FALCIONI: ONCE CEROS PARA LA HISTORIA

Por: Juan Pablo Méndez Restrepo

I.
“No sé si me decían gato por los ojos azules o por salir tanto de noche”, dice, ríe. Entonces el cigarrillo se hunde de nuevo en el cenicero inútilmente: ya hace dos sacudidas que estaba apagado. Afuera golpea el sol, adentro se proyecta la media luz de la tarde, el letargo de un verano que no parecía diseñado para los recuerdos.

“Ha pasado mucho tiempo, desde el año 91 no he vuelto a Colombia. Pero pronto lo haré porque tengo una deuda pendiente con mis hijas: llevarlas a Cali para hacer el recorrido de su infancia”. Mira hacia la ventana, media cara iluminada, agarra la cajetilla de Camel que está sobre la mesa y dice despacio: “Me gustaría poder saludar y ver a mucha gente a la cual le guardo mucho cariño. Solo tengo palabras de agradecimiento con el pueblo colombiano por como me trató, como viví… si tengo la oportunidad de ir a trabajar allá de nuevo, lo haría sin ningún tipo de inconveniente”.

Julio César Falcioni siempre tiene la mirada recia y aún así vuelve a fruncir el ceño; ha apagado dos cigarrillos, alista el tercero y los recuerdos parecen atravesarlo poco a poco. Pero su nostalgia no es amarga, todo lo contrario, es la nostalgia de alguien que no tiene nada de qué arrepentirse.

“Inicié en el fútbol en Vélez y más que ídolos tenía referentes. Me gustaba mucho Fillol y un arquero que se llamaba José Miguel Marín. No traté de copiarlos sino de aprender de sus virtudes y defectos”.

Falcioni mirará con falsa concentración el humo del tercer cigarrillo y al reconocer el momento exacto en el cual el silencio debe morir, dirá: “Como jugador siempre fui buen profesional, me brindé al máximo, inclusive cuando en alguna ocasión me tocó tapar 24 minutos con el radio y el cúbito fracturados”.

Los gatos, los vuelos y sus vidas: la historia es para los valientes.

II.
Carbura, sonríe imperceptible, en su rostro se asoma un orgullo recién nacido: Falcioni es más alto de lo que parecía por televisión, y más grande, también, de lo que la historia le reservó. La anécdota lo dice, aún jugaba para Vélez, faltaba un año para venir a Colombia y “jugábamos contra el Argentinos Juniors de Maradona. Era la final de un torneo de verano y había dos penales para Argentinos, uno en el primer tiempo y otro en el segundo. Los dos los cobra Diego. Los dos los atajo. Le digo ‘tranquilo pibe, que vas a ser grande y vas a convertir muchos más’”.

Ese mismo Vélez Sarsfield de Falcioni clasificaba para la Copa Libertadores del año 80. Por Colombia iban dos equipos; uno grande, el Independiente Santa Fe, y otro chico, el América de Cali, equipo de media tabla que apenas el año anterior había conquistado su primer campeonato gracias a la excelente visión de sus dirigentes y un apoyo económico importante de sus accionistas.

“En esa época las semifinales se jugaban en dos triangulares de los cuales salían los finalistas; a Vélez le tocó enfrentar a América y a Internacional de Porto Alegre. Los dos juegos Vélez-América salieron 0-0. Parece que los dirigentes en Cali vieron aptitudes en mí y a la siguiente temporada me contrataron”.

III.
Una tarde en el estadio de Jalisco, por la semifinal del mundial de México 70, Edson Arantes do Nacimento, Pelé, recibió un pase cruzado desde mitad de cancha. El arquero rival salió al cierre y el genio brasileño dejó pasar el balón sin tocarlo, paralizó para siempre al portero vestido de negro y pasó por el otro lado, le hizo un ocho con su cuerpo y fue al encuentro de la bola al otro extremo del área. Remató y la pelota salió mordida cerca del palo dejando para la historia apenas la promesa del que hubiera sido el mejor gol de los mundiales.

