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Mi tercer intento

Mi tercer intento llegó una semana antes de que empezara la cuarentena por la llegada del coronavirus. Angelita me lo entregó con cariño, pero también con una mirada que decía: por favor, Daniel, esta vez sí cuídala.

Me explicó que ahora me había sembrado una planta nocturna en esa maceta de arcilla con forma de Gokú que ya había sufrido mis dos primeras incursiones en el mundo de cuidar plantas en la oficina.

Angelita es una de las secretarias que trabaja en la redacción del periódico donde laboro desde el 2013. Es joven, madre y tiene su propio negocio de macetas y plantitas. La primera vez que recurrí a ella fue en septiembre del año pasado, cerca del día de mi cumpleaños, cuando quise encargarle una porque sentí que me vendría bien responsabilizarme de cuidar algo en mi espacio de trabajo, siempre tan lleno de mensajes al whatsapp, llamadas y páginas en blanco a diario. Pensé que una planta podría ser una distracción sana en medio de esas jornadas que a veces se alargan sin previo aviso.

La primera plantita que tuve, entonces, fue una Suculenta. “Buenísima para la prosperidad”, me decía la gente que pasaba por mi puesto y se quedaba viendo sus hojas gruesas y redondas. A mí se me parecían a unas grandes gotas de agua.

Agua. Mi primer intento falló por el agua. Pensaba que si no le daba suficiente se podía morir, y por eso le eché demasiada. Una tarde, luego de cerrar la llave del grifo, la suculenta se hundió, como si se la hubiera tragado una arena movediza. Corriendo fui al puesto de Angelita. “Qué pasó”, me dijo ella. “Es Gokú, yo creo que se me murió”, le contesté.

Le llevé la maceta a Angelita dijo que no estaba muerta, pero que le había hecho mucho daño el exceso de agua. Ella se la llevó a su casa para tratar de sembrarla en una tierra más firme y no fangosa. Cuando me la regresó, la Suculenta no se veía tan imponente como en las primeras semanas. Había perdido su brillo, por así decirlo, y lucía ahora muy frágil. Pero no importa, me dije,  vamos a darnos una segunda oportunidad.

El 31 de diciembre fui a trabajar, y al verla medio decaía, decidí llevarla a la terraza para que tomara un poco de sol. La dejé unos minutos mientras acomodaba en el portal las escasas notas deportivas que habían llegado. Luego subí, la recogí y la volví a poner en su lugar.

Pero a los cuatro días, la Suculenta empezó a ponerse café.

“Esta vez sí se murió”, me dijo Angelita.

Y yo tuve mi primer lamento de este 2020.

Pasé casi tres meses con el vacío de la planta en mi puesto. No era capaz de acomodar nada allí. Era como si ese espacio estuviera ocupado sin estarlo, y esa sensación me generaba nostalgia, porque también me recordaba mi fracaso en algo tan básico como cuidar bien una planta.

Pero llegó mi tercera oportunidad.

En la segunda semana de marzo apareció Angelita en mi puesto con una nueva plantita sembrada en la maceta de Gokú. Una plantita con un verde más oscuro y de hojas delgadas con delicadas rayitas blancas que me hicieron pensar en la fachada de un castillo.

“Toma, esta es una planta más bien nocturna, necesita bastante agua y no tanto sol. Pensé que es la adecuada para ti”, me dijo con una sonrisa tierna.

Agarré la planta con muchos nervios, y pensé en el miedo que me daba volver a fallar. Pero sentí una conexión, algo que no había pasado con la Suculenta.

A la semana los jefes nos mandaron a trabajar desde la casa por la emergencia del coronavirus, y tomé la maceta con muchos nervios. ¿Podré cuidarla bien en la casa? La idea me generaba incertidumbre.

Un mes después del confinamiento, la plantita crece cada día más y me acompaña en las largas jornadas de trabajo. No entendía el por qué de esa conexión que sentí, y además, recordé que Angelita nunca me había dicho su nombre.

Hace poco le escribí para preguntárselo, y cuando me respondió, descubrí por qué era la planta adecuada para mí.

“Fitonia, se llama Fitonia”, me dijo ella.

Y yo sonreí, porque hacía mucho que no escuchaba un nombre igual de hermoso.

Publicado enCentro de los sentimientosSin categoría

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