La administración de justicia colombiana no se ha caracterizado por ser “ejemplificante”. Por el contrario, los actores del campo jurídico nacional aprendemos a verla con desconfianza. Hablaremos en esta ocasión de tres debates recientes sobre la judicatura: (1) la congestión como problema para el desarrollo económico el país; (2) el activismo judicial como debate político; y (3) los recientes casos de corrupción judicial como muestras de lo que no es menos que una profunda crisis institucional. En este sentido, el más reciente escándalo de corrupción en la Corte Suprema de Colombia se inscribe en una crisis de la judicatura más amplia. La idea es presentar un panorama de los debates actuales y conectarlos con la preocupación con la construcción de paz. 

  1. La falta de eficiencia del sistema judicial colombiano impacta negativamente al desarrollo económico del país

Empezamos este milenio con cambios institucionales que buscaban, a través de la incorporación del sistema oral acusatorio, combatir la congestión y la mora judicial. La Corporación Financiera Internacional, a través del sistema de indicadores Doing Business, elaboró múltiples diagnósticos sobre el sistema judicial colombiano y la necesidad de reformarlo para consolidar el rule of law, proyecto que a su vez está relacionado con dos principios importantes: el desarrollo económico y la seguridad jurídica. El reporte 2016 sobre el Doing Business establece de manera clara que las economías mejor calificadas son “aquéllas donde los gobiernos han logrado promulgar normas que faciliten las interacciones en el mercado, sin obstaculizar de forma innecesaria el desarrollo del sector privado” (p. 10).

Según el citado reporte del Doing Business, en Colombia un trámite judicial de índole comercial se demora 1.346 días (para el año 2016). Pese a la particularidad de la medición, la visibilidad de este indicador ha hecho que tanto en los debates domésticos como en los debates internacionales Colombia tenga que sobrellevar un discurso alrededor de la congestión judicial como centro de la problemática de la Administración de Justicia. Por ello, el gobierno nacional ha diseñado numerosas propuestas de reforma a la justicia que tienen un impulso “privatizador”. En estas reformas, populares desde la entrada en vigencia de la Constitución de 1991, se entrega directamente la función jurisdiccional a particulares y funcionarios diferentes a los jueces (notarios, conciliadores, árbitros y abogados en ejercicio), con la correlativa descarga de las instituciones de justicia oficiales. Hemos tenido una década particularmente marcada por la justicia informal/privatizada: se creó la justicia de proximidad, las casas de justicia, los jueces de paz, los jueces comunitarios, y se fortalecieron los Mecanismos Alternativos de Resolución de Conflictos- MASC en las cámaras de comercio. Esto ha tenido un impacto importante en la manera en la que se percibe y entiende la justicia en Colombia dentro de la vida cotidiana de los ciudadanos “de a pie”.

Dado que la eficiencia se ha convertido en el centro de las discusiones de la justicia, el vínculo entre la operación del sistema judicial y el desarrollo económico ha sido constante. Un sistema con mora judicial alta, como el nuestro, no puede consolidar un proyecto serio de desarrollo, desde este ángulo, porque impide la fluidez de la economía. Es por esto que, hasta el Consejo Superior de la Judicatura, órgano de autogobierno de la Rama Judicial en Colombia, también ha organizado sus mediciones de gestión a partir del principio de eficiencia. El Sistema de Información Estadística de la Rama Judicial –SIERJU–, creado con el propósito de soportar “el cumplimiento de, entre otros, los siguientes objetivos: el del control y seguimiento a la gestión de los despachos, el de la evaluación del desempeño de los servidores judiciales y, por supuesto, la necesidad de contar con información para la toma de decisiones por parte de la Sala Administrativa” (CSJ, 2011: 9), es un ejemplo de cómo estas preocupaciones por vínculo entre el desarrollo y la administración de justicia se han incorporado muy en la base de las prácticas judiciales. Todos los jueces ahora tienen indicadores de despeño fuertes y contratan o despiden personal con ese objetivo.  Pese a ello, el promedio de un proceso en la jurisdicción ordinaria sigue siendo, paradójicamente, de cinco años.

  1. El activismo político judicial impacta negativamente a la institucionalidad política del país

Mientras estamos acostumbrados a estos diagnósticos, la academia colombiana ha tenido, desde la creación de la Corte Constitucional, un especial apego por los debates sobre las altas cortes. Este ya no es un debate de gestión sino, si se quiere, del lugar institucional de la adjudicación dentro de un Estado liberal de derecho. Los debates académicos y políticos se han concentrado en mostrar, con avidez, cómo los jueces de las altas Cortes (cuya forma de selección varió tras el cambio Constitucional de 1991) tenían funciones “irregulares” en las que emitían fallos que tenían impactos de política pública. Los fallos económicos fueron los más nombrados en la década de los 90´ (como la inconstitucionalidad de la Unidad de Poder Adquisitivo Constante- UPAC, por ejemplo), pero pronto los fallos sobre los derechos económicos y sociales concentraron la atención de la jurisprudencia comparada, al igual que la jurisprudencia de igualdad (matrimonio igualitario, derecho al aborto, adopción de parejas del mismo sexo). Sudáfrica, por ejemplo, ha citado varias veces la doctrina de la iusfundamentalidad del derecho a la salud, desarrollada por la Corte Constitucional Colombiana en el 2008.

