El IBU y el fin del empleo

Por: Enrique Rodríguez (Jefe del departamento de Estudios Sociales)

Desde niños se nos enseña, a veces a través de dolorosos ejemplos, que si no se trabaja no habrá posibilidades reales de tener un futuro prometedor. “El que no trabaja no come” se nos sentencia de manera casi que inapelable, salvo por supuesto si pertenecemos a ese pequeño sector de la población que sabe, o cree saber, que tiene riqueza resistente al tiempo. Coloquialmente hablar de trabajar equivale a tener un empleo remunerado. Trabajar puede ser visto como una maldición, un modo de evidenciar la gracia divina o una vía de realización personal, pero se nos suele presentar como un destino inevitable y necesario.

Pero si así son las cosas, si vinimos al mundo a trabajar ¿Qué pasa con nuestras vidas si desaparece el trabajo? ¿Qué ocurre si no tenemos modo de encontrar una actividad que nos permita obtener un sustento económico?

Habrá que insistir en una cuestión, que trabajar y tener un empleo se usen como sinónimos coloquialmente, no quiere decir que necesariamente lo sean. Como bien se ha sabido, especialmente de parte de las mujeres, el trabajo es como la mugre, infinito. Resulta poco probable que en algún momento de nuestra historia humana no necesitemos realizar algún tipo de tarea, manual o no, pesada o no, que requiera nuestro esfuerzo, que demande de nuestro tiempo e ingenio, nuestro cuerpo. Lo que está poniéndose en cuestión, gracias a las transformaciones tecnológicas, culturales, políticas, a las teorías de la administración, a nuestra noción del tiempo,  es la posibilidad para todos los adultos, quiéranlo o no, de tener un empleo.

Un empleo representa un contrato entre dos partes que implica subordinación y autoridad, pago en dinero por la labor cumplida, que una de las partes sea dueña de los medios de producción, tiempos de trabajo y de descanso, etc. Un buen empleo era, y parece seguir siéndolo, aquel en el que además de conseguir dinero, podemos desarrollar destrezas que contribuyen a lo que somos como personas, a integrarnos a un grupo humano o existir en una trama más o menos compleja de relaciones de la cual somos uno de los nodos.

Las diferentes crisis del capitalismo, de las que escuchamos a cada tanto, vienen anunciándonos que estamos asistiendo al final del trabajo, cuando lo que se está modificando es el mundo del empleo.  Aunque es materia de un angustioso debate, parece que los empleos tienden a disminuir inevitablemente y en muchos Estados, altamente tecnificados o que a duras penas alcanzan a entrever la modernidad tecnológica, la discusión se centra en la velocidad de esa disminución y no en si va a pasar o no.

Si el empleo desaparece y con él el salario, ¿De qué va a vivir la gente? Una primera respuesta proviene de los países llamados del Tercer mundo, en los cuales grupos grandes de la población han sobrevivido sin poder tener un empleo. La solidaridad, el rebusque, el crimen, entre otros, han servido como mecanismos alternos, no necesariamente incompatibles con un mundo de empleos pobres o precarios, parciales y definitivamente poco prometedores como formas de realización individual. No son condiciones deseables, por más que se puedan mostrar como indicios de la enorme recursividad humana, de los cuales la gente en países como el nuestro se enorgullece tan lamentablemente.

Otra respuesta debería apuntar a otras cuestiones más transformadoras. Si el empleo desaparece, hay que resolver dos preguntas urgentes, tan importantes la una como la otra ¿Cómo va la gente a obtener los ingresos que le permitan vivir dignamente? y ¿Qué va hacer la gente como proyecto de vida, si ya no puede aspirar a un empleo? Antes de aventurarse a alguna respuesta es preciso señalar que no vivimos en un mundo pobre, en el cual hay poco que repartir. Escuchamos cada año que hay hombres más ricos que naciones enteras, que el presupuesto para salvar la banca norteamericana es mayor que todo el destinado por los países ricos para ayudar a solucionar los problemas de  los países pobres, y así. Riqueza hay.

Una de las razones por las cuales es indispensable tomar en serio propuestas como la del IBU, es que es una respuesta clara y directa a las transformaciones reales y al parecer inevitables de la desaparición del empleo. El IBU proporciona una plataforma social que al desligar el empleo de la sobrevivencia material hace posible que nos planteemos en serio la segunda pregunta. ¿Qué vamos a hacer como proyecto de vida, tanto individual como colectivamente?  El IBU no es ni mucho menos una panacea. Pero es una de las formas para traer a la arena política la discusión acerca de la repartición justa de la riqueza social, a repensar nuestras formas de organización social y política, pues si no debemos prepararnos para el empleo, quizá podamos tener una mejor sociedad (que deberá resolver cómo realiza el trabajo que no desaparece), que puede aprovechar de manera diferente su creatividad, capacidad de esfuerzo y de aprendizaje.

Preocuparse en cómo poner en práctica el IBU trae de presente dos problemas entrelazados. De una parte, el ya mencionado de la riqueza y de su distribución justa. Si la generación de riqueza y de tecnología reduce el número de empleos disponibles, parece obvio reclamar que al menos una parte de esa nueva riqueza generada se utilice para ofrecerle a la gente las condiciones de posibilidad de reorganizar sus vidas sin empleo. En segundo lugar, disociar la tenencia o no del empleo del disfrute de los derechos que hemos ido adquiriendo socialmente. Si el tipo de colectividad que estamos construyendo produce no sólo un menor número de empleos sino que establece cada vez requisitos más complejos para acceder a los disponibles, no resulta justo que además los derechos sean reservados para quienes tienen un salario.

Durante mucho tiempo distintos utopistas presentaron a la sociedad sin empleo como un sueño al que se llegaba luego de grandes transformaciones y esfuerzos, una conquista del progreso humano. Quizá hemos arribado al mismo lugar por la puerta menos esperada. Llegamos a un mundo sin empleo como consecuencia no deseada, como una forma más de exclusión, de desintegración, de desarraigo. Resulta al menos tentador considerar que una condición de posibilidad para pensar qué podemos hacer como sociedad y como individuos, de ahora en adelante, es contar con el IBU como punto de partida.

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