Boletín de Prensa #052

LINA AZUL

Prólogo

Lina María Martínez Quintero

Estudié filosofía y literatura, pero por gustos adquiridos hice un doctorado en políticas públicas, para dedicarme a entender lo que hace el gobierno con nuestros impuestos. Dirijo el Observatorio de Políticas Públicas de la Universidad Icesi, en donde trabajo desde hace 7 años. La investigación académica la he enfocado en temas de política social, reducción de inequidades, bienestar subjetivo, felicidad y planeación urbana. Me gustan los datos, todo lo que se cuantifica y pensar en las ciudades y la forma en que se organizan.

He coleccionado muchas formas de pasar el tiempo libre: hornear pan, pintar, escribir, correr, estudiar neuroplasticidad y practicar yoga. Coleccionar vicios para el tiempo libre, es tal vez, mi mayor vicio.

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Un día cualquiera, una hora cualquiera, otro email que llega a la bandeja y espera paciente ser leído y captar la atención. Proyecto las profes es el asunto, una invitación abierta a las profesoras de la universidad para escribir sobre sus experiencias en las aulas de clase para celebrar otra década de su fundación.

Esa misma semana, mientras preparaba la clase de pregrado, me topé por casualidad con las conclusiones de un estudio realizado en países en vía de desarrollo sobre las preocupaciones de la generación llamada “copo de nieve”: jóvenes que apenas empiezan a transitar la década de los veinte años, híper-sensibles, emocionalmente inestables y poco resilientes. Más o menos la descripción de los estudiantes que iba a ver en clase al día siguiente. Las conclusiones señalaban que esta generación es propensa a la depresión, a la soledad, y a la híper-conectividad (el híper fue usado con frecuencia en las descripciones del estudio). Además que permanecen estresados con las notas y exámenes, son ansiosos por el futuro laboral, con poca frecuencia sexual y bajo consumo de drogas y alcohol. No todo puede ser malo.

Preparé una encuesta corta para hacerla con los estudiantes al inicio de la clase, con el ánimo científico de comprobar qué tanto se correspondía este estudio con la vida de jóvenes en un país en vía de desarrollo como Colombia. Los resultados de la encuesta improvisada fueron calcados a los hallazgos de la investigación leída. Les pedí a mis estudiantes que me contaran sobre qué los deprimía, por qué se sentían solos y estresados con el futuro. Mucho de la discusión terminó en la híper-conectividad en las redes. Facebook, Twitter e Instagram les vendían una vida que no tenía nada que ver con levantarse a las cinco de la mañana para llegar a clase de siete, esperar el bus y sufrir el tráfico, comerse la arepa fría en cualquier parte y llegar tarde al quiz. El glamour y el éxito de la vida en las redes no correspondía con lo que cotidianamente vivían y las cuentas financieras que esperaban alcanzar en un muy corto tiempo, estaban desfasadas con el salario mínimo más un poquito que les esperaba después de la graduación. Las fotos de los viajes en París, la maestría en Alemania, el puestazo que un amigo había conseguido se leían lejanos. Asimismo, sentían que sería bajo esos estándares que iban a ser juzgados. Una ansiedad colectiva por una vida exitosa que, al parecer, sólo se garantiza con las buenas notas en la universidad. Ese día no hubo clase, nos quedamos discutiendo el estudio como un pretexto para alargar la catarsis colectiva.

Los estudiantes me preguntaron cómo había hecho yo para llegar a la tierra prometida donde ellos querían llegar. Les hablé con honestidad y les dije que a mis veinte me sentía igual que ellos. Desorientada, con muchas ambiciones y también comiendo arepa fría en el bus antes de entrar a clase. Hice una pausa antes de seguir, temiendo aumentar la ansiedad colectiva porque no les iba a dar buenas noticias. De seguro iban a pasar varios años antes de ver materializados los sueños que marinaban en la pantalla del teléfono. Mejor les hablé de lo que llevaba leyendo por varios años, que poco tenía que ver con la materia, pero que tenía todo que ver con la vida.

Motivada por la investigación académica empecé a leer sobre cómo la gestión gubernamental puede tener una incidencia en la felicidad individual. En el camino, abandoné al gobierno y me quedé sólo con la felicidad. En ese mar de libros llegué a uno que ponía en palabras sencillas los remordimientos que llegan al final de los años. La gente que está con los meses contados de vida se arrepiente de todas las horas que trabajaron, de los días que no les dieron a las personas que- ridas, a la búsqueda esquiva del éxito. Les hablé con la honestidad y la vulnerabilidad que trae una catarsis colectiva y les dije que el éxito es un objetivo en permanente movimiento. Una vez uno llega a una meta, le sigue otra más alta, y otra más, y otra más, como un hámster en una rueda infinita bajo la ilusión de avanzar en el camino.

