Boletín de Prensa #

DIANA amarillo

Prólogo

Diana Marcela Solano Gómez

Estudié Derecho a nivel de pregrado y de maestría en la Universidad Icesi. Antes de dedicarme de lleno a la academia, trabajé en la Rama Judicial donde empecé a preguntarme sobre las relaciones entre el Derecho y la sociedad que llevamos todos en el alma. Por ello cursé la Maestría en Sociología en la Universidad del Valle. Durante los 10 años que he trabajado como profesora, he orientado diferentes cursos, como Introducción al Derecho, Fundamentos de Derecho Constitucional, Derecho Laboral y actualmente Proyecto de Grado.

En mis reflexiones e investigaciones indago sobre las prácticas cotidianas de los operadores jurídicos y la participación de las emociones en su quehacer profesional. Disfruto la literatura, el cine, el teatro y las expresiones artísticas en general. En ellas he encontrado los aprendizajes más profundos.

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Nací en octubre de 1985. Llevaba un mes en este mundo cuando las cenizas del Nevado del Ruiz inundaron mi ciudad natal como un pronóstico de la revolución social y natural de la que décadas más tarde sería testigo mi generación. Un grupo humano destinado a ver caer las cenizas de un marco institucional hostil para la naturaleza y para el alma humana, o las cenizas de la deforestación, el smog y las violencias. De una u otra forma, nos tocará ver caer cenizas. Según los sociólogos que se dedican a la taxonomía de larga duración, me encuentro entre los márgenes que demarcan la generación Y, más conocida como millennial, y si bien las generalizaciones no siempre aplican, me siento en gran medida identificada con las descripciones que retratan a las clases medias de este grupo etario. Se dice que preferimos las experiencias a la acumulación de bienes, que le damos menor valor a la estabilidad y a las jerarquías verticales, que nos ofendemos fácilmente y tenemos bajos niveles de resiliencia, pero, sobre todo, que la capa de pesimismo que cubre nuestra visión sobre el porvenir de la humanidad se hace cada vez más densa.

A principios del año 2019 se publicó la octava encuesta Global Millennial de Delloitte. Según la página web de esta organización, “los hallazgos se basan en las opiniones de más de 10.000 millennials encuestados en 36 países”, entre ellos Colombia. Todos con grados universitarios y trabajadores tiempo completo en entidades privadas, igual que mi caso. La encuesta presenta un incremento en la sensación de pesimismo y desconfianza, por parte de los integrantes privilegiados de esta generación, en los líderes corporativos y políticos. En palabras del estudio: “la encuesta de este año muestra un cambio dramático y negativo en los sentimientos de los millennials sobre las motivaciones y la ética de los negocios” (Parmelee, 2019). Y esto se debe a que cada vez somos más los que percibimos que el mundo corporativo tiene carencias éticas notorias, no sólo porque observamos que los líderes empresariales y políticos no dan muestras de una preocupación real por beneficiar a la humanidad y a la naturaleza en términos amplios e incluyentes, sino porque nos vemos a nosotros mismos, colegas, jefes y compañeros de trabajo, en una rutina frenética que enfoca nuestras prioridades en aumentar utilidades, incrementar la eficiencia, vender más bienes y servicios y proyectar una imagen acorde con las exigencias del mercado.

En otras palabras, el espectro de interés de unos y otros por las necesidades colectivas se circunscribe al deseo por expandir nuestro propio nicho de poder, al tiempo que observamos con recelo la incertidumbre que se incrementa día a día debido a los millones de personas que no encuentran oportunidades para capacitarse en las exigencias de lo que algunos pronostican como la cuarta revolución industrial. Los síntomas de esta revolución anuncian el fin de un orden social y económico al que, hasta hace poco, estábamos acostumbrados los habitantes de todo tipo de oficinas. Lo paradójico es que nuestra impotencia, nuestro estupor oficinista ante las oleadas de caos que se avizoran, termina siendo una fuente de energía bastante útil para acelerar el flujo de trabajo, de capital y de ansiedad.