“Al arquero que Pelé le hizo esa jugada, el uruguayo Mazurkiewicz, lo reemplacé en el América. Ya había tenido algunas ofertas en Europa, existía una posibilidad seria con el Barcelona, pero para poder jugar allá tenía que casarme con una española y obtener la nacionalidad, así que decliné y me fui para Cali”. Después de su llegada, el América, aún modesto, logra el tercer lugar del torneo. Al año siguiente, en 1982, salen campeones, “Gabriel Ochoa Uribe declaró que ‘salimos campeones gracias a Dios y a mi arquero’”.

Falcioni lo sabe, fue la época más gloriosa de equipo alguno en Colombia. Y lo dice. No necesita encender otro cigarrillo para reiterarlo: “América fue el equipo más brillante de Suramérica en la década de los ochenta, cinco títulos consecutivos en el torneo colombiano y tres finales de Copa Libertadores”. ¿Y entonces, Julio, no tenés pesadillas con la fiera Aguirre?

IV.
Sur de Buenos Aires, Club Atlético Banfield. Alistará el primer cigarrillo de la tarde, serán apenas las dos, almuerzo y siesta, habrá terminado de dar la charla técnica después del entrenamiento. El rec en la grabadora, la torpeza del periodista y un lugar común. “Julio, ¿qué delantero temiste en Colombia?” Al principio no lo dirá, tal vez ninguno, el miedo no fue hecho para los gatos, querido, ¿qué querés que te diga? Pero de pronto un nombre saldrá de sus labios, lento, para romper otra vez el silencio… y la malla: “Arnoldo Iguarán”.
“Recuerdo que la mayoría de las veces que lo enfrentaba me hacía goles, podíamos ir ganando el partido 3-0 y el descuento lo hacía él, pero casi siempre me convertía, jugara para el Cúcuta, Santa Fe o Millonarios”. Al otro extremo del continente, en algún zaguán de Riohacha estará intacta (y despreocupada) la grandeza de Arnoldo evocada acá, en Banfield.

Y en Cali, también, la triste memoria de los años ochenta y su falsa bonanza se aparecerá por alguna esquina de San Fernando cuando Falcioni recuerde que en Cali tuvo tres domicilios, primero un departamento frente al parque Versalles, otro a media cuadra del club y por último una casa en Santa Mónica Norte, “en un lugar al pie de la montaña. Precisamente, la última vez que fui a Colombia, en el 91, fue para cerrar el negocio de la venta de esa casa”.

Morirá el primer cigarrillo de la tarde y antes de que la décima pregunta torpe mate el encanto, Falcioni dirá “y compañeros son muchos los que recuerdo con cariño; Willington, el Pitillo Valencia, Reyes, Lugo, Penagos, Caicedo, Víctor Espinoza, Anthony de Ávila, siempre nos llevamos bien. Incluso fui buen amigo de algunos jugadores del Deportivo Cali, por ejemplo de Ricardo Villa, con quien nos reuníamos en su casa o en la mía a comer y a hablar. Más allá de la rivalidad de patio, la pasábamos bien y ya después en la cancha cada uno quería ganar”.

V.
La historia de un clásico América-Cali a mediados de los ochenta era siempre idéntica, aburridora: los verdes de Redín y Valderrama presionaban durante todo el partido, llegaban cuarenta veces al arco y cuarenta voladas de Falcioni impedían el gol, un cero a cero cantado hasta que faltando menos de quince minutos llegaba el cabezazo del Tigre Gareca, abajo, cerca al palo. Y chao.

Falcioni ríe al recordarlo, ahora sardónico. “Mantuvimos una supremacía importante sobre el Cali en esa época, 86, 87. Ya en el 83, 84 y 85 habíamos tenido la paternidad sobre el Millonarios (alguna vez pasaron 18 fechas sin que pudieran ganarnos), y en mi última etapa, 88 y 89, la paternidad fue sobre el Nacional”.