Les recordé los emails que había recibido por parte de ellos, tres en total durante el semestre. Uno de ellos me escribía desde la sala de urgencias en una clínica preguntando cómo hacía para reponer el quiz que no iba a poder responder esa tarde. En otro email, un estudiante indagaba cómo podía adelantar un taller, porque se iba de viaje, o si lo podía hacer por Skype. Otro estudiante más me preguntaba si podía faltar a clase porque su mamá estaba enferma y la tenía que llevar al hospital. No me sentía cómoda escribiendo un discurso sobre los libros de felicidad que había leído en un email, pero cada uno de esos emails me llevaba a los remordimientos de la gente que tiene los días contados. Que importa un quiz cuando se está enfermo o peor aún, cuando la mamá lo está. Que importa un taller cuando se está disfrutando del privilegio de viajar para ver algo que no se ha visto.

Ni los emails, ni los contenidos de las clases están hechos para tener esas conversaciones con los estudiantes. Ese día no enseñé nada que estuviera en el syllabus de la clase, pero ha sido la mejor clase que he tenido en mucho tiempo, con vulnerabilidades y miedos compartidos.

El email del Proyecto las Profes llegó un par de días después y sentí una gran motivación de escribir sobre lo que quisiera decirle a mis estudiantes y que el syllabus no permite. Envié la propuesta y caló bien entre el comité editorial y este escrito es lo que quisiera decirles a mis estudiantes, lo que a veces es tan difícil de poner en palabras que pueden sonar quebradas y fuera de lugar en el salón.

Occhiolism, inglés. Traduce la conciencia de lo pequeña que es nuestra perspectiva

Mi primer año de clases fue justo después de finalizar el doctorado, pasado el aturdimiento de sentir que se tiene que demostrar que se sabe mucho y que el conocimiento producido aporta en originalidad y genialidad a la disciplina escogida. Después de finalizar un doctorado, le dicen a uno que no queda más que dedicarse al ascetismo del método académico, a clases rigurosas, a los escritos y a la publicación de investigación de primera línea. Pero no hay libro o sabio en el doctorado que le hable a una con honestidad de lo que realmente sigue en la vida de la academia: el contacto con los estudiantes.

Ningún libro me relevó que entrar a un salón de clases y caminar la distancia entre la puerta y la mesa dispuesta para la profesora es un acto de valentía. Levantar la mirada y ver caras impávidas, expectantes, a veces retadoras, da miedo, porque es estar parado al frente y sentirse desnudo y con temor al ridículo. Yo, tal vez al igual que muchos en mi especie, escogí la estrategia más fácil para disimular el miedo y esconder las múltiples inseguridades que tenía. Escogí mostrarme ante mis estudiantes como erudita en ciernes; sabía mucho, había leído más, usaba conceptos difíciles de pronunciar y de explicar. Yo hablaba, ellos escuchaban y debían tomar atenta nota para no fallar en el quiz. Cerraba la puerta para obligar la llegada puntual, el examen era anunciadamente difícil para que mientras estudiaban recordaran la importancia de lo que se les enseñaba en clase. Sin quererlo, sin realmente pensar al respecto, terminé haciendo ejercicios de poder sobre mis estudiantes para escon- der el miedo que me daba dejarme leer vulnerable, de caer en un error, de no saber certeramente la respuesta a una pregunta.

Después de un par de semestres de poner en práctica las pobres estrate- gias de enseñanza que tenía a mi disponibilidad, vi cómo un estudiante se paralizaba ante un examen, estaba visiblemente nervioso. Después de terminado el parcial hablé con él por un rato, me di la oportunidad de escucharlo, de conocer sus vulnerabilidades, sus miedos y sus planes de futuro. Supe que en sus planes no había nada si quiera relacionado con lo que yo torpemente enseñaba y, sin ser su intención, me dejó ver que estudiaba únicamente para la nota final y para el promedio acumulado, no podía perder la beca que le permitía estudiar. Leí con atención su prueba, las respuestas eran certeras y bien articuladas, había logrado llevar las palabras calcadas del libro a una hoja cuadriculada. El estudiante lo había hecho todo bien, pero sus respuestas y su presencia en clase carecían de lo que una profesora sueña ver en sus estudiantes: genuina pasión e interés.