La ilusión que nos inculcaron nuestros padres y la propaganda de los años 90 en las corporaciones como proveedoras eficientes de bienestar económico, conocimientos técnicos y habilidades sociales, se ha estrellado con una realidad mucho más hostil de la que imaginábamos (Portafolio, 2019). Somos la generación que masivamente perdió la inocencia frente al mundo corporativo y político, y nos corresponde decidir si miramos de frente el lado oscuro de las instituciones que las generaciones pasadas han fundado y sostenido, o seguimos indiferentes a la corriente del devenir cultural con el peso acallado de la apatía conveniente. Por ahora, el 62 % de los millennials corporativos encuestados (12 % más que el año anterior) consideran que trabajan para líderes con prioridades egoístas y cortoplacistas (Parmelee, 2019), las cuales promueven como si no existiera otra realidad posible a pesar de sus nocivas consecuencias.

En las aulas de clase, donde se forman los futuros profesionales y se llevan a cabo los rituales oficiales de transmisión intergeneracional de conocimiento, esta situación se hace especialmente delicada. Como millennial desencantada no dejo de preguntarme: ¿debo preparar a los estudiantes para un mundo hostil o para que reformulen el mundo hostil que sin pudor y autocrítica se reproduce “allá afuera”?, ¿hasta qué punto debo promover el mimetizarse, hablar el idioma oficial de los patrocinadores financieros e incluso creer en algunas de sus premisas y utopías para no incomodar ni incomodarse, aunque pareciera que no cuestionan ni pretenden modificar los orígenes del desasosiego colectivo? Creo que no es posible evadir estas preocupaciones. Sobre todo, en los escenarios que hemos dispuesto para reflexionar sobre aquello que existe, en lugar de darle continuidad a un Know How que está siendo cuestionado por varios frentes.

Ejemplo de lo anterior es el “lento pero progresivo” aumento de las cifras de suicidio en Colombia (El Tiempo, 2018) y en el mundo (Rodríguez, 2019). Al respecto la Organización Mundial de la Salud indica que el suicidio es la segunda causa de defunción entre las personas de 15 a 29 años en todo el globo (OMS, 2019) y, si la constante se mantiene, también lo será en los menores de 10 a 14 años (El Tiempo, 2019). Cifras que no creo que se puedan modificar con políticas aisladas de “salud mental” o con el auxilio de las farmacéuticas para que provean dosis periódicas de fluoxetina a niños, niñas, adolescentes y adultos. Este es un problema que debemos afrontar como humanidad desde una mirada profunda y desde múltiples perspectivas, y no logro imaginar un mejor escenario para hacerlo que la academia.

El desasosiego es colectivo, pero cada uno lo vive a su forma y en las justas proporciones de su mirada. En mi caso, desasosiego es la palabra que mejor describía mi vida académica hace tres años, justo después de cumplir 30. Acababa de terminar la maestría en Derecho, y encontraba en los manuales y las lecturas canónicas de la disciplina, una fe ilimitada en la abstracción conceptual y la filosofía analítica como la aproximación ideal para estructurar y comprender el trabajo y el pensamiento jurídico. Percibía que los contornos de estas teorías los trazaban las ideas formuladas por un grupo no muy amplio de abogados-filósofos. Todos ellos hombres caucásicos, estadounidenses y europeos, que lograban resumir las fronteras y los intereses formales del Derecho, constituyendo además el principal sentido del quehacer diario de los profesores de teoría y filosofía jurídica locales. Me sentía aislada y encerrada entre esas fronteras preservadas por los abogados que conocía, y que les permitía diferenciar lo real de lo fantasioso, lo ingenuo de lo oportuno, el trabajo de la pérdida de tiempo y todo el espectro de prácticas y perspectivas que de estos contrastes se derivaban. Explícita e implícitamente, los abogados-filósofos aparecían en las conversaciones de pasillo, en las comidas de los comités, en las reuniones espontáneas donde se definen las agendas, la hoja de ruta, de la educación jurídica. La sustancia que constituye mi trabajo cotidiano.

