Cali en su literatura

La ciudad de Cali ha sido cantado y contada de diferentes maneras. Sus calles, aires, tragedias, alegrías, costumbres, relaciones sociales… se hacen palabra en cuentos, novelas, canciones, poemas y, cuando no, se confirgura y reconfigura en el rumor que “es un medio de comunicación que sirve para estructurar interpretaciones alternativas de la realidad que motivan la aparición de nuevos significados sociales (y que)  puede desplazar la autoridad de las versiones oficiales y promover un espacio de nuevas praxis y representaciones sociales”, o en los testimonios que “pueden entenderse como un intento de recomposición simbólica personal… como una especie de “épica de la cotidianidad”.

La historiografía literaria de Cali es amplia no sólo por la cantidad de textos que recoge sino porque configura y da cuenta de su desarrollo  como ciudad en la construcción de sus diferentes espacios y en  la representación de las dinámicas sociales que van reflejando las interacciones de sus habitantes. En otras palabras, la literatura acerca de Cali es materia prima importantísima para la construcción de su identidad.

Como es menester proponer algunos aspectos, iniciales,  para desarrollar el trabajo investigativo presento cuatro novelas y una crónica: Noche de pájaros, de Arturo alape; Que viva la música, de Andrés Caicedo; Jaulas, de María Elvira Bonilla; La mirada de los condenados, de Oscar Osorio y James Valderrama y Pepe Botellas, de Gustavo Álvarez Gardeazabal.

Dejo esta  presentación como punto inicial, ya la alimentaré con el texto escrito.

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Los años sesenta y setenta en Cali

Los años sesenta y setenta en la ciudad de cali dividieron en dos la historia de la ciudad. En especial, los aspectos sociales,  culturales y economicos. La musica, la literatura, la pintura, el cine, el teatro… se abrieron un espacio propio donde rompieron con los esquemas,  la masificación intelectual y, sobre todo, con la hegemonía oficial. Fue el tiempo de las búsquedas personales, de las sensibilidades exacerbadas, de las rebeldías y de los cambios radicales. Con imaginación y acción pretendieron que “el cielo era el límite” y que se “prohibía prohibir”. Acciones tan radicales no podían pertenecer más que a los jóvenes cansados de repetir las historias de sus mayores y de no tener voz propia, de vivir en y con el mismo paisaje… La juventud de la época se alzó sobre la tradición y reconoció que mientras estuviera bajo los preceptos de las costumbres jurásicas de los adultos, sólo sería un reflejo en luna ajena y que nunca podría ser ella misma. La pregunta “qué voy a hacer cuando sea grande” se tranformò en quíen soy yo. La juventud pasó de mirarse en sus mayores a mirarse a sí misma y encontró desilusión…

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Andrés Caicedo y la representación de la calle

En el cuento Vacío la  calle se va construyendo con la mirada del personaje que se detiene en aquello que le llama la atención, bien porque comparte sus pensamientos y sentimientos o porque choca con su estado de animo, o porque es una estrategia del autor para hacer más verosímil la narración. En nuestro caso, el relato refleja la disconformidad, plenitud-vacio, de nuestro protagonista. La calle participa de la configuración del sujeto en una concordancia estrecha e insalvable que le da sentido a sus imaginarios.  Deja de ser ese lugar frío y lejano y se transmuta en espacio activo que ya no sólo es transformado sino que transforma. Es el vivo reflejo del progreso:  edificios, tecnología; de la sociedad: masificación, hegemonía; del individuo: acelere, aislamiento. La calle, la ciudad, está tatuada en sus habitantes.

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La actualidad literaria de "Cenizas para el viento" de Hernando Téllez

No hay drama humano que pueda ser definitivamente unilateral.

G. G. M.

La obra de Hernando Téllez aparece en octubre de 1950. Dos años después de “El Bogotazo”. El país tambaleaba ante la violencia creciente desatada por la conjugación de problemas políticos, religiosos, económicos, educativos, etc.  Sin embargo, ninguno de ellos puede señalarse, en exclusivo,  como el eje sobre el que giró la exacerbación de ánimos o como la “causa objetiva” según Daniel Pécaut, quien sugiere revisar el conjunto de las relaciones sociales que configuraron el telón de fondo de tan compleja situación.

Pécaut propone observar las interacciones de los individuos; a pensar en otros términos “lo político”, a dejar de considerarlo como una instancia específica y objetiva, para identificar la manera como las relaciones sociales se encuentran inscritas allí de entrada en un proceso de “conformación” o de “escenificación”. Y concluye: un análisis de esta naturaleza, que otorga un lugar tan importante a lo simbólico y a lo imaginario considera, no obstante, como algo evidente de por sí que estos registros constituyen una unidad, como la sociedad que se descifra a través de ellos, a pesar de las divisiones que la atraviesan. Tan así, que si un imaginario es el que domina, termina por ver a todos los elementos extraños a él, como amenazas”. [1]

El conjunto de relaciones constitutivo de “lo político”, está sustentado en los imaginarios que dan paso a las diversas concepciones y actuaciones en el orden social. Es lo que Cristina Rojas denomina, en su libro “Civilización y Violencia”, el Régimen de Representación: espacio que busca crear puntos de encuentro entre los distintos actores sociales para generar el reconocimiento del “otro”[2]. Pécaut al referirse a las representaciones, afirma: no hacemos mención necesariamente a puras “representaciones mentales”. Nos referimos igualmente a las representaciones que se construyen sobre la base de las formas de actuar cotidianas o habituales.[3]