Hoy que recuerdo ese episodio pienso en la estrecha perspectiva con la que nos inauguramos en las aulas de clase. Poco pensamos en las motivaciones de los estudiantes y nos enfrascamos inútilmente en la relevancia de las tres cosas que hemos aprendido. No nos damos la oportunidad de pensar que tal vez ninguna de las tres cosas que se saben, les gusten, les interesen o les sirvan a nuestros estudiantes.

Esta herencia hueca parece que se la hemos legado a los estudiantes. He visto por mucho tiempo cómo los monitores hacen pequeños abusos de poder con los otros estudiantes. El poder del tiranito. Bajar décimas por tildes mal puestas, mirar desde arriba al que no entiende, juzgar con estándares superiores al que no sabe cómo usar la formulita ya conocida. Pequeños ejercicios de poder en menor escala de lo que los profesores, hueca y torpemente, hacemos con los alumnos. Cómo me gustaría acortarles el camino y decirles que de eso no queda nada bueno. El corazón queda llenito cuando uno enseña generosamente, en cambio queda hueco cuando lo que de él brota es un ego arrogante.

ro, no sé de qué idioma es. Sentimiento que traduce que no importa lo que se haga, siempre hay algo que está mal

Una de mis estudiantes, tal vez una de las más disciplinadas, subió una vez a mi oficina. Me preguntaba insegura sobre si lo que había hecho estaba bien, si el cálculo era correcto y si la interpretación era adecuada. Todo estaba pulcramente ejecutado, sólo faltaba que ella creyera que estaba bien y que ese resultado tenía su nombre escrito en el título.

He sido inmensamente afortunada de trabajar codo a codo con estudiantes brillantes y altamente motivados, y en su mayoría, mujeres. A todas las ha caracterizado la disciplina, las ganas de aprender y de hacer las cosas bien, de retarse y de entregar sus mejores horas a los proyectos que tenemos entre manos. Pese a todas las buenas condiciones que las acompañan, la mayoría de ellas viene acompañada de múltiples inseguridades, de las dudas de si hacen las cosas bien, si entendieron lo que leyeron, si el escrito que tienen entre manos vale la pena ser leído.

Con las muchas estudiantes que he trabajado siento que el camino para construir su autoestima es más empedrado de que lo debería ser. En más de una ocasión me he sentido tentada a decirle a mis estudiantes que la autoconfianza y la autoestima son un regalo que nadie les puede hacer. Ellas mismas lo tienen que construir. No sé si es solidaridad de género, pero siento la necesidad de tenderle la mano a mis estudiantes que se abren camino en un mundo dominado por hombres. Yo, tal vez, años atrás, hubiera querido una mano tendida y solidaria que me ayudara a subir el peldaño que veía tan alto, más por mis propias inseguridades que por la altura de la escalera que tenía al frente.

Pronoia, español. Sentir que todo está yendo en la dirección justa

He trabajado con estudiantes brillantes. Una de risa estruendosa y pe- gajosa, buena onda y feliz. Otra es callada, noble, con la palabra justa que sólo dejaba salir cuando era necesaria, es como si supiera que sus palabras traían la fuerza que su cuerpo no podía contener. Otra imponente, mandona y con carácter de matrona que no se transa por migajas. Otra ligera y fresca como el agua, corría al son que le pusiera de buena gana, y los ojos expectantes del que quiere aprender. Una de carácter templado, disciplinada, como quien hace la ruta con regla en mano y con un corazón transparente y bonito. Estas mujeres a mí me han trans- formado más de lo que yo he podido incidir en ellas. Las escucho con atención y he dejado que se vayan dejando leer de a poquitos mientras se pasa el halo de la profe.

A todas después les quedan las inseguridades y las vulnerabilidades tan propias de su edad y de escoger la academia como ruta de vida. Yo una vez estuve ahí. Un día, mientras una de ellas me hablaba de los líos cotidianos que traen las clases y las responsabilidades laborales, recordé mi primer trabajo y mi primera jefa. Ella, al igual que yo lo había hecho con mis estudiantes, usó cuanto dispositivo de poder tenía a su alcance para hacerme saber que la relación no era horizontal. Ella estaba arriba y yo abajo para atender órdenes. Hubiera querido saber por esos días que todo al final del día iba a estar bien, y que esa jefa y ese trabajo, no eran una sentencia vitalicia. El tajo da la vuelta en algún momento, y la vida recobra un orden donde todo vibra en la frecuencia en que uno la ponga.