Mi desasosiego no se debía a la sola descripción del escenario laboral y académico, común a la historia de todas o casi todas las disciplinas. La gran mayoría del conocimiento que se promueve hoy en Latinoamérica tiene un canon encabezado por próceres masculinos de origen europeo o norteamericano que defienden una narrativa determinada de lo que es real y científico. Yo también he bebido de ella. Hace parte de mis genes epistémicos y, en general, del telón de fondo de nuestra época. La desazón se debía a la sensación de impotencia e inercia que invadía mi práctica docente. De sentirme atrapada en los marcos de una teoría que percibía desconectada de la vida humana en movimiento y con la sensación de no contar con las herramientas cognitivas y metodológicas para hacerle frente al descontento. No sabía si era pertinente llevar a una clase de Derecho la versión del ser humano que ve caer con estupefacción las cenizas de los volcanes y de los ídolos que una vez adoró, y siente un escozor extraño cuando se descubre a sí mismo cumpliendo las órdenes de una organización ambiciosa y con un espectro de solidaridad estrecho, al tiempo que evade su sentir para sostener la mensualidad del gimnasio, la comida balanceada de sus gatos y los happy hour de los jueves.

Ese malestar, infundado o no, tal vez propio de la “sensiblería” millennial, me llevó a preguntarme por la relevancia de incorporar el análisis de las emociones y los sentimientos en una clase de Derecho. Por expresarles a los estudiantes que los operadores jurídicos analizan, sistematizan, deducen y organizan, pero también sienten, anhelan, desean y sufren su trabajo y su disciplina. Aspectos tan relevantes como los primeros para entender cómo funciona el Derecho en la vida real, pues se acompañan o se preceden los unos a los otros.

El desasosiego duró varios meses, mientras hallaba las herramientas emocionales y las palabras necesarias para dar forma a un sistema de ideas que percibía en exceso contracorriente, sin la guía o apoyo de un otro “más conocedor”. Guía y respaldo al que estaba cómoda y convenientemente acostumbrada. Mis búsquedas personales más profundas confluyeron con las académicas en una serie de autores que proponían teorías y prácticas dirigidas a complementar las descripciones tradicionales del Derecho con otras posturas que, sin abandonar el análisis y la confianza en la razón, intentaban conciliar el deber ser propio del mundo normativo con una descripción más amplia de la naturaleza humana.

Mi primer reto en el proceso fue la versión de mi misma que inició la búsqueda. Muchos amigos y familiares me describían como una mujer poco empática y en exceso analítica. Disposición del ser poco funcional para abordar la sensibilidad en la reflexión jurídica y pedagógica. Tardé más de un semestre en advertir que el eje donde confluyen las ideas, las emociones y las sensaciones es el cuerpo. Adicta a la reflexión abstracta, me exigió mucha apertura y exploración dar con la importancia del cuerpo en los procesos de aprendizaje. Por ello, inicié con clases de teatro para no actores y otras actividades que exigían una mayor consciencia del sentir de la piel, del pecho, del vientre, de la garganta, de los lugares donde se manifiestan las emociones. Este paso era crucial para darme cuenta de que sentirse sentir requiere práctica, en especial en escenarios regidos por los límites del tiempo y de los resultados, y sin esta práctica focalizada mis indagaciones sobre la sensibilidad volverían a restringirse a la abstracción conceptual a la que estaba acostumbrada y que esperaba contrarrestar. Mientras practicaba y lidiaba con las consecuencias no deseas de la mutación, buscaba autores reconocidos que me permitieran apoyar con conceptos y argumentos la conexión entre dichos ejercicios y la enseñanza del Derecho. En este punto en particular me topé con las propuestas del teatro-foro de Agusto Boal y teatro del testigo de Teya Sepinuck.

Después de participar en un laboratorio de creación teatral, intervenir como voluntaria en actividades de teatro comunitario y asistir a clases de teatro para no actores, decidí incorporar algunos ejercicios en clase. La práctica del teatro requiere ejercicios de calentamiento para “perder la pena”, permitirse sentir de manera auténtica, transmitir el guion que se interpreta y sintonizarse con el compañero de escena. Sin ellos, actuar puede perder sentido e incluso convertirse en una práctica incómoda y descontextualizada. Esto implicó un desafío que cuestionaba mis perspectivas sobre el uso que se le debe dar al tiempo de la clase, dado que los ejercicios de calentamiento implicaban pausar el programa oficial de la materia y dedicarle espacio al juego, a la expresión y a la interacción como aspectos valiosos en sí mismos para encarnar los conceptos jurídicos. Aterrizarlos en escenas cercanas o incluso íntimas.

