Un, dos, tres… un, dos, tres… así resonaba la marcha lenta y marcada con que imponía el ritmo a sus pies cuando pasaba desfilando por el parque principal, siempre denotando paso de instrucción. Además de la elegancia en su andar, destacaba la casaca de paño azul oscuro de su uniforme castrense que llevaba el cuello alto, los puños y las solapas en paño de color rojo bordado con orlas doradas. Parecía un militar de alto mando coronado en oro, a juzgar por los numerosos botones y las ricas charreteras aseguradas sobre sus hombros. A cambio de un bicornio emplumado, acostumbraba llevar un sombrero de dos alas anchas recogidas hacia arriba, elaborado con los más actualizados periódicos del día.
Su vocación era ante todo la milicia, que empezaba a ejercer con el llamado de diana, pues debía escoltar durante varias cuadras a las estudiantes de secundaria que acudían, desde todos los puntos cardinales, al único colegio femenino que existía en el pueblo de Tejares. Con su fusil de madera, vigilaba que los varones del instituto masculino no se propasaran en ningún momento con las damas.
Una vez los estudiantes ingresaban a sus respectivos centros escolares, él cambiaba de casaca más no de profesión. Cuando la cazadora de color gris aviación con todos los emblemas militares se ponía en su lugar, empezaba a hacer uso del silbato que le colgaba desde el cordón trenzado de plata que se encontraba unido a su hombrera izquierda. Al parecer, la falta de aviones en Tejares no fue impedimento para dirigir el tráfico, por cuanto aquella comarca también carecía de semáforos en tierra.
El gorro reglamentario de oficial del ejército del aire, un par de guantes blancos y una porra de madera dura que llevaba amarrada a la cintura, le daban los acabados finales a su uniforme de guarda de tránsito ad honórem. Hacia arriba, la elegancia era suprema. No ocurría lo mismo hacia abajo, donde unos pantalones bermudas y unas botas negras ─rotas en el frente─ terminaban desafinando sus notas de silbato.
La leyenda de su “nombre” lo acompañó desde las más tempranas horas. Cuando su madre lo expulsó del vientre ─con un grito de dolor que se llevó su aliento─, fue la calle, con su frío pavimento, la única que supo darle abrigo. Se sobrepuso a su cuerpo comprimido y a su piel de escamas negras de origen africano, que si bien le daban un aspecto áspero a su dermis, no le impidieron congeniar amablemente con los tejareños del lugar.
Lo que al parecer, no supieron perdonarle, fue su boca protráctil que se hacía más ancha debido a los labios que simulaban un permanente estado de hinchazón, y que terminaba acortando su mandíbula inferior. Fue así como “Tilapia” se convirtió en su único nombre, y no llegó a necesitar de apellidos que acreditaran la fama de buen hombre.
La voracidad en la lectura ─como la de algunos de su especie─, fue una de las cualidades que solían endilgarle, gracias a las horas de enseñanza que le prodigaba Margarita, la niña de facciones perfectas y corazón de ángel que se había convertido en su amor platónico. Fidelidad que aseguran, siempre le guardó hasta el último momento, ya que ni las bocas más ponzoñosas de aquellas recónditas tierras se atrevieron a levantar calumnias en su nombre.
No obstante, “Tilapia” también conseguía aterrorizar al pueblo, particularmente, cuando alguien osaba pronunciar su nombre con irrespeto y hacía mofa de él. Como buena tilapia, se tornaba agresivo y enfilaba su larga hilera de dientes impolutos. Batía su cachiporra al viento para apoyar la lluvia de piedras que hacía caer sobre sus agresores y sobre todo cuanto se movía a su alrededor. Huir o esconderse de su furia eran las únicas opciones.
Así transcurrió la vida de aquel hombre, hasta llegar a convertirse en personaje insigne de la villa de Tejares. Siempre a cargo de la seguridad en todos los eventos importantes, y siempre activo en todas las causas de bienestar social.
Aunque gozaba de buena salud, sus escamas se tornaron plateadas en forma prematura, lo cual muchos atribuyeron al fulguroso sol que formaba una aureola sobre su cabeza cuando salía a ejercer su profesión a la intemperie, que más que una vocación, parecía una religión en él.
Hasta que un día los vientos del norte trajeron a Tejares la bruma desgastada de una violencia inconclusa que hábilmente supo camuflarse entre los lugareños de la villa, de la cual tan solo se sabía que no quería contaminarse con el bien.
Anónimo como llegó a este mundo, de esa misma manera “Tilapia” hubo de partir; sin dejar rastro alguno de sus escamas, ni tampoco de sus huesos. A veces un eco clandestino pareciera regresar de la montaña para rectificar la información: “al buen ‘Tilapia’ los malos lo desaparecieron”. Y aunque no tiene monumento, su recuerdo ha quedado inmortalizado en Tejares.