Hoy me corresponde el gran honor de entregar, en representación del Consejo Superior, la Junta Directiva y toda la comunidad Icesi, el doctorado Honoris Causa en Ciencias Administrativas y Económicas al Dr. Vicente Borrero Restrepo, co-gestor de la Fundación Valle del Lili, su Director General por 33 años y hoy su Director Emérito. El doctorado Honoris Causa solo se ha otorgado 5 veces en los 44 años de historia de la universidad, en dos ocasiones a expresidentes de la República. Hoy estaremos concediéndolo por sexta vez a una persona que lo tiene más que merecido por su extraordinaria contribución a nuestra región, a la salud y bienestar de los colombianos, y al crecimiento y éxito de nuestra universidad.
El Dr. Borrero se vinculó en 1990 al proyecto, casi quijotesco, del Dr. Martín Wartemberg y un grupo de empresarios, de construir en Cali una institución de salud de alta complejidad, sin ánimo de lucro, de gestión privada y vocación social. Creo que ni en los más exaltados sueños de sus promotores hubieran imaginado el milagro que es hoy la Fundación Valle del Lili, sin duda la organización social de mayor impacto del suroccidente colombiano y posiblemente de Colombia. La Valle del Lili es el mayor hospital de Colombia y está ampliamente considerado como el mejor del país, uno de los 5 mejores de América Latina y uno de los 35 mejores hospitales universitarios del mundo. Su equipo médico realiza el 20% de todos los trasplantes de Colombia, y el número de vidas que han salvado y sanado en estos años, de personas de todas las condiciones sociales, se cuentan en los centenares de miles. El liderazgo del Dr. Borrero ha sido absolutamente central en esta construcción descomunal de capacidades y tejido social que nos hincha de orgullo a los vallecaucanos.
Fue por iniciativa del Dr. Borrero, que la Valle del Lili e Icesi firmaron la “Alianza Profunda por la Vida” en 2008, constituyendo una asociación de formación, investigación y prestación de servicios médicos única en Colombia. La Alianza ha graduado 791 médicos y 355 especialistas—con los que se titulan hoy—, y tiene 859 estudiantes de Medicina y 176 médicos haciendo su residencia. En 2022, el grupo de investigación clínica de la Fundación e Icesi fue el que más artículos académicos público en revistas internacionales de alta calidad de los cientos que hay en todos los campos en Colombia. Y, recientemente, la firma británica Times Higher Education, ubicó a nuestra joven facultad de Medicina como la 2da mejor del país.
Para cerrar quisiera destacar la generosidad sin límites del Dr. Borrero y la Fundación con Icesi y sus estudiantes. Aparte de que la Fundación paga el 100% de los costos educativos de los especialistas médicos que se forman en Icesi, sus significativos aportes adicionales nos han permitido financiar la educación de cientos de jóvenes talentosos y comprometidos en diferentes carreras. Sé que lo que más enorgullece al Dr. Borrero de su titánica obra es la dimensión social que ha permeado todo lo que hace la Fundación y la distingue sobre todos sus pares en Colombia y América Latina.
En nombre de todos los vallecaucanos y toda la comunidad Icesi, ¡infinitas gracias y muchas felicitaciones Dr. Borrero!
Cali, 24 de febrero de 2024
Queridas y queridos graduandos, hoy termina para ustedes una etapa que esperamos haya estado repleta de vivencias, descubrimientos, aprendizajes y conexiones maravillosas. Reconocemos que no habrá estado exenta de momentos difíciles y de tristezas, como lo está la vida; pero sabemos, también, que esas son con frecuencia la contracara de los logros, las satisfacciones y las alegrías.
Nos sentimos muy orgullosos de lo que han alcanzado en estos años, de su crecimiento como personas y futuros profesionales, de las capacidades, competencias y cualidades que han desarrollado y que nuestra región y nuestro país tanto necesitan; y les agradecemos, de corazón, que hayan confiado en Icesi para acompañarlos en estos años tan significativos.
Hoy quiero hablarles precisamente de esto, de la etapa que inician desde hoy como nuevos profesionales. Una etapa que seguramente será, a su vez, muchas etapas, pues el mundo del trabajo es más flexible y cambiante que nunca antes y seguramente cada vez lo será aún más.
Quiero agradecer a mis colegas, particularmente de la Facultad de Ciencias Humanas, por sus aportes centrales a la siguiente reflexión.
Por miles de años, los oficios de las personas, que eran casi siempre los de sus padres y ancestrales a sus familias, permanecieron inalterables. Hasta hace poco más de doscientos años, hasta la víspera y llegada de la revolución industrial, la gran mayoría de los humanos eran trabajadores del campo y el futuro era esencialmente indistinguible del pasado. Conforme se fueron aglomerando en pueblos y ciudades, surgieron oficios artesanales que típicamente se transmitían de padres a hijos (casi siempre excluyendo a las mujeres).
Pero fue solamente hace un par de siglos, cuando los avances tecnológicos y nuevas formas de organización permitieron superar la producción de mera subsistencia, que la economía y la sociedad se comenzaron verdaderamente a diversificar y con ello los oficios y profesiones—al igual que las aspiraciones y vocaciones—de las personas.
La universidad moderna, que se asocia con las reformas educativas alemanas de principios del siglo XIX, y que en el siglo XX tuvo sus principales desarrollos en los Estados Unidos, buscaba responder a los desafíos de esta nueva economía y sociedad. Por entonces, y durante mucho tiempo, un estudio de pregrado era suficiente en casi todas las profesiones para desarrollar una vida profesional exitosa. No era tan habitual la costumbre de hacer estudios posgraduales, ni había tantos: la “especialización”, la “maestría”, no eran títulos universitarios, sino el resultado del despliegue en el ejercicio laboral del capital académico adquirido durante el pregrado.
Primero, se estudiaba todo, y luego, en el trabajo, se profundizaban los conocimientos adquiridos y se perfeccionaban las habilidades profesionales. Así se llegaba a ser especialista o maestro. No había que volver a estudiar, la universidad era solo una etapa de la vida: aquella en la que aprendíamos, de una vez y para siempre, para qué éramos buenos y cómo nos íbamos a ganar la vida.
Hace unos buenos años, sin embargo, esto cambió. La democratización de la universidad y la especialización creciente de los problemas profesionales nos obligaron a todos a volver a los salones. Por un lado, la democratización condujo a que hubiera más personas formadas en los mismos campos profesionales, así que fue necesario acudir al salón para encontrar nuevos elementos que señalizaran diferencia y nos hicieran más competitivos.
Por otra parte, la creciente especialización del mundo del trabajo y las organizaciones, hizo que surgieran nuevos problemas cuyas soluciones no podían aprenderse exclusivamente con la experiencia acumulada en el ejercicio profesional. Problemas que podían requerir, por ejemplo, del manejo de nuevas tecnologías o nuevos marcos conceptuales que, en su mayoría, se estaban desarrollando en las universidades.
Crecieron entonces las especializaciones y las maestrías y asistimos a un periodo de una prolífica especialización del conocimiento, que trajo grandes descubrimientos y avances, y muchísima sofisticación técnica y conceptual.
Podemos notar que la especialización, así entendida, es un proceso lineal y acumulativo: primero se conoce un campo de saber y luego se busca ahondar en un aspecto específico, en una pequeña parcela de un saber profesional que uno ya domina. De esta manera se consigue saber o hacer cosas muy difíciles o que muy pocas personas saben o hacen. Esta era la estrategia adecuada para trayectorias laborales que eran igualmente lineales y acumulativas; para recorridos en el mundo del trabajo que consistían en ser cada vez más especializados en la misma área laboral y ascender así en la jerarquía de la organización.
La contracara de esta formación fue que paulatinamente limitó a los especialistas a dominios específicos de su saber, generalmente muy técnicos, sin muchas puertas, ventanas ni puentes a otros dominios prácticos o conceptuales. Para usar una figura podría decirse que los especialistas estaban “encerrados” en su especialidad. Su subsistencia dependía de que siguieran existiendo esos problemas y de que siguieran definiéndose más o menos en los mismos términos.
Pues bien, esto está cambiando. La evidencia es contundente: se acelera la destrucción creativa, se intensifica la flexibilización laboral y su deslocalización en un mundo digital y globalizado, y emergen cada vez más trabajos y trayectorias laborales completamente atípicas. La aparición de la IA, la transformación digital y las promesas de automatización parecen estar precipitando, y en nuevas direcciones, cambios que venían cociéndose tanto en el mercado laboral como en los modos de trabajar.
Sabemos que desaparecerán oficios que hoy valoramos mucho, algunas profesiones se transformarán de manera radical y surgirán nuevos tipos de trabajos que no podemos aún imaginar. Se automatizarán labores técnicas rutinarias y poco a poco también otras muy complejas; y en este contexto nervioso los conocimientos técnicos especializados, tal como los hemos descrito, tendrán fechas de caducidad más cortas y las personas tendrán trayectorias laborales menos lineales y acumulativas.
