Un sesgo al optimismo
Cali, 26 de agosto de 2023
Muy buenos días.
Quiero darles la más afectuosa y entusiasta bienvenida a esta, su casa, nuestra Universidad.
Inicio esta intervención saludando a los miembros de nuestra Junta Directiva, especialmente a su presidente, Francisco Barberi, presidente de TQ, y a su esposa la ex Canciller Claudia Blum, lo mismo que a Mauricio Iragorri, presidente de Mayagüez, y a su esposa Mónica. TQ y Mayagüez han sido donantes comprometidos de Icesi desde hace muchos años y sus generosos aportes nos han permitido profundizar nuestra misión de ofrecer educación de altísima calidad a jóvenes talentosos de familias de bajos ingresos para contribuir al cierre de brechas sociales en nuestra sociedad y el país.
Quiero destacar muy especialmente el compromiso de Francisco, de su familia y de TQ. Sus donaciones a la fecha han beneficiado, con becas parciales, a la impresionante suma de 1.341 estudiantes. Además, TQ y la familia Barberi recientemente se comprometieron con donaciones por más de $18.000 millones de pesos en 5 años para becas de inclusión en Icesi. Les pido le den un sentido aplauso.
Saludo también a Catalina Botero, nuestra invitada de honor, una de las juristas más destacadas de Colombia, promotora del movimiento de la séptima papeleta en 1992, ganadora del Premio Chapultepec por la defensa de la libertad de expresión y de prensa, conjuez de la Corte Constitucional y del Consejo de Estado, antigua Decana de la Facultad de Derecho de la Universidad de los Andes, y actualmente Copresidenta del Consejo de Supervisión de Contenidos de Meta, casa matriz de Facebook e Instagram.
También saludo a los demás invitados especiales, a los decanos, decanas, directivos, profesores y equipo humano de nuestra universidad, a los miembros del Consejo Estudiantil y a todos aquellos, estudiantes y otros, que contribuyeron en el montaje de esta maravillosa celebración de grados. Hago un reconocimiento especial a los profesores de Icesi, mentores y guías de excepción de nuestros graduandos en estos años de florecimiento personal y académico en nuestra universidad.
Hay muchas buenas noticias que les quisiera compartir, pero en aras del tiempo, me voy a concentrar solo en una; un logro muy importante para Icesi que no hubiera sido posible sin el esfuerzo de todos los aquí presentes. El ranking THE Young University 2023, de la firma inglesa Times Higher Education, que lista a las mejores universidades del mundo que tienen 50 años o menos de fundación, ubicó a Icesi en el primer puesto en América Latina. Este reconocimiento nos llena de orgullo y resuena fuertemente con lo que somos, una universidad joven, innovadora, vibrante, que se proyecta con potencia hacia el futuro.
Hoy, nos es sumamente grato, entregarle al futuro y a Colombia, 497 jóvenes profesionales talentosos, comprometidos y de capacidades extraordinarias. En esta ceremonia estamos entregando 170 grados con honores (6 Summa Cum Laude, 64 Magna Cum Laude y 100 Cum Laude).
Les pido un muy fuerte aplauso para nuestros graduandos y para sus padres, familiares, profesores y todos quienes los acompañaron en esta formidable travesía.
Pensando en las palabras que les dirigiría hoy, decidí atreverme a ofrecerles un consejo. Sé que hacerlo, sobre todo cuando es ‘al por mayor’, como en este caso, es entrar en terrenos pantanosos. Necesariamente los consejos parten de la subjetividad y de experiencias particulares y limitadas, y cada persona es un mundo; aún más dentro de una comunidad tan diversa como la de Icesi. Pero bueno, aquí voy con un intento que espero les resuene.
¿Quiénes de ustedes ven el futuro—el de nuestro planeta, el de nuestra sociedad, incluso el propio—, con temor o con angustia? … ¿Cuántos piensan que el mundo que les tocó a sus padres o a sus abuelos fue mejor que el actual?
