Implicaciones del IBU como derecho

Por: Edgar Benítez Salcedo (Profesor Departamento Estudios Políticos)

Algunos consideran que una propuesta como el IBU permite que la gente no vea tan limitada su vida por restricciones de dinero, que pueda ser más libre para elegir el hacer o tener cosas que valoran, en general, que sus perspectivas de vida no estén condicionadas por su situación económica. Estas razones les animan a adherirse a la propuesta del IBU porque tienen en su mente el “público correcto”: pobres, marginados, desempleados, etc. Sin embargo, el apoyo suele debilitarse cuando contemplan la posibilidad de que otro público también reciba el IBU: ¿por qué un “vago” ha de recibir el dinero del ingreso si no hace nada por superarse?, ¿qué estamos haciendo si le damos regularmente un ingreso básico a un alcohólico o a una drogadicta?, ¿acaso no terminaremos los demás (vg. trabajadores abstemios) patrocinando la pereza y el vicio de otros con nuestro propio esfuerzo?

Creo que este tipo de restricciones, moldeadas por nuestras intuiciones morales, pueden resultar tan fuertes como las limitaciones económicas o políticas para la implementación del IBU. Las políticas redistributivas no enfrentan exclusivamente problemas de orden técnico-económico, requieren también un amplio apoyo público que se basa en las creencias sociales sobre la deseabilidad de tales políticas. Por esto, quisiera destacar que un primer debate que suscita la propuesta del IBU tiene que ver con las consideraciones o intuiciones morales que pueden dificultar el apoyo a esta propuesta; se trata, en última instancia de enfrentar un cuestionamiento: ¿por qué hemos de apoyar una política que puede beneficiar a quienes creemos no se lo merecen?

Esta inquietud suele aparecer frecuentemente en los comentarios que hacen los estudiantes en clase. Su preocupación consiste en que el dinero que reciben las personas sea merecido, es decir, o que la gente realmente lo necesite; o simplemente, que sea bien empleado (vg. para emprender una microempresa y generar empleos). El problema está en que esta preocupación no asume el IBU como un derecho, sino más bien como una remuneración debido a la condición de marginalidad o pobreza  (un tipo de asistencialismo estatal) o como un incentivo para generar agentes productivos (un tipo de subsidio condicionado). Ocurre que ninguno de estos casos refleja la intuición que subyace a la idea de un derecho en una democracia constitucional: su carácter de incondicionalidad. Ningún derecho es adjudicado por mérito, ni condicionado por los resultados que genere su portador.   

Es decir, pocos dudan que los fumadores atentan contra su salud (y la salud de los demás) pero esto no hace legítimo el que un sistema de salud los excluya cuando requieren un tratamiento para terapias respiratorias. O que el derecho a la educación esté limitado a quienes puedan aprovecharlo y ser “productivos”. Así, pensamos que aunque un niño tenga serias deficiencias cognitivas, tiene derecho a una educación pública adecuada para él, aunque no pueda llegar a ser un trabajador “productivo”. Para decirlo de otra forma, en un Estado Social de Derecho los derechos económicos o sociales no se ganan, ni se obtienen por méritos. Por ello, si el IBU es una expresión de este tipo de derechos, ¿qué lugar tiene pensar que quienes lo reciben deben cumplir con ciertas cualidades morales o que deban asegurar un cierto tipo de “buen” aprovechamiento?

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