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Confesión I

Algunas veces tengo un sueño extraño. Que es de noche y voy en un carro a toda velocidad sin saber manejar. Sudor frío, el corazón se quiere salir. Y las manos, sudorosas, se me resbalan en el timón. Nunca me estrello, pero no es por mí, es gracias a una suerte de poder superior, de algo más allá de mi entendimiento que no quiere verme ensangrentado y con escarchitas de vidrio cubriendo mi cara, así todo sea una jugarreta de mi mente mientras duermo.

Manos sudorosas. No es una casualidad no saber agarrar un timón ni siquiera en un sueño. Manos que arruinaban cualquier intento de origami, manos que se salían de la margen pintando figuras, manos repitiendo hasta el dolor planas de caligrafía, manos perdiendo en el Nintendo contra alguien, manos dejando escapar balones, manos dejando escapar amores, manos confundiendo la izquierda de la derecha, manos en un constante intento por escribir. Manos débiles tratando de ser fuertes, manos apretadas de la rabia, manos flojas para dejar huir la felicidad en una brisa, una de esas que no se atrapan y recorren el mundo.

Manos. Manos sudorosas, manos temblorosas, manos dudosas, manos nostálgicas, manos tristes, manos soñadoras, manos que quieren guardar en vano un pedacito de mar. ¿Para qué más son las manos, sino para dignificar el hecho de perder cosas a medida que se vive?

Otra vez. Manos sudorosas, manos temblorosas, manos nostálgicas, manos tristes, manos soñadoras, manos que guardan el calor de otras manos, manos que se enfrían, manos que gesticulan, manos que tratan de explicar por qué hablo de manos cuando me preguntan por qué, a los 28 años, sigo sin saber cómo usarlas para amarrarme los zapatos.

 

Publicado enSuspiro fotográfico

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