La tarde podría irse entera si Falcioni se pusiera a describir cada una de las miles de atajadas brillantes que hizo en Colombia. “Recuerdo una vez que estaban mis padres de visita en Cali y a mí me tocó ir a Bogotá a jugar contra Millonarios. Mi viejo estaba en el Pascual Guerrero mirando el partido que jugaba el Deportivo Cali como local y por la radio escuchaba el partido mío en Bogotá. Después me contó que el narrador había gritado un gol de Millonarios y luego tuvo que rectificarse. El balón no había entrado, era un cabezazo certero, no recuerdo de quién, todo el mundo gritó el gol, lo vio adentro, pero yo lo había atajado. También recuerdo en un clásico una atajada en la que me estiré en dos tiempos, volé y como vi que no llegaba tuve un envión más y la saqué. No me preguntés cómo volé sobre la misma estirada pero fui tan brillante en esa ocasión que hasta el árbitro, que era el Chucho Díaz, vino y me dio la mano”.

Después de haber perdido la Copa Libertadores en Santiago de Chile contra el Peñarol de Uruguay, el América llegaba a jugar la final del octagonal de 1987: “Jugábamos contra el Nacional en Medellín. Ellos ganando eran campeones y empatando iban a Copa Libertadores. A nosotros solamente nos servía ganar para ir a la Copa y en teoría era imposible, llegábamos con muchas bajas de la final con Peñarol, sin Cabañas y sin Gareca. Aún así ganamos 1-0 con gol de Willington y tuve la suerte de atajar dos penales, uno a Galeano y otro al Beto Sierra. Son momentos sublimes, desde el primer campeonato hasta esa seguidilla de cinco títulos, algo nunca antes visto en el fútbol colombiano”.

VI.
Se llamaba Diego Aguirre. Le decían La Fiera y jugaba para el Peñarol de Uruguay. Se jugaban 14 minutos y 53 segundos del segundo tiempo suplementario y el partido iba 0-0. Con ese número que representa a la nada, al infinito y a Falcioni, América era por fin campeón de la Libertadores, después de dos años consecutivos en finales perdidas.

Pero le decían La Fiera y tocó el balón, preciso, a un costado del arco. “Nunca pude entender que América, ese equipo poderoso que había sacado resultados en toda Suramérica y lo había ganado todo en Colombia, no haya podido coronarse campeón de la Libertadores. Unas veces por los penales, otras porque en el último minuto cambiaron la reglamentación, y así, siempre hubo algún hecho fortuito para que América no ganara”.

La Fiera, Aguirre, La Fiera Aguirre… “Fue el tercer partido, de definición, en Santiago de Chile, estaba todo listo, nos preparábamos ya para festejar al minuto 120 y nos convirtieron el gol. Fue doloroso porque estuvimos muy cerca. Si América estuvo tan cerca tantas veces quiere decir que mantenía un predominio de resultados y de juego muy importante para la década, sobre todo en partidos de copa que eran una batalla”.

VII.
No hay suspiros. El espíritu recio de Falcioni insiste en mantener controlado cada sentimiento. Responde preguntas y evoca el pasado con la dignidad de un guerrero, hasta que los aromas del Valle del Cauca vuelven a su memoria y cambian de tema. “Extraño la arepa, los fríjoles, el pandebono”, hace una pausa, parece que la más letal de las memorias, la del paladar, lo asalta sin darle tiempo de controlar sus sentimientos: “…los helados de maracuyá!!!!”, dice, y luego suelta una carcajada.

Hace más o menos catorce años Falcioni no prueba el lulo ni las cocadas, ni sabe lo que es el patacón con hogao o el sancocho de gallina. “¿Sabés lo que es conseguir una bandeja paisa en Buenos Aires? ¡Imposible!”. Después calla por un instante, un poco más de lo que el silencio en verano aguanta. Finalmente la nostalgia pega en el palo “… la mujer colombiana, que es preciosa y adorable”.