No los culpo. Ambos son sentimientos frecuentes, normales; y, aunque quizás no sirva de consuelo, para nada exclusivos a nuestra época. Todas las sociedades, todas las culturas, todas las épocas, han tenido sus miedos. Seguramente, la hiperconexión del mundo contemporáneo, que resulta en que nos enteremos al segundo y muy gráficamente de las desgracias que suceden en cada rincón, exacerba estas ansiedades.
Por demás, son temores comprensibles en los individuos, condicionados, como estamos, por nuestra mortalidad. Y es interesante que sean también característicos de las sociedades humanas, de los colectivos, que abrigan la condición, paradójica hasta cierto punto, de temer por el futuro y a la vez sentir nostalgia del pasado. Pero ese “pasado añorado”, no es otra cosa que futuros que se fueron concretando; futuros que, quizá, previo a su llegada suscitaron las mismas sospechas y desencantos que hoy puede despertar el nuestro.
Sobre la segunda pregunta que les hice, que recoge ese sentido tan común de nostalgia por el pasado, sí creo poder decirles con contundencia que el mundo que les tocó a sus padres—que es el que me tocó a mí—, no fue mejor. Mucho menos el que les tocó a sus abuelos.
Les comparto algunos datos, empezando por uno muy cercano a la ocasión que nos convoca. Ustedes hoy se gradúan de la universidad. De los colombianos en edad universitaria, actualmente un 54% tiene acceso a algún nivel de educación terciaria. Cuando me gradué yo de la universidad, hace 29 años, por allí cuando se graduaron sus padres, esa cifra estaba en torno al 17%--la educación terciaria era el privilegio de solo uno de cada 6 colombianos.
Y es casi seguro que muy pocos de sus abuelos hayan recibido educación superior. En el caso mío, que vengo de una familia privilegiada, de mis cuatro abuelos, uno tuvo esa oportunidad. Hacia fines de los sesenta, cuando estaban en edad universitaria sus abuelos, solo 1 de cada 25 jóvenes—un 4%--accedían a la educación superior.
Lamentablemente hoy en Colombia, la violencia y la inseguridad, son preocupaciones cotidianas. Les confieso que esta mañana fui atracado por primera vez en mi vida, trotando en el Oeste de Cali. Me llevé un buen susto… Pero a principios de los años 90, cuando sus padres y yo teníamos su edad, la tasa de homicidios anuales en Colombia superaba los 80 por 100 mil habitantes, y era la más alta del mundo. En Cali estaba en torno a los 150 por 100 mil y estallaban bombas con frecuencia. El año pasado, la tasa de homicidios en Colombia fue de 26 por 100 mil—inferior en casi un 70% a la de aquella época. A fines de los 60, en la relativa paz del Frente Nacional que les tocó a sus abuelos en sus años mozos, la tasa de homicidios se ubicaba ligeramente por encima de los 30 por 100 mil. La violencia ha sido casi endémica a Colombia, pero su tendencia es a la baja.
Por estos días también se discute mucho sobre el sistema de salud colombiano y el hambre en regiones como la Guajira; y sin duda en éstos ámbitos hay muchas tareas aún incompletas. Pero por la época en que nacieron sus abuelos, el colombiano promedio podía esperar vivir escasamente 40 años o un poco más y medía 5 centímetros menos que en la generación de ustedes. La expectativa de vida era tan baja, entre otras, ¡porque 1 de cada 4 niños moría antes de cumplir los 5 años de edad! Mi abuela materna murió dando a luz a su séptimo hijo, quien también, lamentablemente, falleció.
Incluso para la época en que nacieron sus padres (y nací yo), casi 1 de cada 10 niños nacidos vivos moría antes de los 5 años, y el ciudadano promedio podía aspirar a vivir solamente 60 años o algo más. Cuando ustedes nacieron, la mortalidad infantil había caído al 2,5% (uno de cada 40 niños fallecía antes de los 5) y la expectativa de vida superaba los 70. De los colombianos nacidos mientras ustedes estaban en la universidad, menos de uno de cada 75 falleció antes de cumplir los 5 años—un 1,3%--, y, en promedio, su expectativa de vida es cercana a los 80 años.
