Para el autor de esta columna, quien creció y vivió en la Unión Soviética, el centenario de la Revolución de octubre de 1917 sirve no solo como una oportunidad para  recordar la participación obligatoria en las manifestaciones en la plaza central de su ciudad natal cada 7 de noviembre, a veces bajo las condiciones extremas del duro invierno siberiano, sino, también, para reflexionar acerca de qué legado dejó  la Revolución para mis contemporáneos en Rusia y en el exterior. Y mientras leo los numerosos artículos, columnas de opinión, informes acerca del centenario, y cada  nueva publicación conmemorativa se hace más claro para mí que hay un tema que  brilla por su ausencia en estos escritos: ¿qué pasó con el intento de los bolcheviques y, luego, del Estado soviético de formar un nuevo tipo de hombre, distinto a todos los hombres de las épocas anteriores? 

 El hombre cuyos valores morales,  al ser tan diferentes  a los de los hombres de los países capitalistas,  le permitirían al pueblo soviético construir una sociedad verdaderamente superior y, eventualmente, llegar a vivir en el comunismo.  ¿Será que los vientos de cambio que soplaron, al comienzo de la década del noventa del siglo pasado, no dejaron ni un solo rastro de estos hombres constructores del comunismo? ¿O será que tales hombres existían solo en los panfletos de la propaganda producida por el Comité Central del Partido comunista?  

Por supuesto, en un escrito como este no es posible analizar satisfactoriamente todas las dimensiones del fenómeno en cuestión. Por esta razón, considero que mi tarea debe ser distinta. En primer lugar, me gustaría describir cómo la ética soviética fue percibida por la gente común en la URSS.  Lo haré  con base en mi experiencia personal. Luego, quiero compartir mi opinión acerca de los cambios que han ocurrido en el periodo post-soviético. Como no vivo en Rusia hace mucho tiempo, lo haré desde mis conversaciones con mis amigos y colegas, así como desde las observaciones durante mis visitas a este país.

Desde muy temprano los niños soviéticos crecieron con la idea de que la Revolución es una línea que separa drásticamente un “antes” y un “después”, el cambio que hace distinguir entre lo que era la Rusia zarista y lo que nació en octubre de 1917 como el primer país soviético. En éste último, se decía,  todo era diferente, incluyendo los aspectos en torno a los principios morales que gobiernan la conducta de una persona y sus relaciones con el entorno político, económico, social y cultural.

En la época del “socialismo desarrollado”, declarada por Leonid Brezhnev en 1977, o sea sesenta años después de la Revolución, los niños entre los 7 y 9 años deberían estar en las filas de los Pequeños de Octubre. No se trataba de ningún organismo estatal formal sino, más bien, de una forma de comenzar a enseñar los principios éticos que supuestamente regían en la Unión Soviética. Por esta razón, no llevar en el uniforme del colegio  la imagen de Lenin (niño) –la insignia de los Pequeños de Octubre– era mal visto no solo por las autoridades sino, también, por la gente común.  

A primera vista, lo que les enseñaron a los pequeños no parecía diferenciarse tanto de lo que se enseñaba en  muchos otros países: amar a la Patria, a su familia, no mentir, ayudar a los mayores de edad, ser estudioso , ser respetuoso de los demás sin reparar en su condición étnica. Incluso se enseñaba la igualdad los géneros. Al mismo tiempo, cada colegio contaba con los retratos de los “héroes pequeños”. Uno de ellos era Pavlik Morózov quien, en 1934, denunció a su padre ante las autoridades por “engañar al poder soviético” y, luego, fue asesinado por sus familiares. El mensaje pudo ser leído de la siguiente manera: a diferencia con la Rusia zarista que representaba el padre de Pavlik, los intereses del Estado en la Unión Soviética son superiores a la lealtad familiar, lo que implica estar dispuesto a un sacrificio personal en razón a  los intereses del poder soviético.

Considero que para mí –y para muchos de mis contemporáneos– la historia de Pavlik Morozov fue precisamente aquel momento cuando comenzamos a cuestionar, aunque de manera quizás más intuitiva queconscientemente, algunas de las enseñanzas de los profesores de nuestros colegios: el valor de la familia inequívocamente parecía más alto que lo del poder soviético. Hay que tener en cuenta que, en ese entonces, con la excepción de los héroes glorificados como Pavlik, no conocíamos otros casos similares, sobre todo en la época del gran terror de Stalin, cuando –para salvar sus vidas– los hijos tenían que rechazar a sus padres declarados enemigos del pueblo. Nuestros padres prefirieron no hablar del asunto, mucho menos los profesores en los colegios.