Este semestre fue profundamente retador para mí. Llevar las ideas a la práctica me obligó a percibir con mayor atención mi relación con los estudiantes. Permitirme cuestionar algunas de las creencias, muy arraigadas, sobre las formas que debía adoptar mi autoridad como profesora-abogada frente a sus miradas de aprendices adolescentes, y advertir los dispositivos de poder que desplegaba en clase para evadir o demeritar la falibilidad y vulnerabilidad humana. Lo cierto es que me estaba abriendo y experimentando como ser receptivo en un espacio que tradicionalmente había relacionado con el ejercicio de la autoridad disciplinante. Esa mezcla ineludible entre tradición y experimentación, que se propagaba en mi mente y cuerpo cuando planificaba y vivía la clase, era un excelente caldo de cultivo para las dudas, preocupaciones e inseguridades sobre el alcance real de estos ejercicios. Pero tenía bastante fe en la búsqueda de mi bienestar, lo que involucraba llevar a la práctica nuevas formas de pensar y enseñar Derecho.

Las reacciones al experimento pedagógico fueron muy diversas. Acordes a las disposiciones para dejarse llevar por la escenificación. Pero en definitiva había logrado uno de mis principales objetivos: la imagen de las y los estudiantes sobre lo que es y puede ser el Derecho se había transformado. Este escenario teórico, colmado de prescripciones abstractas sobre deberes y obligaciones más o menos ajenas a su realidad, había adoptado una representación más cercana, material, cotidiana y con mayor sentido para su contexto. Sin embargo, eran muchos estudiantes (más de 30 por salón) y poco tiempo para convertir el teatro en un eje transversal a la materia, lo que se derivaba en una clase con componentes muy conceptuales que de vez en cuando eran complementados con el trabajo en escena. Si bien algunos valoraron esta apuesta, y otros la consideraron “una pérdida de tiempo”, me puse en la tarea de buscar otra propuesta que permitiera tejer conceptos, emociones y sensaciones sin obligarlos a todos a actuar y ahorrarme las actividades lúdicas. Así llegué al proyecto “¿Dioses o arquitectos?”.

Para este momento tenía mucho más claro qué tipo de enlaces entre conceptos y emociones deseaba dirigir en clase, e identifiqué los siguientes puntos de fuga en el tejido del programa: 1) La imaginación como herramienta en extremo poderosa para exigirle a todo aprendiz y practicante ir más allá de lo que ya está nombrado y clasificado a través de un ejercicio creativo. 2) La solidaridad como resultado de un proceso grupal que involucra responsabilidades personalizadas a partir de los propios intereses y talentos, la escucha, el diálogo, la confianza en las capacidades de los demás, así como reglas claras pero abiertas a nuevos acuerdos. 3) La autoobservación individual y grupal registrada a través de una bitácora de seguimiento al trabajo y a la concertación de acuerdos. Y 4) las bases de un marco teórico que nos brindara un mínimo de convenciones para acceder al aparatoso análisis del sentir humano en algunos de sus aspectos más profundos, y nos sirviera de puente entre la autoobservación y la abstracción.

El proyecto lo implementé en dos cursos de Derecho para no abogados que tienen como objetivo fomentar el desarrollo de competencias ciudadanas. Uno de ellos va dirigido a la mayoría de los pregrados que ofrece la universidad y otro está orientado a los pregrados de Ciencias Sociales. La consigna del proyecto la denominé “¿Dioses o Arquitectos?” con la intención de invocar en los estudiantes la reflexión sobre su potencial injerencia en los personajes y escenarios que iban a crear y, acorde con esta lógica, imaginaran los alcances que puede tener cada generación al momento de escribir su propia historia y rediseñar las instituciones que han heredado. En el fondo, mi anhelo con este título consiste en colmar de sentido el trabajo que se realiza en clase, al poner de presente la responsabilidad que conlleva ser un ciudadano mayor de edad y, en este sentido, comprender el contexto que se habita para intervenirlo o modificarlo.