Sin soslayar los graves problemas y grandes inequidades de Colombia, el avance de nuestra sociedad en los últimos 30 y 60 años es notorio. Y, con la excepción de un puñado de países que han elegido gobiernos verdaderamente desastrosos y que se han perpetuado en el poder, las mismas tendencias de progreso se observan en todo el mundo. Tristemente, nuestra vecina Venezuela es uno de los pocos países sobre los que se puede decir, sin titubear, que a las generaciones anteriores les tocó una realidad mucho mejor que a las actuales.
No me malinterpreten. No estoy diciendo que no haya dolor injusto en este mundo, o que todas las personas en Colombia o en el mundo hoy cuentan con condiciones de vida aceptables. No. Tristemente hay demasiadas personas que aún viven en condiciones materiales desesperadas y otras que carecen del mínimo y debido respeto social; otras más son víctimas de atroces formas de violencia.
Hay también desigualdades que hieren, que minan la promesa de igualdad de oportunidades, crean las culturas del privilegio y hacen mella en la autoestima de los desfavorecidos. Y todo eso está mal. Muy mal. Y debería dolernos a todos. Sobre todo cuando existen en el planeta las posibilidades humanas y tecnológicas de superar esas desgracias.
El profesor y premio Nobel de Economía, Amartya Sen, uno de los grandes sabios de nuestros tiempos, dice en “Una idea de la justicia”, que a él le interesan las injusticias remediables más que los grandes sistemas de valores justos, armónicamente estructurados. A mí también. Creo que el deber de todos es identificar esas situaciones inaceptables y batallar para corregirlas.
Pero esta idea es muy distinta de la idea de que hoy estamos peor que ayer y que el mundo solo ha ido acrecentando los males y las injusticias. Medidos con la vara de los indicadores objetivos, el mundo, con sus tristes ritornelos y sus desviaciones, ha ido progresando. Medido con la vara de nuestras posibilidades sociales y económicas y nuestros ideales morales, hay muchas cosas que corregir. Y son muy graves. Y muy urgentes.
Lo que estoy diciendo, lo que están diciendo los datos, es que en muchas de las variables relevantes para definir nuestras condiciones de vida, hemos mejorado. O mejor, para decirlo con optimismo: que estamos mejorando.
Pasemos ahora de la extraviada nostalgia del pasado al desasosiego por el futuro. Ya decía que la especie humana padece de una especie de milenarismo ancestral. El término surge del hecho de que hace un poco más de mil años, prácticamente toda la cristiandad creía que el fin del mundo llegaría, puntual, con el cierre del primer milenio.
Hoy no faltan razones para preocuparnos. El desafío que nos plantea el cambio climático es una realidad cada día más patente. La pandemia nos mostró que un microorganismo puede poner a tambalear una civilización. La injustificada y macabra invasión rusa de Ucrania despertó el temor dormido de una hecatombe nuclear. Hay voces que adjudican graves peligros al surgimiento de la inteligencia artificial, la cual, en su opinión, podría dar un giro maligno. Todo esto por no mencionar ansiedades quizás más mundanas y locales de la realidad colombiana.
Veamos en algún detalle ciertos de estos temores. En cuanto a la inteligencia artificial, todavía es muy temprano para pronosticar sus impactos. Puede que en sus riesgos sea cualitativamente diferente a otras revoluciones tecnológicas, aunque seguro lo será también en sus oportunidades. Seguramente, nuestra invitada especial, que pasa bastante tiempo en Silicon Valley, nos pueda dar algunas luces. Lo que sí vale la pena recordar es que la historia está repleta de ejemplos de recelo e incluso reacción violenta ante la aparición de nuevas tecnologías. En el siglo pasado, la irrupción en escena del teléfono, la radio, la televisión y los computadores suscitaron temores y sospechas en muchas personas.
