Boletín de Prensa # 061

VIVIAM azul

Prólogo

Viviam Unás Camelo

Soy Comunicadora Social, Magister en Sociología y actualmente escribo, entre gozo y llanto, mi tesis doctoral. Desde hace 18 años soy profesora de Icesi y desde el 2015 Jefa del Departamento de Pedagogía. Me ocupo de asuntos que parecen dispersos: el amor en profes hora cátedra, los conflictos que el trabajo doméstico activa en la vida de pareja, las condiciones del empleo docente, el devenir cotidiano en hogares en los que se crían niñas y niños. Algo de conexión hay en este caos: intento describir cómo en las zonas más grises y nimias de la vida social también cambia y se mueve el mundo. Confío en que a este cambio nos sumamos las personas cuando criamos, cuidamos, educamos.

Soy feminista y vivo con dos hombres que son mi mayor fuente de alegría. Con ellos intento vivir de acuerdo a lo que pienso, al tiempo que aprendo a no tomarme muy en serio. Quiero decir que de ellos aprendo a reírme de mí misma. Soy feliz si tengo libros, chocolates y tiempo para escribir cosas inútiles que sólo aprecia Margarita (Cuéllar).

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En 2019 cumpliré 18 años de ser docente en Icesi y 21 desde que ofrecí mi primera clase en una Universidad. ¡21! La mitad de este tiempo di clases mientras me dedicaba a otros oficios. Era pues, muchas cosas: interventora, investigadora free lance, revisora de estilo, guionista, escri- tora fantasma. Poco después de cumplir 30 años las cosas empezaron a cambiar. Ciertos hechos, algunos impublicables y otros aburridos, me incitaron a echar una mirada hacia atrás, como hacemos las personas cuando empezamos a tener un cierto atrás: un pasado. El retrovisor me mostró que, después de todo, yo ya era una maestra. Una profe. Que en eso me había convertido. No se trató, claro, de una revelación, sino más bien de una aceptación. Aceptar que se es profesor, profesora, que a ello se dedica la vida, supone renunciar a ciertas ilusiones. Ya no seré escritora, me dije, aunque escriba, ni famosa, aunque me reconozca tanto muchacho en Unicentro, y mis momentos de gloria serán apenas instantes fútiles, con más trabajo de poetización propia que de tecnicolor externo. No seré muchas cosas pues ya estoy siendo una y no tiene remedio.

Creo que sólo hasta ese momento mis preocupaciones pedagógicas dejaron de ser coyunturales y se tornaron, si se quiere, vitales. Ya entonces había tenido la oportunidad de escuchar y participar de las discusiones que sobre aprendizaje activo se tenían en la Universidad. Intentaré no parecer nostálgica de los viejos tiempos de Icesi. Excepto porque para esa época estaban Lelio, Hipólito y Tito, la Universidad de hoy me gusta tanto o más que la de antes. Pero lo cierto es que, al ser tan pequeñita, al tener una única plaza pública, las conversas y discusiones sobre cómo enseñar parecían circular y cruzarse en una agenda común, cohesiona- dora. Yo era entonces una joven profesora hora cátedra, que cada vez se ocupaba más de enseñar lo que comúnmente reconocemos como teorías. Esto es, enseñaba, y enseño, asignaturas que pretenden desa- rrollar habilidades relacionadas con el dominio y, ojalá, la producción de conceptos e ideas. No es extraño entonces que durante buena parte de este tiempo mis preocupaciones pedagógicas se hayan concentrado en cómo enseñar teorías sin traicionar los principios del aprendizaje activo.

Mis preocupaciones de entonces eran sin duda ingenuas e instrumen- tales, pero debo confesar que sigo orbitando en torno a ellas, ahora probablemente con argumentos más sofisticados. En primer lugar, el aprendizaje de las teorías, y el tipo de razonamiento abstracto que éstas requieren, me parecía una actividad que demandaba quietudsilencio, compromiso .

En segundo lugar, veía como un obstáculo para el aprendizaje activo una característica del campo de las ciencias sociales que, creo, es común a otros campos: hemos construido el mundo de las teorías como una cadena histórica de conversaciones, con su propia jerga tribal, con amigos y enemigos (cuyas pugnas y amores, Caporali conoce mejor que nadie), tramas y desenlaces. Las teorías para nosotros no son sólo ideas sino también una suerte de testamentos en los que se tramitan herencias y legados y cuya comprensión o impugnación requiere de algo más que lógica, teoría o destrezas analíticas. Para apropiarse de las teorías, que por entonces me parecía lo mismo que apropiarse del pensamiento sociológico, suponía que era necesario detectar saberes acumulados, capitales culturales como se estila decir, y se me hacía por tanto difícil imaginar cómo estudiantes podían enfrentarse, sin jerga y sin pasado, a las ideas contemporáneas sobre clase social o burocracia.