Ahora la tarea consistía, más que en escenificar los conceptos a través del cuerpo emocional, en reflexionar sobre las instituciones jurídicas y políticas como resultado de un proceso histórico, social y cultural, y no como un producto terminado y definitivo de la civilización occidental. Este ejercicio no solo les exigía a los estudiantes conocer el funcionamiento actual del modelo institucional del Estado, así como el uso estratégico de los discursos y la propaganda por parte de los partidos políticos, sino también identificar con ojo crítico las falencias y discordancias de dicho modelo frente algunas características humanas que aún pasan inadvertidas o inaprensibles a las descripciones más conocidas del mismo, como la irracionalidad y la falibilidad.

Bajo esta lógica, la consigna fue la siguiente: “visualizar, a través de la creación narrativa de ficción, diferentes interacciones entre el contexto sociocultural que habita el ser humano y el diseño jurídico institucional que lo regula”. Para lograrlo, les pedí que formaran grupos de seis estu- diantes: dos personajes encargados de la logística y la comunicación; dos, del trabajo analítico y conceptual, y dos, de la investigación y expresión creativa. Cada estudiante tuvo la posibilidad de elegir los roles o respon- sabilidades que mejor se adecuaran a sus propios intereses y talentos. Una vez reunidos los grupos, les invité a que se pusieran un nombre creativo y elaboraran las reglas básicas con sus respectivas sanciones, mientras anotaban en la bitácora de trabajo el proceso de consecución de dichos acuerdos. La idea era que la bitácora hiciera las veces de “caja negra” del proceso desde el primer día. Luego, le entregué a cada grupo dos rúbricas. Una rúbrica de “Elaboración de textos narrativos” que invo- lucraba el uso adecuado de los conceptos vistos en clase, presentación a tiempo, seguimiento de instrucciones y creatividad; y otra rúbrica de “trabajo en equipo”, en la que ellos evaluaban a los demás compañeros en el cumplimiento de las responsabilidades específicas, la asistencia a las reuniones del grupo y la disposición en la resolución de conflic- tos. Durante el semestre debían presentar tres entregas de su creación narrativa, en la medida que integraban los temas que trabajábamos en clase y adecuaban las correcciones que les hacía.

La mayor parte del tiempo me sentí muy satisfecha con las historias que leí. Me parecían muy bien escritas, con diálogos y reflexiones sugestivas. El interés de muchos por crear una obra interesante y llamativa dinamizaba las preguntas y conversaciones en clase, y al evaluar no me encontraba con respuestas en serie que debían llegar a conclusiones similares, sino con diferentes relatos, personajes y épocas que provenía de su investigación e imaginación. Crearon protagonistas complejos que se transformaban en la medida que cambiaba la trama. Reflexionaban sobre sus principales preocupaciones en forma de distopías, como el cambio climático, las relaciones de intereses entre el sector privado y el público, los efectos adversos de las fake news, el poder que tiene la sociedad y el Estado en la configuración de la propia subjetividad, y el conflicto entre las aspiraciones de las nuevas generaciones y las expectativas de sus ascendientes. En casi todos los casos, el derecho constitucional alcanzó una dimensión narrativa rica en matices y cuestionamientos que trascendían la memorización de las teorías y normatividad vigentes, para permitirle a cada grupo exaltar sus propias búsquedas e intereses y la capacidad de crear contenidos que resultaran atractivos para los demás.

Como todo, también hubo problemas o “desafíos”. Grupos que se sepa- raron porque no lograron llegar a acuerdos sobre el rumbo que debía adoptar su historia. Estudiantes que me confesaron que preferían exá- menes tradicionales e individuales porque no se sentían a gusto con los trabajos creativos y menos en grupo (aunque debo agregar que uno de los estudiantes más ortodoxos admitió cambiar de opinión al observar la historia terminada). Y finalmente, por más que en las primeras clases leímos y conversamos sobre los descriptores de las rúbricas y su interpretación, no faltaron las y los estudiantes que hasta el último momento pensaron que con cualquier narrativa de ficción cumplían con el objetivo del ejercicio. Me generaba una enorme frustración cuando observaba la dificultad de algunos para conectarse con el proyecto. Más, cuando alegaban que su nota era injusta porque su creatividad no podía ser evaluada. Está claro que crear una historia es mucho más difícil que responder preguntas prestablecidas, y por ello el trabajo en grupo se hacía necesario. Pero también advertí que para muchos trabajar con otros resultó problemático. No sólo por razones de tiempo y disciplina, sino también por las múltiples posibilidades que permite la narrativa de ficción, y lo complejo que podía ser sintonizar sus miradas sobre lo adecuado y lo inconveniente.

