956, día en que 42 toneladas de explosivos detonaron frente a la antigua estación del ferrocarril, las instalaciones del Club San Fernando funcionaron como sede alterna del Hospital Departamental, ante la enorme e inesperada cantidad de afectados por el suceso, por un lado, y dado que la mayoría de los socios de entonces eran médicos y personas vinculadas al sector de la salud. Los salones de baile se transformaron en pabellones y los bailes y orquestas cedieron su lugar a camillas y pacientes.

En 1990, con motivo de los 60 años de existencia del Club, éste decidió obsequiarle a la ciudad la escultura en bronce de la Negra de los Chontaduros. Aunque la artista Alicia Tafur produjo el monumento, discrepancias de orden político impidieron que se le encontrara sitio en algún espacio público de la ciudad. El lugar inicialmente escogido era el sitio que hoy se conoce como el Parque de los Poetas y donde existió hasta 1972 el hotel Alférez Real. Ante la indiferencia de la administración municipal frente al tema, la estatua fue colocada en las instalaciones del Club. Hoy reposa en una bodega, a la espera de una mejor suerte.

El final de la década de 1980 marcaría el declive de la institución. El Club nació como sociedad anónima, es decir, una entidad que para su sostenimiento debía realizar una actividad económica. Este hecho repercutió negativamente en sus finanzas. La carga tributaria resultante se sumaba al bajo aporte económico de los socios en términos del consumo que hacían de los productos ofrecidos por la institución y a una convención colectiva de trabajo cuyos acuerdos establecían unas condiciones que hacían insostenible la viabilidad financiera de la institución.

Los factores antes señalados llevaron a que en 1988 el Club cambiara su razón social y adoptara la figura legal de Corporación Club San Fernando. Ello le permitiría reducir sus gastos de funcionamiento y sobrevivir como una institución sin ánimo de lucro; sin embargo tal decisión no fue suficiente pues la crisis se manifestó en 1998 con una huelga del sindicato de empleados. En parte como consecuencia de ello, hubo la necesidad de entrar en concordato en el mismo año, situación a la cual se sumó la crisis económica nacional de 1999 que afectó al sector de la construcción y que obligó a muchos arquitectos e ingenieros, que eran socios del club, a retirarse.

En septiembre de 2006 se oficializó la venta de la sede del Club, la cual fue totalmente demolida en 2007. Su comprador, un cuestionado personaje, desapareció tan rápidamente como la escandalosa e inaudita propuesta de cambiar el uso del predio para convertirlo en uno de esos centros comerciales que tanto proliferan en una ciudad ávida de crisis. Ello sin mencionar la insensatez de colocarlo frente a una ya muy estrecha calle Quinta y al Hospital Universitario. Por las consecuentes demandas de espacios y usos complementarios que tales construcciones desencadenan, erigir tal mole hubiera significado la estocada final para un barrio residencial que comienza a correr la suerte del barrio Tequendama, hoy infestado de clínicas de cirugía cosmética con peregrinación internacional de pudientes impacientes, mas absolutamente despoblado en horas de la noche.

En el lugar hoy sólo quedan el muro que cierra el predio, lleno de grafitis y carteles; la vegetación que sigue siendo su gran patrimonio y la casa donde antaño vivía el administrador del Club, edificación en la que hasta hace poco hubo un expendio de licores. Un club que había sido objeto de la atención de la prensa local y nacional en no pocas oportunidades, se acaba desde adentro cuando sus miembros no lo hacen parte inseparable de su existencia, cuando no se sienten obligados para con él ni comprenden el papel que ha jugado en sus vidas. Triste paradoja la del San Fernando, un club como pocos, con un gran sentido de solidaridad social: con socios pero sin sede.

Aunque una ciudad no puede quedarse en el pasado, tampoco puede arrasar partes esenciales de su presente sin más, siempre justificándose con el banal pretexto de ir hacia delante cuando ni siquiera es capaz de reconocer, y menos de aceptar, cómo es hoy. San Fernando: la fuerza que tiene un nombre para transmitirse de una urbanización a dos barrios, el viejo y el nuevo; a dos empresas de transporte urbano de pasajeros; a una marca de productos lácteos; a una clínica, una iglesia, un colegio y a la sede de un hipermercado paisa, y en especial a un club social y a una pieza musical que lo inmortalizó. Con independencia de si se trata de un lugar que unos aprecian y otros no, lo cierto es que el complejo sanfernandino hoy hace parte del Panteón de la Memoria y el Olvido. Un cementerio de arquitecturas que nosotros, ciudadanos del olvido, con nuestra indolencia y desarraigo estamos contribuyendo irremediablemente a ampliar.

***Agradecemos la invaluable ayuda de Gerardo Ramírez, socio y antiguo directivo del Club, quien gentilmente aceptó ser entrevistado para la ocasión y aportó documentos gráficos y escritos fundamentales para la elaboración de este escrito.

Erick Abdel Figueroa. Arquitecto y Licenciado en Filosofía, Universidad del Valle. Doctor (c) en Arquitectura y Estudios Urbanos, Pontificia Universidad Católica de Chile.

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