Por último, confieso que constantemente me debatía entre considerar, por un lado, la actividad y centralidad de mis estudiantes y, por otro, ceder ante mis propias ínfulas intelectualoides. Sigo pensando que es ésta una de las barreras subjetivas más grandes que enfrentamos los y las docentes para considerar el lugar activo de nuestras estudiantes en el aula: para que el aprendizaje sea activo se requiere de nosotros un poco de humildad. Un descentramiento. Una genuina preocupación por el otro. Un cierto cuidado. En mi caso se trataba de una contradicción de fondo: quería mediar su proceso de aprendizaje, pero quería también ser como mis propios profes, a quienes admiraba por lo mucho que sabían, lo bien que hablaban, el modo en que pensaban y organizaban lo pensado. Quería pensar en mis estudiantes, pero no podía dejar de pensar en mí y en mi propio desempeño. Quería que aprendieran, claro, pero, sobre todo, quería ser quien les enseñaba. El resultado de esta confrontación personal se cristalizaba en clases con gloriosos y culposos momentos magistrales para mí y una batería de recursos didácticos para ellos. Iba de una cierta satisfacción por mis chispazos de creatividad intelectual en el aula a la certeza de que esta creatividad debía manifestarse principalmente en mi capacidad para generar escenarios que les hicieran creativos a ellos.

Todos estos problemas –los desafíos del razonamiento teórico, las demandas de saber acumulado, las disposiciones personales que el aprendizaje activo nos exige– continúan siendo en mi caso preocupaciones vigentes y no me propongo resolverlas en este documento. Si las menciono es porque actúan como telón de fondo de la experiencia que voy describir y porque confío en que si estas inquietudes me asaltan es porque deben asaltar a otras personas, en particular a otras profesoras, y espero entonces que ellas puedan sentirse menos solas. Más animadas, también. Confortadas. Ser maestra es uno de los primeros oficios legítimos a los que nos dedicamos las mujeres y sigue siendo una profesión privilegiadamente femenina. Entre más debajo de la pirámide profesoral miremos –y el más abajo injustamente es el lugar que ocupan las maestras jardineras– más mujeres encontraremos. Hace poco me preguntaron desde Comunicaciones de Icesi, a propósito del día de la mujer, “¿qué pueden aportar las mujeres a la educación?”. No supe qué decir. Me cuesta asumir que haya algo esencial que las mu- jeres ponemos en los procesos educativos. Me pregunto, sin embargo, si tal vez somos más maternales o más cuidadosas, si extendemos a modo de prácticas los saberes que nos son enseñados como si fueran naturales: cuidar, atender, escuchar, servir. Me pregunto si, en cambio, nos masculinizamos como les ocurre a muchas mujeres ubicadas en lugares de autoridad. Me pregunto cómo nos ven los y las estudiantes. Hace poco una colega me dijo que sentía que se fijaban en su ropa. Me ha pasado. No sé si a los hombres también les pasa. Lo que sé es que sabe bien compartir con otros hombres y mujeres lo que se ha vivido siendo mujer profesora. Por ahí que vamos encontrando ideas y palabras para nombrar, subvertir o celebrar nuestras diferencias. Por ahí que nos vamos juntando y aprendiendo.