A pesar de las quejas, complicaciones y llamados de atención de directivos y estudiantes, no me rendí. Estaba viviendo una experiencia de no retorno. Uno de los cursos pasó a otro profesor, pero sostuve el proyecto con el curso que me quedaba. Las primeras modificaciones que realicé consistieron en identificar el corazón de los temas oficiales del programa y los hilé desde el principio con las otras temáticas que quería trabajar de forma más resumida e hilvanada. También les mostré desde el inicio del semestre casos exitosos de historias pasadas, aumenté las opciones de formatos que podía adoptar su narrativa (programa de tv, radionove- la, performance, guion de obra de teatro), y les permití reconfigurar los grupos en cuanto a número de integrantes y de roles, entre otros ajustes que aún están en movimiento.

Sobra decir que el desasosiego que me pasmaba se aplacó, las inseguridades que me atacaban disminuyeron y el tiempo fue dando paso a nuevas preguntas que me permitieron conocer personajes fascinantes que exploran entre sus propias fronteras disciplinares y el Derecho. Preguntas que fueron adquiriendo forma y camino durante la elaboración de este proyecto. Me gusta pensar que, como sucedió en esta historia, el aprendizaje sin cuerpo, el pesimismo ante las corporaciones ambiciosas y las representaciones abstraídas de las paradojas de la naturaleza hu-mana hacen parte de un ciclo que lentamente se está cerrando; y que nos corresponde a las últimas generaciones del abecedario imaginar las salidas más adecuadas a los vicios nocivos que guardan algunos de los ideales modernos. Me seduce fantasear que, una vez barridas las cenizas y apaciguado el caos que las acompaña, las nuevas ideas van a sacar un mejor provecho de nosotros mismos para jugarnos la realidad con más corazón. Con más sentido.

Referencias

El Tiempo. (20 de Octubre de 2018). Cada tres horas y media se registra un suicidio en Colombia. Obtenido de sitio web del diario El Tiempo: https://www>.eltiempo.com/justicia/investigacion/el-drama-del-suici- dio-ha-aumentado-en-colombia-en-la-ultima-decada-283458

El Tiempo. (16 de Julio de 2019). Alerta por aumento de suicidios de niños en los últimos 5 años. Obtenido de sitio web del diario El Tiempo: ht- tps://www.eltiempo.com/justicia/delitos/aumento-de-suicido-de-me- nores-de-edad-388900

OMS. (2 de Septiembre de 2019). Suicidio. Obtenido de sitio web de la Organización Mundial de la Salud: https://www.who.int/es/news-room/ fact-sheets/detail/suicide

Parmelee, M. (17 de Mayo de 2019). A generation disrupted - Highlights from the 2019 Deloitte Global Millennial Survey. Obtenido de sitio web de Deloitte: https://www2.deloitte.com/us/en/insights/topics/talent/ deloitte-millennial-survey.html

Portafolio. (12 de Julio de 2019). En Colombia, los ‘millennials’ no es-

tán felices en su trabajo. Obtenido de sitio web del diario Portafolio: https://www>.portafolio.co/economia/empleo/en-colombia-los-millen- nials-no-estan-felices-en-su-trabajo-531505

Rodríguez, J. M. (20 de Junio de 2019). Aumenta la tasa de suicidios en EE.UU. Obtenido de sitio web del canal CNN en español: https://cn- nespanol.cnn.com/video/salud-tasa-suicidios-aumento-estados-uni- dos-nivel-alto-encuentro/

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Diana Marcela Solano Gómez, Pofesora del Departamento Jurídico, Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Necesita activar JavaScript para visualizarla.