El fantasma de una catástrofe nuclear, por su parte, cumple casi 80 años. Desde la invención de esta terrible tecnología, el riesgo ha estado siempre latente. El célebre biólogo Edward O. Wilson, de quien tuve el privilegio de ser alumno, señalaba el peligro de que primates de emociones prehistóricas, como nosotros, tuviéramos acceso a tecnologías más propias de los dioses.
Pero también hay que decir que los mecanismos de seguridad de estos mortíferos sistemas y las estrategias de control y disuasión de su proliferación y uso, han avanzado considerablemente. Y les garantizo que la sensación de zozobra hoy es leve frente a la que se vivía durante la infancia de sus padres y la juventud de sus abuelos, con dos superpotencias nucleares enfrascadas en un conflicto “frío”, pero sin cuartel. Yo recuerdo el terror que sentí a mis 8 o 9 años viendo las imágenes en televisión de los desfiles militares soviéticos con sus terroríficos misiles balísticos.
Ustedes tuvieron la muy mala suerte de vivir, en su época universitaria, una pandemia global de esas que, literalmente, suceden cada 100 años. En un mundo densamente poblado y muy interconectado, los riesgos de propagación aumentan. Pero el avance del conocimiento y la tecnología para hacer frente a este tipo de enfermedades ha sido notable.
Cuando la mal llamada “gripe española”—de la que se estima murieron entre 25 y 50 millones de personas—, surgió en 1918, ni se sabía que era causada por un virus. Esa epidemia mató entre el 1,5 y el 3% de la población mundial; gracias a la ciencia y la tecnología, el porcentaje de letalidad total del Covid-19 se estima en el 0,3%--hasta 10 veces menos. El voluminoso conocimiento acumulado en los últimos 3 años seguramente contribuirá a disminuir la mortandad y el impacto económico, psicológico y social de pandemias futuras.
Hablemos un poco del que considero es el riesgo o problema planetario que de mayor manera define a su generación: la crisis climática. No sé si sabían que en los años 70s muchos temían que lo que vendría sería un “Enfriamiento Global”. Bueno, eso claramente sí resultó un “fake”; en cambio, la evidencia de calentamiento generado por las emisiones producto de la actividad humana es aplastante. El pasado mes de julio fue el mes más caliente en el planeta desde que se llevan registros, y todo parece indicar que la temperatura seguirá aumentando durante las próximas décadas, causando alteraciones significativas en el clima y estragos en múltiples ecosistemas y territorios.
El reto, que es de descomunal calado, tiene, como un cubo de Rubik, múltiples caras, interconectadas. De un lado, comprende no solo bajar las emisiones, sino también, algo mucho más difícil, reducir los niveles de gases de efecto invernadero ya presentes en la atmosfera. Pero al mismo tiempo, esto hay que lograrlo sin destruir una economía moderna que le ha permitido a la humanidad alcanzar niveles inéditos de prosperidad y bienestar, a la vez que se garantiza que cientos de millones de personas que viven en la pobreza y la miseria tengan acceso a más energía, la cual es un vector anti-pobreza irremplazable.
La buena noticia es que, en los últimos 5 años, la humanidad finalmente parece haberse puesto seria frente a la urgencia y enormidad del desafío, a la vez que las inversiones en investigación y desarrollo tecnológico comienzan a dar réditos reales. 150 países, incluido Colombia, que representan el 88% de las emisiones mundiales, ya han asumido compromisos de llegar, antes de 2050, a emisiones cero. Por estos días hace un año, el gobierno del presidente Biden aprobó un paquete de medidas, incentivos e inversiones climáticas por $738 mil millones de dólares, marcando un hito transformacional contra el calentamiento global.