Más adelante, las dudas crecieron. El Estado y el Partido comunista continuaban dibujando al hombre soviético cómo alguien que estaba dispuesto a sacrificar sus intereses personales y los intereses de la familia en nombre de toda la sociedad, con alto sentido del colectivismo y la asistencia mutua de camaradas, trabajo concienzudo para un futuro mejor y modestia en su vida personal. Las novelas y las películas del corriente, “realismo socialista”, fueron destinadas a fortalecer esta imagen.  Pero ya en la década del ochenta las personas soviéticas reales no pudieron ser más opuestas a este ideal.  El sistema de “blat” que facilitaba la corrupción en todas las esferas de la vida cotidiana de los ciudadanos soviéticos, los privilegios de los funcionarios del Partido, el creciente enriquecimiento ilícito de una buena parte de las elites soviéticas, habían contribuido en el refuerzo de lo que los soviéticos llegaron a llamar una “doble moral”: en  círculos estrechos de personas con ideas afines o en el seno familiar más íntimo   se valoraban unas cosas, mientras que en los espacios públicos se exaltaban  otras. No es de extrañar que para Francis Fukuyama este escenario fuera una de las evidencias claves para apoyar su tesis sobre el fin de la historia.

Sin embargo, recuerdo también que hasta los últimos años de la existencia de la URSS hubo un grupo de personas en la sociedad soviética llamados los “viejos bolcheviques”. Aunque originalmente el termino se usaba para denominar a los miembros del Partido que hicieron parte de los primeros comunistas rusos, antes de la revolución de 1917, más tarde, por los “viejos bolcheviques” se hacía referencia a todos los miembros del Partido cuya vida cotidiana, en gran parte, giraba en torno a los ideales del hombre soviético. Ellos gozaron de un gran respeto –aunque no siempre de aceptación– por la mayoría de los soviéticos y, con frecuencia, lideraron la lucha contra la corrupción en el Partido y, en la última instancia, contra la propagación de la “doble moral”.  Estas personas no tenían miedo de hablar en voz alta a las más encumbradas autoridades soviéticas.  

En la Rusia de hoy, ni las autoridades ni la mayoría de la gente común concuerdan acerca de cuáles eran los ideales de la Revolución de octubre de 1917. La narrativa oficial de los hechos, ocurridos hace 100 años, se centra no en los esfuerzos de educar al pueblo para crear un nuevo hombre, inspirado en los principios  de la libertad y la  igualdad, sino en el rol que jugaron los bolcheviques en la caída del Imperio ruso.  Según Vladimir Putin,  el regreso de “los valores tradicionales del mundo ruso” es la clave de la reconstrucción moral de la sociedad rusa en el siglo XXI.  Pero, ¿cuáles son estos valores? En uno de sus discursos, el presidente Putin explicó que se trata del reconocimiento de los intereses de la colectividad como superiores a los intereses individuales: «en Rusia el éxito individual no es suficiente para lograr un reconocimiento por los rusos, ni siquiera la autoestima»; «los ricos son felices en Rusia no porque son ricos, sino porque su contribución a la sociedad es reconocida por el pueblo», y «porque ellos defendieron los intereses de la patria y no traicionaron a Rusia». Para Vladimir Putin, en el mundo ruso, sus miembros están dispuestos al sacrificio por el bien de toda la comunidad. El líder ruso también subrayaba que la idea de sacrificio es una característica esencial de los rusos (Putin, 2014).

Llama la atención el hecho de que, en la descripción de Putin, sobre el mundo ruso, él apela a los valores que los bolcheviques consideraron cómo centrales en la formación de un nuevo nombre soviético. Para el autor de esta columna, esta es una de las evidencias clara de que, hoy día, el Estado ruso no intenta reconstruir los valores tradicionales rusos sino adaptar los principios de la ética soviética al nuevo contexto nacional ruso. Se trata de uno de los legados de  Octubre que sigue teniendo cierta incidencia en la vida cotidiana en este país.  En este sentido, no debe sorprender el hecho que las películas de mayor proyección en la televisión rusa, hoy en día, son las obras hechas en la Unión Soviética por los directores del realismo socialista.  

Al mismo tiempo, la Rusia actual se encuentra muy lejos del ser el ideal que describe Vladimir Putin. Cada vez hay mayor desigualdad, el estado de derecho está ausente y hay miedo de a las autoridades. Así que muchos rusos se sienten obligados a volver a la práctica de “doble moral”. El problema es que ya no están  los “viejos bolcheviques”, que en la época anterior eran capaces de llamar al pan, pan y al vino, vino. La hipocresía se transformó en una de las características más evidentes de la vida pública, y esto en un país que hace 100 años intentó  cambiar la conducta del ser humano.

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Putin, V. (2014). Respuestas a las preguntas de la línea directa en el Primer Canal de Televisión el 17 de abril de 2014. Publicado electrónicamente en http://www.kremlin.ru/news/20796, en ruso.