Este casi-colombiano de voz gruesa ahora sonríe, ya sin armaduras, y todavía, siempre, con grandeza. A veces la nostalgia le sabe a maracuyá.

VIII.
Nelson Mandela estuvo 27 años en la cárcel, los paramilitares colombianos serán recordados como “defensores” de los Derechos Humanos, Bush existe, a Jesucristo lo traicionó un discípulo, el Culebro Casanova murió sin la Cruz de Boyacá, Francisco Maturana sigue consiguiendo trabajo y Borges nunca recibió un Premio Nobel. Y para sumar otra injusticia atroz a la larga lista, Falcioni jamás fue titular de la selección argentina en un partido oficial.

“En 1985 el doctor Ochoa Uribe comienza a dirigir la selección, me propone nacionalizarme y jugar las eliminatorias tapando para Colombia; todo estaba listo para hacerlo pero sentí alguna resistencia del periodismo, que quería una selección criolla, y no acepté”.

La selección, esa cosa resbaladiza. Falcioni ahora tapa su bronca en esta tarde de Banfield, se estira acá, rechaza allá, a la melancolía también le saca el cero. “Antes de venir a Colombia había jugado con la selección de Menotti y tenía la posibilidad de ir al mundial del 82, pero yo tenía que tomar una decisión. La oferta económica del América era importante y además yo nunca pensé quedarme tanto tiempo en Colombia, pensaba que iba a estar un año, máximo dos, pero las cosas fueron bien, jugaba en un gran equipo y no tenía por qué irme”.

El Cafeterito era la mascota del Campeonato Mundial de Fútbol Colombia 86, la sede era un hecho, pero parece que se prefirió invertir esa plata en la visita del Papa porque llenaba más estadios. “Si el mundial hubiera sido en Colombia yo habría estado en la selección, pues Bilardo quería algún arquero que tapara en el país sede. Cuando se cambió para México, a la selección argentina fue Zelada, que estaba tapando allá”.

Ahora sí, el cuarto cigarrillo se hace irresistible. Carbura de nuevo, no hay rabia en su rostro, ni frustración, porque tal vez ahora como técnico la historia pueda pagarle la deuda. “En el 89 fui a la Copa América con la selección. Fui suplente de Pumpido. Al año siguiente estuve entrenando y pocas semanas antes del viaje al Mundial de Italia, Bilardo me borró de la lista”.

Con el Camel ya prendido Falcioni desvía al corner el taponazo de la mala suerte.
Otra vez es hora de cambiar de tema.

IX.
Había dicho que tiene una deuda pendiente con sus hijas: llevarlas a recorrer sus pasos de infancia caleños. Ahora que es técnico juega la Copa Libertadores con el Club Atlético Banfield, un equipo que en 109 años de historia nunca había alcanzado la clasificación a una copa internacional. “Cuando llegué al club manifesté mi deseo de hacer una campaña que nos permitiera aspirar a la Copa Suramericana o la Libertadores. Algunos miembros de la mesa directiva se rieron, no creían que fuera posible y ahí estamos, después de una muy buena campaña”.

Cuando se hizo el sorteo Falcioni hacía fuerza “para que nos tocara jugar contra un equipo colombiano. Y volver por fin”. Aún no se da, pero pase lo que pase volverá con sus hijas. “La mayor tiene 23 años y acaba de recibirse de abogada. La menor tiene 20. Y te digo que como técnico no he tenido problemas porque asumo las responsabilidades, ser arquero me resultó muy fácil y divertido, pero taparle los novios a mis hijas es la tarea más dura que he tenido en la vida”.