Pero toma tanto tiempo, y tantos pensamientos rumiados de manera innecesaria mientras se intenta descifrar el mensaje cósmico que va a traer el futuro. A todo hay que dejarlo fluir, como el río que va por su propio cauce. Hoy veo que para mis estudiantes todo va en la dirección justa. La tesis la terminan, el grado llega, el primer trabajo les enseña y la vida va siguiendo por el camino que tiene que seguir. El principio calvinista de hacer bien el deber diario se devuelve con creces, sin necesidad de correr despavoridos detrás de los sueños que se van moviendo a la medida que uno avanza.

Gezelligheid, holandés. Sensación de calidez e intimidad que hace que nos sintamos a gusto y protegidos

En el doctorado tuve un profesor que considero ha sido el mejor que me ha tocado en la vida. Los años le habían vaciado lo que le quedaba del ego y enseñaba desprovisto del afán de impresionar. En sus clases se sentía que uno podía equivocarse cuantas veces fuera necesario antes de entender bien un concepto. Él nunca juzgaba, completaba y acomodaba las ideas quebradas que uno tenía en la cabeza. Otra profesora llevaba comida a la clase y el tiempo se iba entre las notas y las delicias que uno encontraba en el paquetico que le tocaba al azar. En esas clases, se sentía una atmósfera tranquila, uno se sentía a salvo de la ignorancia expresada. Los dos profesores eran ya mayores y ambos atravesaban por el camino resbaloso de vivir con el diagnóstico de enfermedades crónicas y degenerativas, uno con principios de Parkinson, la otra con cáncer de pulmón. Seguro ellos ya habían atravesado el puente de revisar lo que lamentaban de haber o no haber hecho con los días vividos. Por experiencia sabían el significado de occhiolism, pâro y pronoia.

Yo no quisiera tener que esperar por el cabello gris y dictámenes lapidarios para hacer de la experiencia en el salón lo que viví con estos profesores en el doctorado. Quisiera poder estar en una situación en que la nota sea irrelevante y el asistir a clase sea un deseo, sin los las tres del promedio, la competencia, el quiz o de lo que uno cree que los estudiantes tienen que aprender.

La evaluación y la nota son armas de doble filo. Con ellas se puede cultivar o con ellas se pueden hacer los ejercicios de poder que son tan tentadores. Y siento que los estudiantes solo están familiarizados con lo segundo, cuando a través de las evaluaciones se les puede dar el chance de cultivar algo, muchas veces se quedan en la pregunta irrelevante de cuánto sacaron en el examen. Para no desgastarse en el esfuerzo, uno como profesor pone una nota y sale al paso. Ojalá las reglas del juego fueran otras.

Esta es la reflexión que me llega después de los años en esta noble labor. Y esta reflexión la quisiera instrumentalizar en las clases que doy. No siempre es fácil. Hay una energía sutil y difícil de describir cuando uno llega por primera vez a un salón. Al inicio de la clase, uno casi que puede augurar cómo va ser el trabajo durante el semestre. Hay grupos que dan para todo, para catarsis, vulnerabilidades y conversaciones entre líneas. Hay otros que invitan a la tiranía del quiz a la hora en punto, y lo que es peor aún, hay estudiantes que demandan el quiz para que los que no están a tiempo sientan el frío en la piel que da pensar en la reducción del promedio.

Ojalá me lleguen más pretextos para seguir discutiendo los estudios que motivan las catarsis colectivas. Ojalá los años me lleguen con nuevas reflexiones que eduquen y expandan mi lenguaje emocional con palabras que contienen más significado del que uno puede expresar y se lo pueda enseñar a mis alumnos. Ojalá sienta la suficiente cercanía con mis estudiantes para hablar de forma honesta y personal sin sentir que estoy pasando cercas que no vienen a lugar en el salón de clases. Aunque siento, que al final del día, el salón de clases es un escenario versátil que se puede decorar con la tapicería que más inspire, en el que se comparte y en el que todos esperamos ser vistos a los ojos.

Libro completo:  Las Profes. Ellas enseñan, ellas relatan

 

Más informes: Lina María Martínez Quintero, directora del Observatorio de Políticas Públicas, Facultad de Ciencias Administrativas y Económicas, Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Necesita activar JavaScript para visualizarla.