Pero los debates relativos a libertades tampoco se han hecho esperar: varios partidos políticos denuncian, de manera frecuente, la cooptación de las funciones legislativas y el fuero democrático del legislador por la llamada “juristocracia”, categoría con la que se ha querido cobijar a los fenómenos de activismo judicial que intervienen en debates como el aborto, el matrimonio y la adopción homosexual, por ejemplo. A finales del año pasado presenciamos un nuevo escándalo del activismo judicial, en el que la Corte Constitucional modificaba el alcance de la Justicia Especial para la Paz- JEP, algo que se consideraba inamovible desde los acuerdos de la Habana, en algo que se ha considerado desde siempre (además de contramayoritario), como una amenaza al equilibrio de poderes y el control de las cargas públicas.

Pero el peligroso activismo judicial no es dominio exclusivo del juez constitucional. El Consejo de Estado, por ejemplo, ha sido acusado también de activista al intervenir en actos de administración del Ejecutivo, que implicaban, por ejemplo, ordenar la anulación de contratos de recolección de basuras a la Alcaldía de Bogotá (en el 2012). La Corte Suprema de Justicia también ha sido acusada del mismo exceso de intervención cuando estabiliza doctrinas proteccionistas sobre el contrato de trabajo (2014). Desde varias miradas, los jueces en Colombia suelen tomar decisiones que afectan de manera polémica el presupuesto, las libertades ciudadanas e impactan negativamente a la institucionalidad política del país.

  1. ¿La corrupción judicial como reflejo de la progresiva ‘criminalización’ de la justicia colombiana?

En el último lustre los debates frente a la justicia en Colombia cambiaron otra vez. Esta vez los actores seguían siendo, como en los debates políticos, los magistrados de las altas Cortes. Pese a ello, las discusiones ya no hablaban de su lentitud o su extremada discrecionalidad o agencia/injerencia en la participación de debates y decisiones públicas. Hablaban de tráfico de influencias, favorecimientos mutuos y afectaciones al erario público. Estos debates denunciaban entonces acciones sistemáticas de los jueces que, estando en el corazón de la institucionalidad, desplegaban conductas criminales; lo que a todas luces resulta paradójico si pensamos en que, desde la mirada de la literatura ortodoxa, las acciones criminales están fuera y no “adentro” del Estado. En los medios, este particular fenómeno se ha conocido con la etiqueta del “el cartel de las togas”.

El primer debate en salir a la luz fue el denominado “carrusel de las pensiones” que organizaba listas de candidatos a Magistrados para ser nombrados en propiedad dentro de sus cargos solo los años necesarios para pensionarse con un salario de esa jerarquía. Y es importante aquí mencionar que los Magistrados Colombianos tienen una de las mejores remuneraciones en la región (USD$10.000 por mes, con catorce salarios al año).  Aquí el modo de operación fue el conocido como “tu me nombras, yo te nombro”, en un carrusel que aseguraba altas pensiones para todos.

El segundo escándalo se desató en el 2015 cuando se hicieron públicas grabaciones del entonces Magistrado Jorge Pretelt, que vendía el sentido de sus fallos de tutela. Según información que entregaron medios como Semana.com y la sillavacia, Pretelt tenía toda una operación criminal en su despacho que, usando la alta discrecionalidad de su función, tenía muy poco control institucional y ciudadano. En el caso de Pretelt, la operación criminal empezaba desde la selección de los casos en la sala de reparto de tutela, donde estudiantes de derecho ad honorem eran usados para seleccionar expedientes puntuales en los que el magistrado ya había comprometido su decisión. Después de emitido el fallo, el pago de la “coima” podría presentarse en efectivo, en cuotas burocráticas o en influencias en fallos dentro de otras jurisdicciones. 

El último caso, muy relacionado con el anterior, involucra al más alto nivel del poder jurisdiccional: la Sala Penal de la Corte Suprema de Justicia. La Fiscalía General de la Nación dio a conocer este año un documento en el que se reproducen unas conversaciones grabadas por el equipo de inteligencia de la Fiscalía General de la Nación, que muestran cómo los exmagistrados José Leonidas Bustos y Francisco Javier Ricaurte, de esta corporación, hacen transacciones económicas a cambio de variar los sentidos de los fallos y manipular las pruebas de los expedientes del exgobernador de Córdoba Alejandro Lyons, vinculado con procesos de parapolítica. El Fiscal General de la Nación, Néstor Humberto Martínez, agregó que se tratan de comunicaciones electrónicas y conversaciones entre Lyons y los abogados Luis Gustavo Moreno, exfiscal  anticorrupción, y Leonardo Luis Pinilla, conocido con el alias de Porcino. De nuevo, estas denuncias muestran lo que anunciaba antes: el incrustamiento de las acciones criminales en lugares capilares de la institucionalidad.