A la rápida obsolescencia de los conocimientos técnicos especializados contribuirá el acceso masivo de más personas, en parte gracias a las IA, a bienes y servicios que hasta hace poco eran solo asequibles por la vía de la contratación de profesionales especializados. Diseños de piezas digitales, asesorías financieras, diagnósticos médicos y formatos jurídicos, en sus versiones más básicas, están ya a la mano de personas comunes. Esta situación se agravará con el rápido avance del deep learning, entre otros fenómenos.
Los profesionales del futuro experimentarán continuos cambios de oficio y, con ello, continuas demandas de nuevas experticias, que les obligarán a echar a andar estrategias y procesos de aprendizaje a lo largo de la vida. Y esa será la clave: en un mundo necesitado de especialización, pero cuyos conocimientos especializados caducan y emergen a velocidades antes nunca vistas, el mejor aprendizaje que se puede adquirir es el de aprender a aprender.
Una trayectoria laboral no lineal ni acumulativa es entonces una trayectoria en la que hay que estar actualizándose continuamente con conocimientos y habilidades nuevas, y en la que se producen cambios recurrentes de trabajo y oficio. El “reskilling” y el “upskilling”, serán las claves del futuro éxito laboral. Y esto significará, entonces, una nueva etapa para las universidades y para la formación profesional.
Ya estamos viendo cambios importantes en los formatos de la oferta de capacitación: especializaciones virtuales, maestrías híbridas, certificaciones de cursos con agentes de la industria, diplomados que hacen parte de “micromasters” y “micromasters” que hacen parte de especializaciones o maestrías; aprendizaje asincrónico, sincrónico y combinado, cursos integrados de pregrado y posgrado etc. Una variedad de formatos impensables hace 10 años.
Pero también está cambiando lo más sustancial: la definición de las competencias que hay que desarrollar en los planes de estudio. Si la especialización técnica en un área del conocimiento es necesaria pero no suficiente ¿qué tendríamos que aprender para enfrentar estos nuevos desafíos?
Permítanme referirme ahora a dos cambios en el mundo del trabajo que señalan dos respuestas a esta pregunta y en los que Icesi, como pionera que ha sido en las estrategias educativas del país, lleva ya la delantera en el sistema.
En primer lugar, debemos considerar que en el mundo contemporáneo todo trabajo u oficio se realiza en organizaciones complejas tales como las clínicas, las empresas privadas, los colegios o el Estado. Y en estas organizaciones contemporáneas, se requiere algo más que dominar el ejercicio estrictamente profesional: se requiere, literalmente, “saber trabajar”. Es decir, saberse mover en la organización, saber coordinar tareas con otros, saber comprender problemas complejos, saber decidir estratégicamente en la incertidumbre, saber cuándo y qué desaprender.
Un signo de este cambio lo constituye la paulatina desaparición de “oficios liberales”, que se ejercían al margen de las organizaciones. Si antes un médico, una psicóloga o una abogada podían atender desde su oficina, con un mínimo apoyo administrativo, hoy se ven abocados, en su mayoría, a trabajar en grandes hospitales o firmas, donde la efectividad de su trabajo depende, en parte, de poder relacionarse de manera eficiente y productiva con muchas personas de otras profesiones y donde las reglas que rigen su trabajo están sometidas a lógicas que exceden lo estrictamente profesional: deben entender de estrategia, mercados, software, liderazgo, etc., es decir, deben trabajar en redes organizacionales complejas, con profesionales de otros campos, y someterse a las lógicas funcionales y estratégicas de la vida organizacional. Incluso los nómadas digitales deben conectarse a estas organizaciones complejas e interactuar con ellas y con sus lógicas humanas, culturales, comerciales y estratégicas. Ustedes, todos, tomaron el curso de “Organizaciones” de nuestro currículo central, único en el país y tuvieron en su práctica y en otros espacios la posibilidad de conocer de primera mano como funciona una organización.
Y todo hace pensar que en el futuro se ampliará y exacerbará la importancia de estas habilidades y competencias que, curiosamente, no son estrictamente potestad de ninguna profesión. Creemos que estas habilidades para el “trabajo con otros” en organizaciones complejas, que van desde la interculturalidad hasta la alfabetización digital; desde la gestión emocional hasta el pensamiento crítico, serán cada vez más protagonistas de la formación universitaria en todos sus niveles.
Un segundo motor del cambio en el mundo del trabajo es la creciente e inevitable interdisciplinariedad de los problemas que actualmente enfrentamos. Es difícil encontrar hoy un problema que sea exclusivo de los conocimientos disciplinares de una profesión. El cambio climático y el cáncer, por ejemplo, exigen para su afrontamiento tanto de la estadística social como de las ciencias básicas, tanto de las ciencias que leen la cultura y los hábitos como de las que comprenden al cuerpo y la naturaleza, tanto de las que buscan desarrollos científicos y tecnológicos para combatirlos como de las que producen piezas pedagógicas y comunicacionales para su mitigación y prevención.
Ante este panorama, algunos mercadólogos necesitarán cada vez más saber algo de medio ambiente o entender las lógicas del Estado; algunas sociólogas necesitarán saber de programación y algoritmos, algunos abogados de antropología, y algunas ingenieras de administración o salud.
No se tratará en este caso de conquistar un conocimiento “complementario” a su especialidad sino, más bien, de asumir que para ejercer pertinente y eficazmente la especialidad, se requiere a su vez asumir la interdisciplinariedad de los problemas sociales; y que la especialidad no es solo profundidad en el mismo campo, como había sido hasta ahora, sino incorporación coherente de los distintos campos disciplinares que componen el problema. Las especialidades seguirán implicando profundidad en un campo, pero incorporarán también las puertas, ventanas y puentes que conectan ese campo con otros dominios del saber y el hacer. Toda especialidad, entonces, tendrá que ejercerse con apertura y flexibilidad disciplinar, y eso hay que aprenderlo. Y no es fácil. Porque la especialidad, como vimos, puede ser un encierro muy profundo.
La clave aquí son las formas de pensar: pensamiento crítico, sistémico, complejo, creativo… En un escenario de rápida caducidad y emergencia de conocimientos técnicos, de problemas interdisciplinarios y de trayectorias laborales impredecibles, el desarrollo de formas de pensamiento transferibles a diversos campos de acción, garantiza el éxito y el progreso profesional. En otras palabras: serán trabajadores más eficaces quienes tengan la posibilidad de tener mundos, intereses y conocimientos más grandes, incluyentes y diversos. Profesionales capaces de conectar y dar sentido a distintos conocimientos, provenientes de fuentes y tradiciones disciplinares diversas. Personas con intereses generales amplios y formas complejas de sensibilidad y pensamiento. A esto le apunta nuestro currículo central, el más robusto de cualquier universidad en Colombia.
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En resumen, tanto las competencias que las organizaciones complejas exigen a los profesionales especializados como la inevitable interdisciplinariedad de los problemas sugieren que la formación profesional y posgradual requerirá, por un lado, de un mayor espectro de competencias y sensibilidades y, por otro, de una mayor capacidad para aprender cosas nuevas y ensamblar significativamente conocimientos provenientes de distintas fuentes y tradiciones disciplinares. Será necesario también aprender a interactuar productiva y eficazmente con personas de trayectorias vitales y profesionales distintas a las propias, con otros hábitos y saberes.
Todo esto significa que las nuevas trayectorias laborales deben ser entendidas, sobre todo, como trayectorias permanentes de aprendizaje. Y por eso las universidades estamos llamadas a cumplir un papel decisivo y más intenso que hasta ahora, en el desarrollo profesional de las personas y su impacto en las organizaciones y la sociedad.
En Icesi, y de acuerdo a una larga tradición interna recogida en nuestro Proyecto educativo institucional, pensamos que cumplimos mejor ese papel si evitamos restringir las fronteras profesionales a conocimientos especializados estrictamente disciplinarios. Es por eso que algunas de estas apuestas ya se realizan en los modos y contenidos de la educación que ofrecemos. Las prácticas pedagógicas que Icesi alienta estimulan la autonomía del estudiante y su capacidad para pensar críticamente. También hemos atribuido un lugar importante a la formación en habilidades de comunicación, pensamiento estratégico, investigación, gestión emocional, responsabilidad profesional y trabajo en equipo. Fuimos pioneros en el país en esta manera de ver la educación y creemos que este es el momento para redoblar la apuesta.
Estamos en estos momento proponiendo un cambio profundo a nuestros pregrados que nos tiene muy entusiasmados. Y también hemos comenzado a trabajar en un nuevo PEI de posgrados que nos impulse a innovar más en esta dirección. Igualmente, debemos repensar nuestra oferta de educación continua para facilitar realmente el aprendizaje a lo largo de la vida con mayor modularidad y flexibilidad.