Volviendo al tema de la enseñanza de las teorías, un modo en que la literatura en pedagogía nos invita a enfrentar el problema de la abs- tracción es a través de la experiencia. Se nos dice que para que la gente aprenda a emplear las teorías, a juguetear con ellas, requiere que éstas sean llevadas a la experiencia o llevar su experiencia a la teoría. Como experiencia suelen presentársenos tres sentidos: lo que vivimos, el modo en que organizamos y significamos lo vivido y la práctica. Tende- mos entonces a suponer que, para aprender teorías y para demostrar que aprendimos, es necesario desarrollar una suerte de aplicación, una práctica, una tecnología. O, por lo menos, un buen ejemplo2. En mi opinión es necesario cuestionar esta idea, entre otras cosas porque creo que es bastante deseable que nuestros y nuestras estudiantes sean capaces de pensar de manera abstracta sobre las teorías o, mejor, ya es hora de que entendamos que trabajar las teorías es, en sí misma, una experiencia. Una experiencia que amplía nuestro mobiliario simbólico, nuestras habilidades expresivas, nuestros recursos para narrar la vida. Una experiencia que nos hace hábiles para pensar en muchas cosas y de muchas maneras. Que contribuye a confrontar nuestra visión del mundo y con ello alienta la creatividad, la reinvención de lo ya dado. Sin embargo, también es cierto que la preocupación por cómo hacer práctico, visible y experiencial el aprendizaje de las teorías ha estado en lo más hondo de mis preocupaciones como docente. En especial porque con los años he hecho un descubrimiento que no tiene nada de novedoso, pero al que le tengo cariño: la idea de que para hacer posible el aprendizaje de teorías se requiere algo más que superar las trampas del capital cultural, de la abstracción y del estilo del profesor. Se requiere de un cierto por las teorías, de un gustico, que se gana cuando éstas permiten que algún hecho desordenado de la vida tenga, por lo menos parcialmente, sentido. Todas hemos tenido momentos de este tipo. Un . Esto es lo que mi profe Jesús Martín llamaba : un momento en el que la experiencia azarosa de vivir se hace atajable. Y entonces una se emociona. Y aprende.

Algo así espero que les ocurra a mis estudiantes. Que se emocionen y que a la emoción le siga el gusto. El escalofrío epistemológico. Pese a mis problemas con el esencialismo, me gusta pensar que esta preocupación por las emociones en educación es un sesgo femenino. Me gusta pensar que durante siglos las mujeres hemos acompañado a otros a nacer, a aprender, a morir y que hay algo de este acompañamiento que es cómplice, aun en contextos de inevitable y necesaria desigualdad como el aula. Pero, lo cierto es que también he tenido conversaciones sobre estos asuntos con mis compañeros varones. Con Édgar Benítez, por ejemplo, a quien siempre invito a comer tacos fordistas, porque sé que sabe entusiasmarse con estos proyectos. Y porque tiene hambre. Siempre tiene hambre .

Tacos fordistas

El curso Trabajo: tecnología y burocracia alimenta la formación disciplinar del programa de Sociología y se ofrece como electiva para estudiantes de Antropología y Ciencia Política. El objetivo oficial del curso es que los y las estudiantes puedan dar cuenta de los debates que la relación en- tre trabajo, tecnología y burocracia propone para las ciencias sociales y que reflexionen críticamente en torno a las condiciones actuales de esta relación. De manera no oficial el curso tiene otros propósitos. Varios. Me interesa que pongan en conexión el mundo de las cosas, de las tecnologías, con el mundo de las personas y que encuentren formas creativas de nombrar e interpretar estas conexiones. Me interesa que se aproximen a la investigación de fenómenos concretos y que exploren formas de hacer comunicable a muchos públicos sus hallazgos. Espero que se pregunten por cómo vincular la experiencia ordinaria de ser un trabajador, con la estadística, la transformación tecnológica, los cambios en la política social. Todos estos propósitos chocan con una dificultad pedagógica muy honda: el tema de trabajo, para chicos y chicas en el esplendor de su moratoria social, puede parecer lejano. Un tema árido y deslucido, que habla de asuntos que no les tocan y si les tocan les angustian. Por otro lado, saben que se trata de un tema clásico para la sociología, anudado a su origen como ciencia social, de privilegio masculino –aunque en las últimas décadas muchas cientistas sociales lo han ido colonizando– y sin dudas de un tema importante. Un asunto que pareciera demandar refinadas habilidades de pensamiento abstracto, un cierto dominio del acumulado teórico y, por ello mismo, suscitar en los y las docentes ten- taciones intelectualoides y deleites retóricos. Y la docente soy yo. Y tengo el reto de hacer que los chicos y chicas aprendan y sabemos que para aprender deben actuar. Actuar, que no es lo mismo que moverse, aunque se le parece, y no es lo mismo que decirlo, aunque por ahí pasa.

En esta vía, mis esfuerzos didácticos han estado enfocados en imaginar experiencias que les permitan, por un lado, hacer cercana la teoría “lejana” –la que explica, por ejemplo, las formas de trabajo en el capitalismo industrial fordista– y, por otro, teorías que les permitan hacer “lejana” la experiencia cercana de hacer el oficio, cuidar un bebé, atender a un enfermo. Ya lo dije antes: aspiro a que la teoría les permita hacer atajable un fenómeno extraño, lejano en el tiempo y ajeno a sus vidas particulares, pero que también contribuya a generar extrañamiento respecto a cosas que pasan todos los días, cosas grises y habituales3. Quiero que se emocionen con estos descubrimientos y espero que tengan, de ser posible, un escalofrío.