Aún mejor, los costos de las tecnologías ‘limpias’—los paneles solares, las turbinas eólicas, las baterías para el almacenamiento, etc.—han bajado entre 80 y 90% en la última década, haciendo que muchos aspectos de la transición energética ya no solo sean posibles, sino económicamente factibles. Esto ha contribuido a que la curva de emisiones haya comenzado a doblarse y esté, posiblemente, llegando a su pico.
De hecho, en Europa, Norte y Sudamérica y Oceanía, el volumen anual de emisiones ya viene en descenso hace años—en la Unión Europea desde 1980, en Estados Unidos desde 2004. La entrada de una cuantía sin precedentes de generación limpia en 2022—1.525 teravatios-hora, 3 veces lo que se agregaba anualmente hace 10 años—así como el rápido incremento en la venta de vehículos eléctricos—sus ventas se multiplicaron por 10 en los últimos 5 años—son señales muy positivas de que la transición energética ya está alcanzando velocidad de crucero.
A medida que avanzan otras tecnologías como el hidrógeno verde y las de captura y almacenamiento de carbono, etc.—cuyo desarrollo se acelera, en un círculo virtuoso, con el abaratamiento de las fuentes de energía limpia—, será posible pensar incluso en que países y organizaciones se comprometan a emisiones negativas; a remover CO2 de la atmósfera. En este ámbito, Colombia tiene muchísimo que aportar, con sus enormes recursos de sol, viento, agua y tierra, y sus grandes oportunidades de ofrecer soluciones basadas en la naturaleza, como proyectos de reforestación de gran escala.
Cuando ustedes entraron a la universidad, parecía sumamente improbable que lográramos mantener el aumento de la temperatura planetaria por debajo de los 2 grados. Hoy esta posibilidad luce mucho más factible. Y si el avance tecnológico se sigue acelerando, quizás podamos movernos más cerca a un aumento de 1,5 grados.
Ahora, 2 grados, e incluso 1,5, de aumento en la temperatura promedio sigue siendo una barbaridad, y representaría impactos grandes e insospechados, entre otras porque el promedio esconde datos locales más extremos. Pero a estos niveles, el riesgo ya bajaría de ser “existencial” para grandes porciones de la vida en la tierra.
En cualquier caso, se va a requerir de muchas adaptaciones, no solo de nuestras ciudades y poblaciones y en estilos de vida, sino también a través de intervenciones virtuosas en hábitats naturales. Soy optimista que está dentro de nuestras capacidades tecnológicas lograrlo. Soy optimista de que está dentro de nuestras capacidades creativas y tecnológicas lograrlo. Se requerirá de una diversidad de tecnologías y soluciones—entre ellas, no me cabe duda, la inteligencia artificial--, y de variados equilibrios, y allí una comunidad de conocimiento como la nuestra, cercana a las organizaciones, tiene mucho que aportar. Sí, debemos preocuparnos, pero, sobre todo, ocuparnos.
Ante retos como éste, como ante tantos en la vida, el pesimismo puede ser razonable; incluso puede ser llegar a ser estrictamente correcto. Pero también resulta inmovilizante y desmoralizador, a más de hacer más difícil lograr acuerdos y colaboraciones y movilizar recursos y voluntades.
Por este motivo, y otros ya enunciados, el consejo que me quiero permitir darles es de perseguir un sesgo al optimismo; no solo a no temer, sino incluso a buscar, ‘pecar de optimistas’. El optimismo no solo es una disposición que debe surgir del análisis de los datos; es también una virtud que necesitamos para transformar positivamente nuestro futuro y conjurar los peligros que nos acechan.
Sé que eso es más difícil para algunos de nosotros que para otros. Por disposición, por carácter, por experiencia de vida. Pero que bien le haría a Colombia una generación de líderes un poco más optimistas; un poco más dispuestos a confiar en el futuro y a confiar en los demás.
Espero, de corazón, que ustedes, desde los diversos ámbitos de la vida que escojan explorar, sean parte de esa nueva generación de líderes optimistas y transformadores.
¡Una vez más, muchísimas felicitaciones y los mayores éxitos y felicidades!