El eje central de estos cambios es el esfuerzo por expandir las profesiones y favorecer los conocimientos y las identidades que se producen en el cruce, dinámico e inusual, entre saberes de distintas disciplinas y oficios. Esperamos ahondar en las estrategias pedagógicas que formen en nuestros estudiantes maneras de pensar y modos de hacer que les permitan luego, en su trayectoria profesional, transferir las competencias del campo de acción profesional para el que fueron diseñadas (por ejemplo, para el caso de la antropología, interpretar símbolos de las culturas) a otros campos de acción (interpretar símbolos de las culturas para el campo del mercadeo o del ejercicio artístico). Esta capacidad de transferir conocimientos puede considerarse sin duda como una de las fuentes más importantes de innovación y diferenciación en la vida laboral, y como la mejor garantía para las trayectorias flexibles del futuro.
Queremos, en fin, que todo programa en la Universidad incluya en su formación competencias transversales, transdisciplinares y transferibles; y desarrolle en los estudiantes las condiciones y disposiciones que favorecen la emergencia de nuevos aprendizajes y el éxito en los cambios de oficio: queremos formar en las capacidades que aún constituyen agregación de valor humano –como el pensamiento complejo, crítico y creativo- ahora que la IA puede utilizarse para tareas que demandan competencias cognitivas complejas.
A la luz de todo esto entendemos nuestra tarea hoy como un esfuerzo por redefinir el significado de los estudios profesionales para que estos sean más coherentes con los tiempos: más pertinentes con las demandas del mundo laboral, más responsables con los complejos desafíos contemporáneos, más conectados con los intereses y las fortalezas individuales de los estudiantes y más provechosos para el desarrollo de una trayectoria laboral satisfactoria y exitosa.
Será tarea de la Universidad ser responsable y a la vez audaz para embestir estos retos que el futuro presenta y responder con pertinencia a sus necesidades cuando volvamos a encontrarnos.
Para todas y todos ustedes, queridos graduandos, nuestros mejores deseos para el futuro. Sus éxitos son el éxito de nuestra universidad. Recuerden que siempre serán parte de esta comunidad y que tenemos todo el deseo de seguirlos acompañando en sus trayectorias de crecimiento futuro. Nos estamos preparando cada día mejor para ello.
Muchas gracias.
Cali, 26 de agosto de 2023
Muy buenos días.
Quiero darles la más afectuosa y entusiasta bienvenida a esta, su casa, nuestra Universidad.
Inicio esta intervención saludando a los miembros de nuestra Junta Directiva, especialmente a su presidente, Francisco Barberi, presidente de TQ, y a su esposa la ex Canciller Claudia Blum, lo mismo que a Mauricio Iragorri, presidente de Mayagüez, y a su esposa Mónica. TQ y Mayagüez han sido donantes comprometidos de Icesi desde hace muchos años y sus generosos aportes nos han permitido profundizar nuestra misión de ofrecer educación de altísima calidad a jóvenes talentosos de familias de bajos ingresos para contribuir al cierre de brechas sociales en nuestra sociedad y el país.
Quiero destacar muy especialmente el compromiso de Francisco, de su familia y de TQ. Sus donaciones a la fecha han beneficiado, con becas parciales, a la impresionante suma de 1.341 estudiantes. Además, TQ y la familia Barberi recientemente se comprometieron con donaciones por más de $18.000 millones de pesos en 5 años para becas de inclusión en Icesi. Les pido le den un sentido aplauso.
Saludo también a Catalina Botero, nuestra invitada de honor, una de las juristas más destacadas de Colombia, promotora del movimiento de la séptima papeleta en 1992, ganadora del Premio Chapultepec por la defensa de la libertad de expresión y de prensa, conjuez de la Corte Constitucional y del Consejo de Estado, antigua Decana de la Facultad de Derecho de la Universidad de los Andes, y actualmente Copresidenta del Consejo de Supervisión de Contenidos de Meta, casa matriz de Facebook e Instagram.
También saludo a los demás invitados especiales, a los decanos, decanas, directivos, profesores y equipo humano de nuestra universidad, a los miembros del Consejo Estudiantil y a todos aquellos, estudiantes y otros, que contribuyeron en el montaje de esta maravillosa celebración de grados. Hago un reconocimiento especial a los profesores de Icesi, mentores y guías de excepción de nuestros graduandos en estos años de florecimiento personal y académico en nuestra universidad.
Hay muchas buenas noticias que les quisiera compartir, pero en aras del tiempo, me voy a concentrar solo en una; un logro muy importante para Icesi que no hubiera sido posible sin el esfuerzo de todos los aquí presentes. El ranking THE Young University 2023, de la firma inglesa Times Higher Education, que lista a las mejores universidades del mundo que tienen 50 años o menos de fundación, ubicó a Icesi en el primer puesto en América Latina. Este reconocimiento nos llena de orgullo y resuena fuertemente con lo que somos, una universidad joven, innovadora, vibrante, que se proyecta con potencia hacia el futuro.
Hoy, nos es sumamente grato, entregarle al futuro y a Colombia, 497 jóvenes profesionales talentosos, comprometidos y de capacidades extraordinarias. En esta ceremonia estamos entregando 170 grados con honores (6 Summa Cum Laude, 64 Magna Cum Laude y 100 Cum Laude).
Les pido un muy fuerte aplauso para nuestros graduandos y para sus padres, familiares, profesores y todos quienes los acompañaron en esta formidable travesía.
Pensando en las palabras que les dirigiría hoy, decidí atreverme a ofrecerles un consejo. Sé que hacerlo, sobre todo cuando es ‘al por mayor’, como en este caso, es entrar en terrenos pantanosos. Necesariamente los consejos parten de la subjetividad y de experiencias particulares y limitadas, y cada persona es un mundo; aún más dentro de una comunidad tan diversa como la de Icesi. Pero bueno, aquí voy con un intento que espero les resuene.
¿Quiénes de ustedes ven el futuro—el de nuestro planeta, el de nuestra sociedad, incluso el propio—, con temor o con angustia? … ¿Cuántos piensan que el mundo que les tocó a sus padres o a sus abuelos fue mejor que el actual?
No los culpo. Ambos son sentimientos frecuentes, normales; y, aunque quizás no sirva de consuelo, para nada exclusivos a nuestra época. Todas las sociedades, todas las culturas, todas las épocas, han tenido sus miedos. Seguramente, la hiperconexión del mundo contemporáneo, que resulta en que nos enteremos al segundo y muy gráficamente de las desgracias que suceden en cada rincón, exacerba estas ansiedades.
Por demás, son temores comprensibles en los individuos, condicionados, como estamos, por nuestra mortalidad. Y es interesante que sean también característicos de las sociedades humanas, de los colectivos, que abrigan la condición, paradójica hasta cierto punto, de temer por el futuro y a la vez sentir nostalgia del pasado. Pero ese “pasado añorado”, no es otra cosa que futuros que se fueron concretando; futuros que, quizá, previo a su llegada suscitaron las mismas sospechas y desencantos que hoy puede despertar el nuestro.
Sobre la segunda pregunta que les hice, que recoge ese sentido tan común de nostalgia por el pasado, sí creo poder decirles con contundencia que el mundo que les tocó a sus padres—que es el que me tocó a mí—, no fue mejor. Mucho menos el que les tocó a sus abuelos.
Les comparto algunos datos, empezando por uno muy cercano a la ocasión que nos convoca. Ustedes hoy se gradúan de la universidad. De los colombianos en edad universitaria, actualmente un 54% tiene acceso a algún nivel de educación terciaria. Cuando me gradué yo de la universidad, hace 29 años, por allí cuando se graduaron sus padres, esa cifra estaba en torno al 17%--la educación terciaria era el privilegio de solo uno de cada 6 colombianos.
Y es casi seguro que muy pocos de sus abuelos hayan recibido educación superior. En el caso mío, que vengo de una familia privilegiada, de mis cuatro abuelos, uno tuvo esa oportunidad. Hacia fines de los sesenta, cuando estaban en edad universitaria sus abuelos, solo 1 de cada 25 jóvenes—un 4%--accedían a la educación superior.
Lamentablemente hoy en Colombia, la violencia y la inseguridad, son preocupaciones cotidianas. Les confieso que esta mañana fui atracado por primera vez en mi vida, trotando en el Oeste de Cali. Me llevé un buen susto… Pero a principios de los años 90, cuando sus padres y yo teníamos su edad, la tasa de homicidios anuales en Colombia superaba los 80 por 100 mil habitantes, y era la más alta del mundo. En Cali estaba en torno a los 150 por 100 mil y estallaban bombas con frecuencia. El año pasado, la tasa de homicidios en Colombia fue de 26 por 100 mil—inferior en casi un 70% a la de aquella época. A fines de los 60, en la relativa paz del Frente Nacional que les tocó a sus abuelos en sus años mozos, la tasa de homicidios se ubicaba ligeramente por encima de los 30 por 100 mil. La violencia ha sido casi endémica a Colombia, pero su tendencia es a la baja.
Por estos días también se discute mucho sobre el sistema de salud colombiano y el hambre en regiones como la Guajira; y sin duda en éstos ámbitos hay muchas tareas aún incompletas. Pero por la época en que nacieron sus abuelos, el colombiano promedio podía esperar vivir escasamente 40 años o un poco más y medía 5 centímetros menos que en la generación de ustedes. La expectativa de vida era tan baja, entre otras, ¡porque 1 de cada 4 niños moría antes de cumplir los 5 años de edad! Mi abuela materna murió dando a luz a su séptimo hijo, quien también, lamentablemente, falleció.