La primera de mis tentativas por acercar las teorías lejanas es ya un clásico. La he denominado tacos fordistas aunque lo cierto es que ha habido versiones de pitas y perros calientes. Los tacos han sido la opción que mejor ha funcionado y la más sabrosa. La actividad se desarrolla al finalizar la primera unidad del curso. Durante toda esta unidad hemos leído, discutido y reflexionado sobre el origen del trabajo remunerado, que se apareja muy bien con el origen del capitalismo industrial. Hemos hablado de tecnologías y obreros, del disciplinamiento de los cuerpos, de la cadena de montaje. Hemos hablado del origen de la administración y de la administración científica del trabajo. Hemos hablado de cronómetros y de producción en línea y hemos discutido las nociones de enajenación, burocracia, máquina. En algunos casos, incluso, hemos visitado alguna industria de inspiración fordista, cada vez más raras, cada vez más ilegibles. Con la primera unidad culminada llegan los tacos. La propuesta es simple: deben preparar tacos al estilo fordista. Tacos que podamos luego comer juntos. Y antes de discutir las minucias del ejercicio les propongo una escena. El día de los tacos fordistas un grupo de profes vendrá a clase, se sentará frente a ellos y asistirá al espectáculo de una pequeña industria fordista en acción. El grupo verá cómo se tri- turan tomates y se hace guacamole, verá la danza armónica del trabajo obrero, verá al supervisor controlando los tiempos, verá al cronómetro reinando sobre los tacos que se ensamblan y, por último, verá cómo le son llevados a la mesa, en el tiempo justo, en una clara alusión a la pro- ducción de comida rápida que hizo famosos a los hermanos Macdonald.

Por supuesto, para ello, los y las estudiantes deben elaborar un plan que requiere pleno conocimiento de las condiciones fordistas de producción y pleno conocimiento de la producción de tacos. Deben considerar las materias primas, la racionalización y división del trabajo, estudiar los movimientos obreros, definir costos y precios al público. Tienen que imaginar una línea de un montaje, sincronizarse, segmentar roles, ajustar un escenario. Durante dos semanas les escucho discutir y llegar a acuerdos. Ensayar. Volver a leer para aclararse ideas. Desesperarse. Casi siempre permanezco en silencio. A veces hago preguntas maliciosas que ellos reciben con desconcierto o enfado. El ejercicio tiene la gracia de convertir a un salón de solos y solas en un grupo: ellos en mi contra. Soy la enemiga, la que pone problemas. Se trata de estudiantes avocados a trabajar juntos (de hecho, juntos leemos apartes de ,

Finalmente, el momento menos glorioso es la puesta en escena, que tarda unos pocos minutos y carece del brillo que la antecedió. Suelo invitar a profesores amigos, amigas, pero también a directoras de programa o jefas de Departamento. El peso de los y las invitadas importantes instala un cierto halo de solemnidad. La preparación de tacos transcurre organizada y casi silenciosamente ante nuestros ojos. Dos estudiantes vestidas de blanco actúan como supervisoras. Despiden a un obrero por lento y regañan a una chica que no se ha cubierto adecuadamente la cabeza. Inspeccionan el tamaño de los cortes de pimentón, dan órdenes, vigilan la apariencia y uniformidad de los tacos, controlan la materia prima, enmascaran errores. Otros estudiantes ponen la mesa. Se ven lindos los colores de la comida: el verde tibio del aguacate, los tomates dulzones, un jamón sonrosado, delgadito. Alguien toma fotos, alguien registra en video la escena. Cuando el último taco está listo, la supervisora cierra la fábrica. Los obreros doblan sus delantales y se miran aliviados. Aplauden. El ejercicio ha terminado y es la hora de comer.