X.
Para Falcioni podría resultar fácil, pero ser arquero en Colombia a mediados de los ochenta era un acto de valentía, la más dura prueba de altivez y entereza: había que enfrentarse a la zurda asesina del chileno Jorge Aravena, jugador del Deportivo Cali. “Por suerte debí haber sido uno de los pocos a los que no le hizo gol de tiro libre. Creo que me hizo uno de penal, pero de tiro libre no me convirtió nunca. Eso sí, me hizo arrastrar y me cagó a pelotazos mil veces”.

Cuando habla de jugadores admirados en Colombia, Falcioni es implacable: “Willington, sin ninguna duda. Por todo lo que representaba y todo lo que le dio al fútbol colombiano, fue imagen no solo del América sino del Cali y de Millonarios. No sé si compararlo con Valderrama, si fue mejor o peor, porque son otras épocas, es como comparar a Maradona con Pelé. Yo alcancé a jugar con un gran Willington y alcancé también a enfrentar a un gran Valderrama, pero sin duda agradezco haber tenido a Willington de mi lado”.

Y en general, el América de esa época era un lujo hoy comparable con el Real Madrid o con los equipos grandes de la Argentina: “América tuvo una banca envidiable. Alex Escobar, el Pibe del barrio Obrero, Albeiro Usuriaga, -quien más tarde tuvo más éxito en la selección, en Nacional y en Independiente– en el América era el segundo o tercer suplente, igual que Anthony de Ávila. En ese momento eran jugadores de alternativa porque estaban Cabañas, Bataglia, Gareca. También estaba en la banca John Edison Castaño, que había venido del Pereira, y Pedro Zape, que era el titular de la selección Colombia, era mi suplente. Teníamos un potencial de equipo que con la banca podía armar dos equipos más”.A propósito de arqueros, Falcioni lo tiene clarísimo. “Me gustaban Zape y Ormeño Gómez. Eduardo Niño, quien me remplazó cuando me fui, también andaba en un gran nivel. Pero creo que el más brillante de esa década, sin ninguna duda, fui yo”.

No hay vanidad ni soberbia en la aseveración, ¿quién podría quitarle el crédito? Sin embargo, por fin el gol de la nostalgia lo sorprende en un descuido, tanto va el cántaro al agua… “América ocupa la parte más importante de mi carrera como jugador. Fue el equipo donde más tiempo jugué y donde más brillante fui. Siempre quiero que le vaya bien y a veces me agarra la nostalgia, en mi casa tengo fotos y recuerdos de mi paso por Cali y cuando veo un partido en el Pascual por televisión me pregunto cuándo será el día que podré estar de nuevo allí”.

XI.
El quinto y último Camel había muerto en el cenicero. La tarde se llenaba de sombras y después de algunas fotos Falcioni se había retirado a descansar; al día siguiente viajaría a México con el equipo a jugar un partido de Copa Libertadores.

Y así, sin mucho aspaviento, quedaban atrás sus palabras, toda la fuerza de su mirada recia. Al final no hubo mucho más qué decir, después de su retiro volvió a la Argentina a estudiar periodismo deportivo, hizo un curso de director técnico y poco a poco comenzó su nueva carrera, el segundo tiempo de su grandeza.

La tarde transcurre y aparece, de pronto, una sensación que transita entre el desencanto y la rabia: a Falcioni la historia aún le sigue debiendo grandeza. Pero uno lo piensa mejor y vuelve a descubrir que es más sencillo de lo que parece. No es un asunto que tenga que ver con la justicia. Falcioni es arquero, uno de los mejores de todos los tiempos, y acaso haya sido él mismo quien decidió sacarle el cero a la historia.

Ni siquiera ese cero lo pudo evitar.

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Juan Pablo Méndez, comunicador antisocial bogotano. Trabajó en televisión y ahora hace documentales para diversos canales. Vive indocumentado en la Argentina. En sus ratos libres, dice que escribe. ( mrjuanpa.blogspot.com )

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