Incluso para la época en que nacieron sus padres (y nací yo), casi 1 de cada 10 niños nacidos vivos moría antes de los 5 años, y el ciudadano promedio podía aspirar a vivir solamente 60 años o algo más. Cuando ustedes nacieron, la mortalidad infantil había caído al 2,5% (uno de cada 40 niños fallecía antes de los 5) y la expectativa de vida superaba los 70. De los colombianos nacidos mientras ustedes estaban en la universidad, menos de uno de cada 75 falleció antes de cumplir los 5 años—un 1,3%--, y, en promedio, su expectativa de vida es cercana a los 80 años.
Sin soslayar los graves problemas y grandes inequidades de Colombia, el avance de nuestra sociedad en los últimos 30 y 60 años es notorio. Y, con la excepción de un puñado de países que han elegido gobiernos verdaderamente desastrosos y que se han perpetuado en el poder, las mismas tendencias de progreso se observan en todo el mundo. Tristemente, nuestra vecina Venezuela es uno de los pocos países sobre los que se puede decir, sin titubear, que a las generaciones anteriores les tocó una realidad mucho mejor que a las actuales.
No me malinterpreten. No estoy diciendo que no haya dolor injusto en este mundo, o que todas las personas en Colombia o en el mundo hoy cuentan con condiciones de vida aceptables. No. Tristemente hay demasiadas personas que aún viven en condiciones materiales desesperadas y otras que carecen del mínimo y debido respeto social; otras más son víctimas de atroces formas de violencia.
Hay también desigualdades que hieren, que minan la promesa de igualdad de oportunidades, crean las culturas del privilegio y hacen mella en la autoestima de los desfavorecidos. Y todo eso está mal. Muy mal. Y debería dolernos a todos. Sobre todo cuando existen en el planeta las posibilidades humanas y tecnológicas de superar esas desgracias.
El profesor y premio Nobel de Economía, Amartya Sen, uno de los grandes sabios de nuestros tiempos, dice en “Una idea de la justicia”, que a él le interesan las injusticias remediables más que los grandes sistemas de valores justos, armónicamente estructurados. A mí también. Creo que el deber de todos es identificar esas situaciones inaceptables y batallar para corregirlas.
Pero esta idea es muy distinta de la idea de que hoy estamos peor que ayer y que el mundo solo ha ido acrecentando los males y las injusticias. Medidos con la vara de los indicadores objetivos, el mundo, con sus tristes ritornelos y sus desviaciones, ha ido progresando. Medido con la vara de nuestras posibilidades sociales y económicas y nuestros ideales morales, hay muchas cosas que corregir. Y son muy graves. Y muy urgentes.
Lo que estoy diciendo, lo que están diciendo los datos, es que en muchas de las variables relevantes para definir nuestras condiciones de vida, hemos mejorado. O mejor, para decirlo con optimismo: que estamos mejorando.
Pasemos ahora de la extraviada nostalgia del pasado al desasosiego por el futuro. Ya decía que la especie humana padece de una especie de milenarismo ancestral. El término surge del hecho de que hace un poco más de mil años, prácticamente toda la cristiandad creía que el fin del mundo llegaría, puntual, con el cierre del primer milenio.
Hoy no faltan razones para preocuparnos. El desafío que nos plantea el cambio climático es una realidad cada día más patente. La pandemia nos mostró que un microorganismo puede poner a tambalear una civilización. La injustificada y macabra invasión rusa de Ucrania despertó el temor dormido de una hecatombe nuclear. Hay voces que adjudican graves peligros al surgimiento de la inteligencia artificial, la cual, en su opinión, podría dar un giro maligno. Todo esto por no mencionar ansiedades quizás más mundanas y locales de la realidad colombiana.
Veamos en algún detalle ciertos de estos temores. En cuanto a la inteligencia artificial, todavía es muy temprano para pronosticar sus impactos. Puede que en sus riesgos sea cualitativamente diferente a otras revoluciones tecnológicas, aunque seguro lo será también en sus oportunidades. Seguramente, nuestra invitada especial, que pasa bastante tiempo en Silicon Valley, nos pueda dar algunas luces. Lo que sí vale la pena recordar es que la historia está repleta de ejemplos de recelo e incluso reacción violenta ante la aparición de nuevas tecnologías. En el siglo pasado, la irrupción en escena del teléfono, la radio, la televisión y los computadores suscitaron temores y sospechas en muchas personas.
El fantasma de una catástrofe nuclear, por su parte, cumple casi 80 años. Desde la invención de esta terrible tecnología, el riesgo ha estado siempre latente. El célebre biólogo Edward O. Wilson, de quien tuve el privilegio de ser alumno, señalaba el peligro de que primates de emociones prehistóricas, como nosotros, tuviéramos acceso a tecnologías más propias de los dioses.
Pero también hay que decir que los mecanismos de seguridad de estos mortíferos sistemas y las estrategias de control y disuasión de su proliferación y uso, han avanzado considerablemente. Y les garantizo que la sensación de zozobra hoy es leve frente a la que se vivía durante la infancia de sus padres y la juventud de sus abuelos, con dos superpotencias nucleares enfrascadas en un conflicto “frío”, pero sin cuartel. Yo recuerdo el terror que sentí a mis 8 o 9 años viendo las imágenes en televisión de los desfiles militares soviéticos con sus terroríficos misiles balísticos.
Ustedes tuvieron la muy mala suerte de vivir, en su época universitaria, una pandemia global de esas que, literalmente, suceden cada 100 años. En un mundo densamente poblado y muy interconectado, los riesgos de propagación aumentan. Pero el avance del conocimiento y la tecnología para hacer frente a este tipo de enfermedades ha sido notable.
Cuando la mal llamada “gripe española”—de la que se estima murieron entre 25 y 50 millones de personas—, surgió en 1918, ni se sabía que era causada por un virus. Esa epidemia mató entre el 1,5 y el 3% de la población mundial; gracias a la ciencia y la tecnología, el porcentaje de letalidad total del Covid-19 se estima en el 0,3%--hasta 10 veces menos. El voluminoso conocimiento acumulado en los últimos 3 años seguramente contribuirá a disminuir la mortandad y el impacto económico, psicológico y social de pandemias futuras.
Hablemos un poco del que considero es el riesgo o problema planetario que de mayor manera define a su generación: la crisis climática. No sé si sabían que en los años 70s muchos temían que lo que vendría sería un “Enfriamiento Global”. Bueno, eso claramente sí resultó un “fake”; en cambio, la evidencia de calentamiento generado por las emisiones producto de la actividad humana es aplastante. El pasado mes de julio fue el mes más caliente en el planeta desde que se llevan registros, y todo parece indicar que la temperatura seguirá aumentando durante las próximas décadas, causando alteraciones significativas en el clima y estragos en múltiples ecosistemas y territorios.
El reto, que es de descomunal calado, tiene, como un cubo de Rubik, múltiples caras, interconectadas. De un lado, comprende no solo bajar las emisiones, sino también, algo mucho más difícil, reducir los niveles de gases de efecto invernadero ya presentes en la atmosfera. Pero al mismo tiempo, esto hay que lograrlo sin destruir una economía moderna que le ha permitido a la humanidad alcanzar niveles inéditos de prosperidad y bienestar, a la vez que se garantiza que cientos de millones de personas que viven en la pobreza y la miseria tengan acceso a más energía, la cual es un vector anti-pobreza irremplazable.
La buena noticia es que, en los últimos 5 años, la humanidad finalmente parece haberse puesto seria frente a la urgencia y enormidad del desafío, a la vez que las inversiones en investigación y desarrollo tecnológico comienzan a dar réditos reales. 150 países, incluido Colombia, que representan el 88% de las emisiones mundiales, ya han asumido compromisos de llegar, antes de 2050, a emisiones cero. Por estos días hace un año, el gobierno del presidente Biden aprobó un paquete de medidas, incentivos e inversiones climáticas por $738 mil millones de dólares, marcando un hito transformacional contra el calentamiento global.
Aún mejor, los costos de las tecnologías ‘limpias’—los paneles solares, las turbinas eólicas, las baterías para el almacenamiento, etc.—han bajado entre 80 y 90% en la última década, haciendo que muchos aspectos de la transición energética ya no solo sean posibles, sino económicamente factibles. Esto ha contribuido a que la curva de emisiones haya comenzado a doblarse y esté, posiblemente, llegando a su pico.
De hecho, en Europa, Norte y Sudamérica y Oceanía, el volumen anual de emisiones ya viene en descenso hace años—en la Unión Europea desde 1980, en Estados Unidos desde 2004. La entrada de una cuantía sin precedentes de generación limpia en 2022—1.525 teravatios-hora, 3 veces lo que se agregaba anualmente hace 10 años—así como el rápido incremento en la venta de vehículos eléctricos—sus ventas se multiplicaron por 10 en los últimos 5 años—son señales muy positivas de que la transición energética ya está alcanzando velocidad de crucero.