  1. ¿Cómo abordar la profunda y multifacética crisis del sistema judicial colombiano?

El panorama es, entonces, oscuro para la justicia en Colombia. Hasta hoy, han existido dos enfoques para abordar la crisis. El primero está relacionado con la educación legal. Este argumento habla de cómo la educación legal se ha flexibilizado (en términos de los requisitos de egreso) y esa apertura ha ocasionado que existan muchas universidades con Facultades de derecho habilitadas para ofrecer el programa (más de 170 en el país) pero muy pocas de alta calidad. El derecho, en ese escenario, se ve como un oficio acrítico que produce meros operadores de la ley, carentes de las competencias críticas y analíticas para leer contextos institucionales complejos.

El segundo enfoque está relacionado con el diseño institucional. Según la Constitución de 1991, los magistrados de las altas cortes son nominados en ternas de distintos orígenes (una de las cámaras, la presidencia o el CSJ) y sometidas al debate democrático en el Congreso de la República. Esto, para algunos, ha acercado a la cúpula judicial peligrosamente a las dinámicas políticas, haciendo que los magistrados comprometan sus lealtades para ser elegidos o, de una manera distinta, sean fichas de los partidos dentro del juego político. Varias reformas institucionales se han discutido: establecer la colegiatura y endurecer los requisitos para las facultades de derecho; implementar los cargos judiciales vitalicios y el tribunal de aforados; reformar cuanto antes la Comisión de Acusaciones y el fuero de los magistrados, son algunas de ellas.

Por su parte, en un estudio sobre corrupción publicado hace poco por Fedesarrollo y adelantando por Dejusticia, se concluye que en Colombia hay dos clases de condiciones que favorecen y facilitan la corrupción judicial. Por un lado están las condiciones sociopolíticas y culturales de un Estado con debilidad institucional como el nuestro. A partir de estudios previos adelantados por Francisco Thoumi y por Mauricio García Villegas, Dejusticia afirma que en Colombia la debilidad del Estado ha dado paso a fenómenos como el clientelismo y el narcotráfico, que han terminado implantando en los colombianos aquello que Mauricio García ha denominado la cultura del incumplimiento de reglas.

Por otro lado, Colombia cuenta con ciertas condiciones institucionales que facilitan la reproducción de la corrupción. Para describir estas condiciones, Dejusticia, en el estudio ya citado, recurre a la idea inicialmente planteada por Robert Klitgaard. Él considera que la corrupción florece cuando alguien tiene poder de monopolio sobre una determinada decisión (M), tiene discrecionalidad para decidir (D), y en donde la rendición de cuentas y la transparencia (accountability) (A) son débiles. A estas condiciones, que Klitgaard resume en la fórmula C= M (Monopilio) + (D) Discrecionalidad- (A) Accountability, Dejusticia agrega además la existencia de una baja probabilidad de detección y/o penalización de las conductas corruptas (S= sanción), resultando finalmente con la siguiente ecuación: C=M+D-A-S.

Es un panorama bastante negro. Este análisis de Dejusticia muestra cómo los tres debates sobre la justicia que aquí comento se articulan en la producción que contextos institucionales débiles y fértiles para las transacciones que categorizamos como “corruptas”. La mora judicial nos habla de contextos juridificados en exceso, donde la justicia no alcanza para resolver las confrontaciones sociales. El debate del activismo nos muestra cómo la discrecionalidad es una parte importante de la adjudicación y cómo la distinción entre las funciones del Estado clásico (legislación/adjudicación/administración) están lejos de ser nítidas en Colombia, justamente porque el judicial aquí se mueve entre la necesidad de ser suficientemente “independiente” pero necesariamente “controlado”. Finalmente, los debates sobre la cúpula judicial y sus reformas hacen evidente el problema de escrutinio público que tenemos sobre las decisiones y actuaciones judiciales, en sentido amplio.

Colombia atraviesa por una coyuntura especial que busca construir una institucionalidad para la paz. Ya les contábamos cómo apenas en noviembre del año pasado la Corte Constitucional intervino, de manera drástica, en el alcance de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), limitando, por ejemplo, su competencia frente a empresarios financiadores del conflicto.  La pregunta que queda abierta con esto es: ¿cómo la administración de justicia puede responder a ese reto de gran envergadura?