Sábado, de Ian McEwan. Anagrama. 2005.

Por Hoover Delgado.

Dramaturgos de la talla de Chejov y Pinter labraron en siglos anteriores una escena corrosiva en contra del realismo: una pequeña familia burguesa reunida en casa goza de su condición y riqueza; de repente, tocan a la puerta y la realidad irrumpe en la sala. En Sábado, Ian McEwan vuelve sobre esa escena con feroz ironía. Londres, febrero de 2003: Henry Perowne, neurocirujano, despierta en la madrugada y ve un avión en llamas descender sobre Londres. El temor de la amenaza terrorista lo asalta. Al salir de casa, la ciudad está paralizada por las manifestaciones contra la guerra de Irak. Tras ejecutar su rutina del sábado –squash, compras y visitas – Perowne se reúne a cenar con su familia. De pronto, en medio de la velada, se abre la puerta y entra Baxter, el atarván.

Un 11 de septiembre, alados fundamentalistas le aguaron la fiesta al capitalismo. Este 15 de febrero, un muchacho inglés, con una disfunción severa en el cromosoma 4, materializa los fantasmas de los Perowne. McEwan puebla la escena de brillantes, agudos dilemas. Uno científico: podemos conocer con precisión científica la materia de que está hecho el cerebro, pero el mundo y el corazón del hombre se nos escapan. Otro, estético: la poesía sirve para despertar las ganas de vivir. ¿Y si esas ganas despiertan en un asesino? ¿Si la poesía le hace creer a un criminal que tiene una existencia mental o logra estremecerlo hasta los últimos átomos de su alma? Otro, político, derivado de la metáfora que encarna Baxter: ¿Qué tan legítimo es que otro gobierno entre por la fuerza a tu país? Otro, asaz inquietante, ético: ¿Se puede perdonar al hombre que ataca a tu familia? Perowne, el médico, decide salvar – perdonar – a Baxter, pero sabe que al librarlo de la muerte lo condena a su infierno personal. Es una venganza suficiente, admite. Sabe, o acaso intuye, que también se condena a sí mismo. Sólo alguien con la estricta indiferencia profesional de un científico o de un hombre público llega a esa reflexión. Una suerte de mala conciencia. Asomo del “mal del intelectual” que acusan nuestros tiempos y con el que Perowne –y quizá cada uno de nosotros – tiene que vivir.

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