A medida que avanzan otras tecnologías como el hidrógeno verde y las de captura y almacenamiento de carbono, etc.—cuyo desarrollo se acelera, en un círculo virtuoso, con el abaratamiento de las fuentes de energía limpia—, será posible pensar incluso en que países y organizaciones se comprometan a emisiones negativas; a remover CO2 de la atmósfera. En este ámbito, Colombia tiene muchísimo que aportar, con sus enormes recursos de sol, viento, agua y tierra, y sus grandes oportunidades de ofrecer soluciones basadas en la naturaleza, como proyectos de reforestación de gran escala.
Cuando ustedes entraron a la universidad, parecía sumamente improbable que lográramos mantener el aumento de la temperatura planetaria por debajo de los 2 grados. Hoy esta posibilidad luce mucho más factible. Y si el avance tecnológico se sigue acelerando, quizás podamos movernos más cerca a un aumento de 1,5 grados.
Ahora, 2 grados, e incluso 1,5, de aumento en la temperatura promedio sigue siendo una barbaridad, y representaría impactos grandes e insospechados, entre otras porque el promedio esconde datos locales más extremos. Pero a estos niveles, el riesgo ya bajaría de ser “existencial” para grandes porciones de la vida en la tierra.
En cualquier caso, se va a requerir de muchas adaptaciones, no solo de nuestras ciudades y poblaciones y en estilos de vida, sino también a través de intervenciones virtuosas en hábitats naturales. Soy optimista que está dentro de nuestras capacidades tecnológicas lograrlo. Soy optimista de que está dentro de nuestras capacidades creativas y tecnológicas lograrlo. Se requerirá de una diversidad de tecnologías y soluciones—entre ellas, no me cabe duda, la inteligencia artificial--, y de variados equilibrios, y allí una comunidad de conocimiento como la nuestra, cercana a las organizaciones, tiene mucho que aportar. Sí, debemos preocuparnos, pero, sobre todo, ocuparnos.
Ante retos como éste, como ante tantos en la vida, el pesimismo puede ser razonable; incluso puede ser llegar a ser estrictamente correcto. Pero también resulta inmovilizante y desmoralizador, a más de hacer más difícil lograr acuerdos y colaboraciones y movilizar recursos y voluntades.
Por este motivo, y otros ya enunciados, el consejo que me quiero permitir darles es de perseguir un sesgo al optimismo; no solo a no temer, sino incluso a buscar, ‘pecar de optimistas’. El optimismo no solo es una disposición que debe surgir del análisis de los datos; es también una virtud que necesitamos para transformar positivamente nuestro futuro y conjurar los peligros que nos acechan.
Sé que eso es más difícil para algunos de nosotros que para otros. Por disposición, por carácter, por experiencia de vida. Pero que bien le haría a Colombia una generación de líderes un poco más optimistas; un poco más dispuestos a confiar en el futuro y a confiar en los demás.
Espero, de corazón, que ustedes, desde los diversos ámbitos de la vida que escojan explorar, sean parte de esa nueva generación de líderes optimistas y transformadores.
¡Una vez más, muchísimas felicitaciones y los mayores éxitos y felicidades!
Cali, 23 de febrero de 2024
Queridas y queridos graduandos, hoy nos encontramos aquí para celebrar con ustedes, y sus seres queridos, el exitoso cierre de una etapa importante de sus vida y el inicio de otra, enriquecida por los aprendizajes, las competencias y las conexiones desarrolladas en la que cierra.
Agradecemos, de corazón, que hayan confiado en Icesi para acompañarlos en este período tan significativo de su desarrollo profesional, donde han buscado complementar y profundizar su formación o, en algunos casos, adquirir capacidades para dar el salto a nuevas trayectorias profesionales.
Hoy quiero hablarles precisamente de esto: de los importantes cambios que están sucediendo en el mundo del trabajo y de la manera en la que estos deberían impactar la educación universitaria, en especial la educación posgradual. Quiero agradecer a mis colegas, particularmente de la Facultad de Ciencias Humanas, por sus aportes centrales a la siguiente reflexión.
Por miles de años, los oficios de las personas, que eran casi siempre los de sus padres y ancestrales a sus familias, permanecieron inalterables. Hasta hace poco más de doscientos años, hasta la víspera y llegada de la revolución industrial, la gran mayoría de los humanos eran trabajadores del campo y el futuro era esencialmente indistinguible del pasado. Conforme se fueron aglomerando en pueblos y ciudades, surgieron oficios artesanales que típicamente se transmitían de padres a hijos (muchas veces excluyendo a las mujeres). Pero fue solamente hace un par de siglos, cuando los avances tecnológicos y nuevas formas de organización permitieron superar la producción de mera subsistencia, que la economía y la sociedad se comenzaron verdaderamente a diversificar y con ello los oficios y profesiones—al igual que las aspiraciones y vocaciones—de las personas.
La universidad moderna, que se asocia con las reformas educativas alemanas de principios del siglo XIX, y que en el siglo XX tuvo sus principales desarrollos en los Estados Unidos, buscaba responder a los desafíos de esta nueva economía y sociedad. Por entonces, y durante mucho tiempo, un estudio de pregrado era suficiente en casi todas las profesiones para desarrollar una vida profesional exitosa. No era tan habitual la costumbre de hacer estudios posgraduales, ni había tantos: la “especialización”, la “maestría”, no eran títulos universitarios, sino el resultado del despliegue en el ejercicio laboral del capital académico adquirido durante el pregrado. Primero, se estudiaba todo, y luego, en el trabajo, se profundizaban los conocimientos adquiridos y se perfeccionaban las habilidades profesionales. Así se llegaba a ser especialista o maestro. No había que volver a estudiar, la universidad era solo una etapa de la vida: aquella en la que aprendíamos, de una vez y para siempre, para qué éramos buenos y cómo nos íbamos a ganar la vida.
Hace unos buenos años, sin embargo, esto cambió. La democratización de la universidad y la especialización creciente de los problemas profesionales nos obligaron a todos a volver a los salones. Por un lado, la democratización condujo a que hubiera más personas formadas en los mismos campos profesionales, así que fue necesario acudir al salón para encontrar nuevos elementos que señalizaran diferencia y nos hicieran más competitivos. Por otra parte, la creciente especialización del mundo del trabajo y las organizaciones, hizo que surgieran nuevos problemas cuyas soluciones no podían aprenderse exclusivamente con la experiencia acumulada en el ejercicio profesional. Problemas que podían requerir, por ejemplo, del manejo de nuevas tecnologías o nuevos marcos conceptuales que, en su mayoría, se estaban desarrollando en las universidades.
Crecieron entonces las especializaciones y las maestrías y asistimos a un periodo de una prolífica especialización del conocimiento, que trajo grandes descubrimientos y avances, y muchísima sofisticación técnica y conceptual. Podemos notar que la especialización, así entendida, es un proceso lineal y acumulativo: primero se conoce un campo de saber y luego se busca ahondar en un aspecto específico, en una pequeña parcela de un saber profesional que uno ya domina. De esta manera se consigue saber o hacer cosas muy difíciles o que muy pocas personas saben o hacen. Esta era la estrategia adecuada para trayectorias laborales que eran igualmente lineales y acumulativas; para recorridos en el mundo del trabajo que consistían en ser cada vez más especializados en la misma área laboral y ascender así en la jerarquía de la organización.
La contracara de esta formación fue que paulatinamente limitó a los especialistas a dominios específicos de su saber, generalmente muy técnicos, sin muchas puertas, ventanas ni puentes a otros dominios prácticos o conceptuales. Para usar una figura podría decirse que los especialistas estaban “encerrados” en su especialidad. Su subsistencia dependía de que siguieran existiendo esos problemas y de que siguieran definiéndose más o menos en los mismos términos.
Pues bien, esto está cambiando. La evidencia es contundente: se acelera la destrucción creativa, se intensifica la flexibilización laboral y su deslocalización en un mundo digital y globalizado, y emergen cada vez más trabajos y trayectorias laborales completamente atípicas. La aparición de la IA, la transformación digital y las promesas de automatización parecen estar precipitando, y en nuevas direcciones, cambios que venían cociéndose tanto en el mercado laboral como en los modos de trabajar.
Sabemos que desaparecerán oficios que hoy valoramos mucho, algunas profesiones se transformarán de manera radical y surgirán nuevos tipos de trabajos que no podemos aún imaginar. Se automatizarán labores técnicas rutinarias y poco a poco también otras muy complejas; y en este contexto nervioso los conocimientos técnicos especializados, tal como los hemos descrito, tendrán fechas de caducidad más cortas y las personas tendrán trayectorias laborales menos lineales y acumulativas.
Los profesionales del futuro experimentarán continuos cambios de oficio y, con ello, continuas demandas de nuevas experticias, que les obligarán a echar a andar estrategias y procesos de aprendizaje a lo largo de la vida. Y esa será la clave: en un mundo necesitado de especialización, pero cuyos conocimientos especializados caducan y emergen a velocidades antes nunca vistas, el mejor aprendizaje que se puede adquirir es el de aprender a aprender.