Solemos concluir con algunas reflexiones en torno al contenido de la actividad. Conversamos mientras comemos. Los tacos nos hacen ingrávidos, ligeros, a veces reímos. Tiendo a preguntarles qué pasaba por su cabeza mientras picaban cebolla y qué pasaría si la tarea se prolongara por horas. Hablamos de los juegos y de la experiencia de disociación, tan importante para discutir el carácter enajenado y supuestamente animalizante del trabajo industrial fordista. También hablamos del tiempo, de la economía que se gesta en regímenes de esta naturaleza. Relacionamos teoría y experiencia, como era el propósito inicial, y seguramente el más importante. Pero este ejercicio ha tenido efectos no esperados sobre el curso y sobre mi relación con los y las estudiantes. Efectos a los que cada vez doy más relevancia. En primer lugar, creo que desactiva, por lo menos parcialmente, las relaciones competitivas que con frecuencia alentamos en la academia. No se trata sólo de que la nota , erótica del aprender juntos

A modo de conclusión

Inicialmente dije que me inquietaba traicionar al aprendizaje activo. Suponía que lo traicionaba cuando daba clase magistral, cuando no asignaba un texto para leer previo a la clase, cuando había silencio en el aula (con lo lindo, lo importante y lo significativo que puede ser el silencio), cuando no aplicábamos las ideas para hacerlas prácticas. Todavía escucho cosas como éstas entre mis colegas.

Ahora tengo a mi cargo el Departamento de Pedagogía y desde ahí hemos intentado agenciar procesos para que los y las futuras docentes no reproduzcan el modelo de aprendizaje activo. Tampoco esperamos que éste se mantenga ni se conserve. Es un contrasentido mantener y conservar lo que debe estar en movimiento. Nos imaginamos, en cambio, compartir y reinventar con nuestros estudiantes docentes un principio sencillo y en apariencia obvio: debemos preguntarnos si nuestros estudiantes aprenden y qué aprenden. Porque el aprendizaje es activo o no es aprendizaje. Esta idea puede plantearse en su versión más radical: los y las estudiantes sólo aprenden cuando actúan, esto es, cuando se comportan como actores. Y, claro, habría que preguntarse si alguna vez no lo son. En mi opinión estos chicos y chicas siempre son actores dotados de voluntad, de capacidad de actuar. Lo son incluso cuando se resisten, se marginan, cuando nos niegan. Cuando no nos escuchan o cuando les somos indiferentes. Considerando esto probablemente tenga que ser más exacta: los y las estudiantes aprenden de nosotros cuando se comportan como actores respecto a aquello que les proponemos aprender. Y entonces el asunto es más complejo, porque se trata de invitarles, e incluso , a actuar sobre algo que por sí mismos no harían. Algo que no les es y que no siempre, a mi juicio afortunadamente, es divertido. Hoy sabemos, además, que para actuar a estos chicos y chicas no les bastan las órdenes, ni los sermones. Tampoco es suficiente la fuerza de nuestro carisma, ni nuestra simpatía, aunque ayude.

No sé qué se requiere y nadie lo sabe porque nunca es lo mismo para todos los casos, ni para todos los docentes. No todas las profesoras tenemos las mismas habilidades y talentos, ni todos trabajamos los mismos temas y todas las disciplinas tienen una cierta personalidad didáctica propia. Por eso no sirven las fórmulas. Por eso sólo es útil la creatividad docente y la experiencia –la singular, la colectiva– que nadie puede replicar pero de la que todos podemos aprender. Ésta fue la mía.

  1. Advierto que, si bien intentaré emplear un lenguaje incluyente de género, me permitiré ciertas licencias cuando, como en este caso, por razones de estilo y simplificación de las frases, convenga acudir a la conjugación en masculino o femenino. Espero contar para ello con la complicidad de los y las lectoras o, por lo menos, con su indulgencia.
  2. Al respecto, Jerónimo Botero, decano de la Facultad de Ciencias Sociales y Derecho, alguna vez me dijo que los ejemplos le daban mala espina: tenía la sensación de que sus estudiantes aprendían muy bien el ejemplo, pero no por ello dominaban el con- cepto. Lo he probado con los míos y he descubierto que el dominio del ejemplo no necesariamente les hace diestros en el dominio del concepto, pero, eso sí, les otorga un gratificante confort cognitivo.
  3. En una actividad posterior, por ejemplo, les pido que vayan a la casa de un compañero y examinen el tratamiento que este hogar hace de la basura en casa, el uso que se le da a la escoba o el modo en que se tramita el trabajo doméstico.

 

Libro completo:  Las Profes. Ellas enseñan, ellas relatan

 

Más informes: Viviam Unás, jefa del Departamento de Pedagogía, Escuela de Ciencias de la Educación, Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Necesita activar JavaScript para visualizarla.