Una trayectoria laboral no lineal ni acumulativa es entonces una trayectoria en la que hay que estar actualizándose continuamente con conocimientos y habilidades nuevas, y en la que se producen cambios recurrentes de trabajo y oficio. El “reskilling” y el “upskilling”, serán las claves del futuro éxito laboral. Y esto significará, entonces, una nueva etapa para las universidades y para la formación profesional.
Ya estamos viendo cambios importantes en los formatos de la oferta de capacitación: especializaciones virtuales, maestrías híbridas, certificaciones de cursos con agentes de la industria, diplomados que hacen parte de “micromasters” y “micromasters” que hacen parte de especializaciones o maestrías; aprendizaje asincrónico, sincrónico y combinado, cursos integrados de pregrado y posgrado etc. Una variedad de formatos impensables hace 10 años.
Pero también está cambiando lo más sustancial: la definición de las competencias que hay que desarrollar en los planes de estudio. Si la especialización técnica en un área del conocimiento es necesaria pero no suficiente ¿qué tendríamos que aprender para enfrentar estos nuevos desafíos?
Permítanme referirme ahora a dos cambios en el mundo del trabajo que señalan dos respuestas a esta pregunta y en los que Icesi, como pionera que ha sido en las estrategias educativas del país, lleva ya la delantera en el sistema.
En primer lugar, debemos considerar que en el mundo contemporáneo todo trabajo u oficio se realiza en organizaciones complejas tales como las clínicas, las empresas privadas, los colegios o el Estado. Y en estas organizaciones contemporáneas, se requiere algo más que dominar el ejercicio estrictamente profesional: se requiere, literalmente, “saber trabajar”. Es decir, saberse mover en la organización, saber coordinar tareas con otros, saber comprender problemas complejos, saber decidir estratégicamente en la incertidumbre, saber cuándo y qué desaprender.
Un signo de este cambio lo constituye la paulatina desaparición de “oficios liberales”, que se ejercían al margen de las organizaciones. Si antes un médico, una psicóloga o una abogada podían atender desde su oficina, con un mínimo apoyo administrativo, hoy se ven abocados, en su mayoría, a trabajar en grandes hospitales o firmas, donde la efectividad de su trabajo depende, en parte, de poder relacionarse de manera eficiente y productiva con muchas personas de otras profesiones y donde las reglas que rigen su trabajo están sometidas a lógicas que exceden lo estrictamente profesional: deben entender de estrategia, mercados, software, liderazgo…
Y todo hace pensar que en el futuro se ampliará y exacerbará la importancia de estas habilidades y competencias que, curiosamente, no son estrictamente potestad de ninguna profesión. Creemos que estas habilidades para el “trabajo con otros” en organizaciones complejas, que van desde la interculturalidad hasta la alfabetización digital; desde la gestión emocional hasta el pensamiento crítico, serán cada vez más protagonistas de la formación posgraduada.
Un segundo motor del cambio en el mundo del trabajo es la creciente e inevitable interdisciplinariedad de los problemas que actualmente enfrentamos. Es difícil encontrar hoy un problema que sea exclusivo de los conocimientos disciplinares de una profesión. El cambio climático y el cáncer, por ejemplo, exigen para su afrontamiento tanto de la estadística social como de las ciencias básicas, tanto de las ciencias que leen la cultura y los hábitos como de las que comprenden al cuerpo y la naturaleza, tanto de las que buscan desarrollos científicos y tecnológicos para combatirlos como de las que producen piezas pedagógicas y comunicacionales para su mitigación y prevención.
Ante este panorama, algunos mercadólogos necesitarán cada vez más saber algo de medio ambiente o entender las lógicas del Estado; algunas sociólogas necesitarán saber de programación y algoritmos, algunos abogados de antropología, y algunas ingenieras de administración o salud.
No se tratará en este caso de conquistar un conocimiento “complementario” a su especialidad sino, más bien, de asumir que para ejercer pertinente y eficazmente la especialidad, se requiere a su vez asumir la interdisciplinariedad de los problemas sociales; y que la especialidad no es solo profundidad en el mismo campo, como había sido hasta ahora, sino incorporación coherente de los distintos campos disciplinares que componen el problema. Las especialidades seguirán implicando profundidad en un campo, pero incorporarán también las puertas, ventanas y puentes que conectan ese campo con otros dominios del saber y el hacer. Toda especialidad, entonces, tendrá que ejercerse con apertura y flexibilidad disciplinar, y eso hay que aprenderlo. Y no es fácil. Porque la especialidad, como vimos, puede ser un encierro muy profundo.
La clave aquí son las formas de pensar: pensamiento crítico, sistémico, complejo, creativo… En un escenario de rápida caducidad y emergencia de conocimientos técnicos, de problemas interdisciplinarios y de trayectorias laborales impredecibles, el desarrollo de formas de pensamiento transferibles a diversos campos de acción, garantiza el éxito y el progreso profesional. En otras palabras: serán trabajadores más eficaces quienes tengan la posibilidad de tener mundos, intereses y conocimientos más grandes, incluyentes y diversos. Profesionales capaces de conectar y dar sentido a distintos conocimientos, provenientes de fuentes y tradiciones disciplinares diversas. Personas con intereses generales amplios y formas complejas de sensibilidad y pensamiento.
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En resumen, tanto las competencias que las organizaciones complejas exigen a los profesionales especializados como la inevitable interdisciplinariedad de los problemas sugieren que la formación profesional y posgradual requerirá, por un lado, de un mayor espectro de competencias y sensibilidades y, por otro, de una mayor capacidad para aprender cosas nuevas y ensamblar significativamente conocimientos provenientes de distintas fuentes y tradiciones disciplinares. Será necesario también aprender a interactuar productiva y eficazmente con personas de trayectorias vitales y profesionales distintas a las propias, con otros hábitos y saberes.
Todo esto significa que las nuevas trayectorias laborales deben ser entendidas, sobre todo, como trayectorias permanentes de aprendizaje. Y por eso las universidades estamos llamadas a cumplir un papel decisivo y más intenso que hasta ahora, en el desarrollo profesional de las personas y su impacto en las organizaciones y la sociedad.
En Icesi, y de acuerdo a una larga tradición interna recogida en nuestro Proyecto educativo institucional, pensamos que cumplimos mejor ese papel si evitamos restringir las fronteras profesionales a conocimientos especializados estrictamente disciplinarios. Es por eso que algunas de estas apuestas ya se realizan en los modos y contenidos de la educación que ofrecemos. Las prácticas pedagógicas que Icesi alienta estimulan la autonomía del estudiante y su capacidad para pensar críticamente. También hemos atribuido un lugar importante a la formación en habilidades de comunicación, pensamiento estratégico, investigación, gestión emocional, responsabilidad profesional y trabajo en equipo. Fuimos pioneros en el país en esta manera de ver la educación y creemos que este es el momento para redoblar la apuesta.
Estamos en estos momento proponiendo un cambio profundo a nuestros pregrados que nos tiene muy entusiasmados. Y también hemos comenzado a trabajar en un nuevo PEI de posgrados que nos impulse a innovar más en esta dirección. Igualmente, debemos repensar nuestra oferta de educación continua para facilitar realmente el aprendizaje a lo largo de la vida con mayor modularidad y flexibilidad.
El eje central de estos cambios es el esfuerzo por expandir las profesiones y favorecer los conocimientos y las identidades que se producen en el cruce, dinámico e inusual, entre saberes de distintas disciplinas y oficios. Esperamos ahondar en las estrategias pedagógicas que formen en nuestros estudiantes maneras de pensar y modos de hacer que les permitan luego, en su trayectoria profesional, transferir las competencias del campo de acción profesional para el que fueron diseñadas a otros campos de acción. Esta capacidad de transferir conocimientos puede considerarse sin duda como una de las fuentes más importantes de innovación y diferenciación en la vida laboral, y como la mejor garantía para las trayectorias flexibles del futuro.
Queremos, en fin, que todo programa en la Universidad incluya en su formación competencias transversales, transdisciplinares y transferibles; y desarrolle en los estudiantes las condiciones y disposiciones que favorecen la emergencia de nuevos aprendizajes y el éxito en los cambios de oficio: queremos formar en las capacidades que aún constituyen agregación de valor humano –como el pensamiento complejo, crítico y creativo- ahora que la IA puede utilizarse para tareas que demandan competencias cognitivas complejas.
Estudiar un posgrado hoy supone un cierto giro en el ejercicio profesional. Es una decisión que señala y abre un camino y que también dota de conocimientos para enfrentarlo. Sin embargo, sabemos que el ejercicio profesional contemporáneo, y los desafíos que el entorno propone, exigirán de ustedes poner en marcha muchos giros como este y aprender conocimientos nuevos, en trayectorias laborales atravesadas por bifurcaciones, movimientos, nuevos comienzos.
Será tarea de la Universidad ser responsable y a la vez audaz para embestir estos retos que el futuro presenta y responder con pertinencia a sus necesidades cuando volvamos a encontrarnos.
Para todas y todos ustedes, nuestros mejores deseos para el futuro; sus éxitos son el éxito de nuestra universidad. Recuerden que siempre serán parte de esta comunidad y que estaremos a disposición para acompañarlos en su tránsito por este nuevo mundo laboral fluido y dinámico.
Muchas gracias.
Cali, 25 de agosto de 2023
Buenas tardes a todos y todas. Hoy les damos la más cordial y entusiasta bienvenida a nuestra universidad; a su universidad.
Quiero saludar muy especialmente a la gobernadora del Valle del Cauca, Clara Luz Roldán, orgullosa madre de uno de nuestros graduandos de hoy, así como también a Marcela Granados, miembro de la Junta Directiva de Icesi y Sub-directora general de la Fundación Valle del Lili, institución de salud que es orgullo de nuestra región y de Colombia, y que es aliada fundamental de la universidad.
Sea esta la oportunidad para agradecerle, y a todos los directivos y colaboradores de la Fundación, una vez más, en nombre de nuestra comunidad universitaria, por su extraordinaria generosidad con Icesi, la cual ha contribuido significativamente a que podamos cumplir con nuestra misión de ofrecer educación de alta calidad en medicina y otros campos a poblaciones de escasos recursos y contribuir así al cierre de brechas sociales en nuestro territorio.
Para quienes no lo saben, la Fundación Valle del Lili beca, en un 100%, a los 169 residentes que cursan las 26 especializaciones médico-quirúrgicas que ofrece Icesi y becó a los cerca de 340 médicos especialistas que ya se han graduado de esos programas, incluyendo los 27 que se titulan hoy. Este nivel de compromiso con la educación y con la excelencia médica no lo tiene ninguna otra entidad de salud de Colombia.
Saludo, igualmente y de manera muy especial, a los miembros de la Junta Directiva y el Consejo Superior de Icesi que nos acompañan hoy, así como a los decanos, decanas, directivos y a todo el equipo humano de nuestra institución, a los integrantes del Consejo Estudiantil, a otros estudiantes y personas que nos apoyan para el éxito de este evento, y a ustedes, los homenajeados en este día, y sus invitados.
Quiero iniciar mis palabras felicitando de manera muy especial a los 668 graduandos y graduandas de nuestros programas de posgrado, así como a sus padres, cónyuges, familiares y amigos, quienes les han brindado un apoyo indispensable durante su proceso formativo.
Es para mí motivo de gran orgullo anunciarles que hoy graduamos a la primera promoción de nuestra Maestría en Gerencia del Talento Humano. Así mismo, hoy estamos graduando 47 beneficiarios de las becas del Ministerio de Educación Nacional, profesores etnoeducadores rurales de zonas apartadas de departamentos como Amazonas, Putumayo, Chocó, Nariño, Cauca y Huila. Gracias a la tecnología y a nuestros programas virtuales de alta calidad, hoy podemos llegar con educación de excelencia a territorios antes impensables.
Graduandos, hoy queremos expresarles nuestro agradecimiento por la confianza que han depositado en la universiad. Estamos convencidos que con las capacidades, destrezas y relaciones que han construido con nosotros harán una gran contribución a la transformación positiva de nuestro país.
Pensando en las palabras que les dirigiría hoy, decidí atreverme a ofrecerles un consejo. Sé que hacerlo, sobre todo cuando es ‘al por mayor’, como en este caso, es entrar en terrenos pantanosos. Necesariamente los consejos parten de la subjetividad y de experiencias particulares y limitadas, y cada persona es un mundo; aún más cdentro de una comunidad tan diversa como la de Icesi. Pero bueno, aquí voy con un intento que espero les resuene.
¿Quiénes de ustedes ven el futuro—el de nuestro planeta, el de nuestra sociedad, incluso el propio—, con temor o con angustia? … ¿Quiénes piensan que el mundo que les tocó a sus padres o a sus abuelos fue mejor que el actual?
No los culpo. Ambos son sentimientos frecuentes, normales; y, aunque quizás no sirva de consuelo, no exclusivos de nuestra época. Todas las sociedades, todas las culturas, todas las épocas, han tenido sus miedos. Seguramente, la hiperconexión del mundo contemporáneo, que resulta en que nos enteremos al segundo y muy gráficamente de las desgracias que suceden en cada rincón, exacerba estas ansiedades.
Por demás, son temores comprensibles en los individuos, condicionados, como estamos, por nuestra mortalidad. Pero es interesante que sean también característicos de las sociedades humanas, de los colectivos, que abrigan la condición, paradójica hasta cierto punto, de temer por el futuro y a la vez sentir nostalgia del pasado, el cual no es más que una sucesión de futuros que se han ido concretando.
Sobre la segunda pregunta que les hice, que recoge ese sentido casi innato de nostalgia por el pasado, sí creo poder decirles con contundencia que el mundo que les tocó a sus padres—que es el que me tocó a mí—, no fue mejor. Mucho menos el que les tocó a sus abuelos.
Les comparto algunos datos, empezando por uno muy cercano a la ocasión que nos convoca. Ustedes hoy se gradúan de un posgrado. De los colombianos en edad universitaria, hoy un 54% tiene acceso a algún nivel de educación terciaria. Cuando me gradué yo de la universidad, hace 29 años, esa cifra estaba en torno al 17%--la educación terciaria era el privilegio de solo uno de cada 6 colombianos.
Y es casi seguro que muy pocos de sus abuelos hayan recibido educación superior. En el caso mío, que vengo de una familia privilegiada, de mis cuatro abuelos uno tuvo esa oportunidad. Hacia fines de los sesenta, solo 1 de cada 25 colombianos en edad de estudiar—un 4%--accedían a la educación superior.
La cobertura en posgrados, por supuesto, era muchísimo menor.
Vivimos aterrados, con razón, por la violencia y la inseguridad, casi endémicas en Colombia. Pero hace solo 30 años, cuando algunos de los aquí presentes éramos jóvenes, la tasa de homicidios anuales en Colombia superaba los 80 por 100 mil habitantes, y era la más alta del mundo. En Cali estaba en torno a los 150 por 100 mil y estallaban bombas con frecuencia. El año pasado, la tasa de homicidios en Colombia fue de 26 por 100 mil—inferior en casi un 70% a la de aquella época. Hace 60 años, en la relativa paz del Frente Nacional, la tasa de homicidios se ubicaba ligeramente por encima de los 30 por 100 mil.
Estos días también se discute mucho sobre la salud en Colombia y el hambre en regiones como la Guajira; y sin duda éstas son tareas aún incompletas en el país. Pero los colombianos de hace dos generaciones, podían esperar vivir un poco más de 40 años en promedio y medían casi 6 centímetros menos. La expectativa de vida era tan baja, entre otras, ¡porque 1 de cada 4 niños moría antes de cumplir los 5 años de edad! Mi abuela materna murió dando a luz a su séptimo hijo, quien también, lamentablemente, falleció.
Incluso para la época en que nací, hace algo más de 50 años, casi 1 de cada 10 niños nacidos vivos moría antes de los 5 años, y el ciudadano promedio podía aspirar a vivir 60 años o algo más. Para el año 2000, la mortalidad infantil había caído al 2,5% (uno de cada 40 niños fallecía antes de los 5) y la expectativa de vida superaba los 70. Hoy, menos de uno de cada 75 colombianos no llega a cumplir los 5 años—un 1,3%--, y la expectativa de vida promedio es de casi 80.
Sin soslayar los graves problemas y grandes inequidades de Colombia, el avance de nuestra sociedad en las últimas generaciones es notorio. Y, con la excepción de un puñado de países que han elegido gobiernos verdaderamente desastrosos, las mismas tendencias de progreso se observa en todo el mundo. Tristemente, nuestra vecina Venezuela es uno de los pocos países sobre los que se puede decir sin titubear que a las generaciones anteriores les tocó una realidad mucho mejor que a la actual.
No me malinterpreten. No estoy diciendo que no haya dolor injusto en este mundo, o que todas las personas en Colombia o en el mundo hoy cuentan con condiciones de vida aceptables. No. Tristemente hay demasiadas personas que aún viven en condiciones materiales desesperadas y otras que carecen del mínimo y debido respeto social; otras más son víctimas de atroces formas de violencia.
Hay también desigualdades que hieren, que minan la promesa de igualdad de oportunidades, crean las culturas del privilegio y hacen mella en la autoestima de los desfavorecidos. Y todo eso está mal. Muy mal. Y debería dolernos a todos. Sobre todo cuando existen en el planeta las posibilidades humanas y tecnológicas de superar esas desgracias.
Amartya Sen dice en “Una idea de la justicia”, que a él le interesan las injusticias remediables más que los grandes sistemas de valores justos, armónicamente estructurados. A mí también. Creo que el deber de todos es identificar esas situaciones inaceptables y batallar para corregirlas.
Pero esta idea es muy distinta de la idea de que hoy estamos peor que ayer y que el mundo solo ha ido acrecentando los males y las injusticias. Medidos con la vara de los indicadores objetivos, el mundo, con sus tristes ritornelos y sus desviaciones, ha ido progresando. Medido con la vara de nuestras posibilidades sociales y económicas y nuestros ideales morales, hay muchas cosas que corregir. Y son muy graves. Y muy urgentes. Y aún así: estamos mejor, mucho mejor que antes.
Lo que estoy diciendo, lo que están diciendo los datos, es que en muchas de las variables relevantes para definir nuestras condiciones de vida, hemos mejorado. O mejor, para decirlo con optimismo: que estamos mejorando. Y, por lo menos en abstracto, tenemos las condiciones técnicas y científicas para seguir por esta senda de mejora.
Pasemos ahora de la extraviada nostalgia del pasado al desasosiego por el futuro. Ya decía que la especie humana padece de una especie de milenarismo ancestral. El término surge del hecho de que hace un poco más de mil años, prácticamente toda la cristiandad creía que el fin del mundo llegaría puntual con el cierre del primer milenio.
Hoy no faltan razones para preocuparnos. El desafío que nos plantea el cambio climático es una realidad cada día más patente. La pandemia nos mostró que un microorganismo puede poner a tambalear una civilización. La injustificada y macabra invasión rusa de Ucrania despertó el temor dormido de una hecatombe nuclear. Hay voces que adjudican graves peligros al surgimiento de la inteligencia artificial, la cual, en su opinión, podría dar un giro maligno. Todo esto por no mencionar ansiedades quizás más mundanas y locales de la realidad colombiana.
Veamos en algún detalle ciertos de estos temores. En cuanto a la inteligencia artificial, todavía es muy temprano para pronosticar sus impactos. Puede que en sus riesgos sea cualitativamente diferente a otras revoluciones tecnológicas, aunque seguro lo será también en sus oportunidades. En cualquier caso, la historia está repleta de ejemplos de recelo e incluso reacción violenta ante la aparición de nuevas tecnologías. En el siglo pasado, la irrupción en escena del teléfono, la radio, la televisión y los computadores suscitaron pavor en muchos.
El fantasma de una catástrofe nuclear, por su parte, cumple casi 80 años. Desde la invención de esta terrible tecnología, el riesgo ha estado siempre latente. El célebre biólogo Edward O. Wilson, de quien tuve el privilegio de ser alumno, señalaba el peligro de que primates de emociones prehistóricas, como nosotros, tuviéramos acceso a tecnologías más propias de los dioses. Pero también hay que decir que los mecanismos de seguridad de estos mortíferos sistemas y las estrategias de control y disuasión de su proliferación y uso, han avanzado considerablemente. Y les garantizo que la sensación de zozobra hoy es leve frente a la que se vivió entre los años cincuenta y los ochenta, con dos superpotencias nucleares enfrascadas en un conflicto “frío”, pero sin cuartel. Yo recuerdo el terror que sentí a mis 8 o 9 años viendo las imágenes en televisión de los desfiles militares soviéticos con sus terroríficos misiles.
Ustedes tuvieron la muy mala suerte de vivir, en época de estudios, o poco antes de ella, una pandemia global de esas que, literalmente, suceden cada 100 años. En un mundo densamente poblado y muy interconectado, los riesgos de propagación aumentan. Pero el avance de la tecnología para hacer frente a este tipo de enfermedades ha sido notable.
Cuando la mal llamada “gripe española”—de la que se estima murieron entre 20 y 50 millones de personas—, surgió en 1918, ni se sabía que era causada por un virus. Esa epidemia mató entre el 1 y el 3% de la población mundial. Gracias a la ciencia y la tecnología, el porcentaje de letalidad total del Covid-19 se estima en el 0,3%--hasta 10 veces menos en un mundo mucho más globalizado. El voluminoso conocimiento acumulado en los últimos 3 años seguramente contribuirá a disminuir la mortandad y el impacto económico, psicológico y social de pandemias futuras.
Hablemos un poco del que considero es el riesgo o problema planetario que de mayor manera define a su generación: la crisis climática. No sé si sabían que en los años 70s muchos temían que lo que vendría sería un “Enfriamiento Global”. Bueno, eso claramente sí era un “fake”; en cambio, la evidencia de calentamiento generado por las emisiones producto de la actividad humana es aplastante. El pasado mes de julio fue el mes más caliente en el planeta desde que se llevan registros, y todo parece indicar que la temperatura seguirá aumentando durante las próximas décadas, causando alteraciones significativas en el clima y estragos en múltiples ecosistemas y territorios.
El reto, que es de descomunal calado, tiene múltiples caras. De un lado, comprende no solo bajar las emisiones, sino también, algo mucho más difícil, reducir los niveles de gases de efecto invernadero ya presentes en la atmosfera. Pero al mismo tiempo, hay que hacerlo sin destruir una economía moderna que le ha permitido a la humanidad alcanzar niveles inéditos de prosperidad y bienestar, y garantizar que cientos de millones de personas que viven en la miseria tengan acceso a más energía, un vector anti-pobreza irremplazable.
La buena noticia es que, en los últimos 5 años, la humanidad finalmente parece haberse puesto seria frente a la urgencia y enormidad del desafío, a la vez que los avances tecnológicos se han acelerado. 150 países, que representan el 88% de las emisiones mundiales, ya han asumido compromisos de llegar, antes de 2050, a emisiones cero. Por estos días hace un año, el gobierno Biden aprobó un paquete de medidas, incentivos e inversiones climáticas por $738 mil millones de dólares, un hito transformacional en materia de política climática.
Aún mejor, los costos de las tecnologías ‘limpias’—los paneles solares, las turbinas eólicas, las baterías para el almacenamiento, etc.—han bajado entre 80 y 90% en la última década, haciendo que muchos aspectos de la transición energética ya no solo sean posibles, sino económicamente factibles. Esto ha contribuido a que la curva de emisiones haya comenzado a doblarse y esté, posiblemente, llegando a su pico.
De hecho, en Europa, Norte y Sudamérica y Oceanía, el volumen anual de emisiones ya lleva varios años bajando—en la Unión Europea desde 1980. La entrada de un volumen sin precedentes de generación limpia en 2022—1.525 teravatios-hora, 3 veces lo que se agregaba anualmente hace 10 años—así como el rápido incremento en la venta de vehículos eléctricos—sus ventas se multiplicaron por 10 en los últimos 5 años—son señales de que la transición ya alcanzó velocidad de crucero.
A medida que avanzan otras tecnologías como el hidrógeno y las de captura y almacenamiento de carbono, etc—cuyo desarrollo se acelera, en un ciclo virtuoso, con el abaratamiento de las fuentes de energía limpia—, será posible pensar incluso en que países y organizaciones se comprometan a emisiones negativas; a remover CO2 de la atmósfera. En este ámbito, Colombia tiene muchísimo que aportar, con sus enormes recursos de sol, viento, agua y tierra, y su gran potencial para ofrecer soluciones basadas en la naturaleza, como proyectos de reforestación.
Hasta hace muy poco, parecía sumamente improbable que lográramos mantener el aumento de la temperatura planetaria por debajo de los 2 grados. Hoy esta posibilidad luce mucho más factible. Y si el avance tecnológico se sigue acelerando—uno de los vectores más difíciles de modelar—quizás podramos movernos más cerca a +1,5 grados.
Ahora, 2 grados, e incluso 1,5, de aumento en la temperatura promedio sigue siendo una barbaridad, y representaría impactos grandes e insospechados, entre otras porque el promedio esconde datos locales más extremos. Pero a estos niveles, el riesgo ya bajaría de ser “existencial” para grandes porciones de la vida en la tierra.
En cualquier caso, se va a requerir de muchas adaptaciones, no solo de nuestras ciudades y poblaciones y en estilos de vida, sino también a través de intervenciones en hábitats naturales. Soy optimista de que está dentro de nuestras capacidades creativas y tecnológicas lograrlo. Se requerirá de una diversidad de tecnologías y soluciones y de variados equilibrios y allí una comunidad de conocimiento como la nuestra, cercana a las organizaciones, tiene mucho que aportar. Sí, debemos preocuparnos, pero, sobre todo, ocuparnos.
Ante retos como éste, como ante tantos en la vida, el pesimismo puede razonable; incluso puede ser llegar a ser estrictamente correcto. Pero también resulta inmovilizante y desmoralizador, a más de hacer más difícil lograr acuerdos y colaboraciones y movilizar recursos y voluntades. Por este motivo, y otros ya enunciados, el consejo que me quiero permitir darles es de perseguir un sesgo al optimismo; no solo a no temer sino incluso a buscar pecar de optimistas. Sé que eso es más difícil para algunos de nosotros que para otros. Por disposición, por carácter, por experiencia de vida. Pero que bien le haría a Colombia una generación de líderes un poco más optimistas; un poco más dispuestos a confiar en el futuro y a confiar en los demás.
¡Una vez más, muchísimas felicitaciones y los mayores éxitos y felicidades!
Muchas gracias
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