Las dos afirmaciones concurren: La interacción de los seres humanos crea puntos de encuentro y desencuentro que generan antagonismos y producen situaciones de conflicto cuando un individuo percibe al “Otro” como diferente y como una amenaza a su propia identidad, lo que promueve diversas formas de resistencia que imposibilitan una unidad social, por lo menos, simbólica. La representación es la manera habitual de pensar, interpretar y actuar de un individuo y, como tal, refleja sus creencias, su formación intelectual y sus experiencias desde las que interpreta la realidad y le da sentido a lo inesperado. Estos esquemas de conocimiento, aunque le dan sentido a lo que hace el individuo  son de carácter implícito, de tal manera que las personas actúan guiadas por ellos, pero sin analizarlos[4].

Además de llevarnos a repensar “lo político” como el conjunto de relaciones sociales que conforman una sociedad o escenifican ciertas situaciones, Pécaut afirma en Violencia y política en Colombia que:

Es difícil no sorprenderse al observar que, más de treinta años después de su “terminación”, el primer episodio de violencia se sigue substrayendo a la operación de “narración” como si se tratara de una forma distendida, que por todas partes presenta vacíos. Los que evocan este período, independientemente de que lo hayan vivido o no, oscilan por lo general en tres posiciones.La primera consiste en asumir la identificación con uno de los campos políticos en conflicto y, por consiguiente, en reproducir sus argumentos. La segunda consiste en citar algunos acontecimientos, casi siempre los mismos, como si estos por sí solos, reemplazaran la narración. La tercera consiste en hacer referencia a una experiencia personal construida, igualmente, como una adicción de acontecimientos fortuitos.”

En este punto cabe preguntar: ¿A qué se refiere cuando habla de la sustracción a la operación de narración? ¿Adónde apunta Pécaut?

De la mano del profesor Serrano, sabemos que: “se habla de la “narración” como de un tipo de secuencia discursiva que da cuenta de las transformaciones que afectan a los actores de una historia, contraponiéndola –entre otras- a la “descripción”, entendida como un tipo de secuencia discursiva que da cuenta de los estados de los actores, afectados por las transformaciones, y a la “argumentación”, tipo de secuencia discursiva que explica la lógica subyacente a dichos estados y transformaciones”[5].

Tomando en consideración la definición de “narración”, retomamos a Pécaut, quien concluye que la gran mayoría de los relatos se han quedado en descripciones personales, en la toma de posición política o en la referencia de hechos generalizados y convertidos en mitos. Dichas narraciones no tomaron distancia de los hechos, o no dieron cuenta de las transformaciones que afectaron a los actores y que están relacionadas con la “conformación” de esos mismos actores sociales y con la “escenificación” de los acontecimientos en los que participaron de alguna manera. Por consiguiente, en Colombia aún no se realiza “la narración” de los primeros episodios de la violencia, sólo se han evocado algunos acontecimientos.

No obstante, en Colombia hubo y hay distintos intentos, desde la literatura, la pintura y la fotografía, de hacer la “narración” de los primeros episodios de la violencia, pero por distintas razones, y estamentos, hubo también ingentes esfuerzos por acallarlas.

Bajo esta mirada sesgada, minimizada por Pécaut, se estudió y clasificó la literatura nacional y se denominó en un primer momento Novela de la Violencia al conjunto de obras que relataban los sucesos iniciados en el año de 1947. Y bajo esta lupa se leyó la obra “Cenizas para el viento”, con el antecedente de que en Colombia el cuento era un género bastante menor. En el prólogo a la edición de Norma, enero de 2000, afirma el crítico y escritor Cobo Borda: aún cuando el libro ofrece una variedad sorprendente de temas y escenarios, quizá el núcleo decisivo del mismo sean aquellos cuentos que abordan el ámbito rural y la eclosión de la violencia.  Allí podrían situarse relatos como: Espuma y nada más, Cenizas para el viento, Lección de domingo, Sangre en los jazmines, El regalo y Preludio[6]. Los demás cuentos permanecen excluidos, no porque no refieran manifestaciones violentas, sino porque se apartan del rasgo común con el que se ha querido manejar el canon nacional.

En las distintas antologías nacionales y latinoamericanas caminan, casi los mismos seis cuentos. Y sí, su obra apenas reúne 19 cuentos; y sí, es breve en extensión, pero ¡qué extensa en su brevedad! Los relatos remiten a personajes inmersos en situaciones tan cotidianas que permiten visualizar la condición humana que los asiste. No se detienen, obstinadamente, en la descripción de las manifestaciones violentas, ni en los cuerpos violentados, ni en la defensa o denuncia particular de un bando político. ¡No! Reflexionan sobre los motivos que conducen a sus personajes a adoptar la violencia como una opción. Por tanto, sus cuentos son historias de vida que reflejan la incidencia de la violencia visible que campeaba en el territorio nacional: enfrentamientos, violaciones, delaciones, ajusticiamientos, boleteo, masacres, venganzas…, pero también, de la violencia invisible que se paseaba por el contexto en el que se erigían las relaciones sociales: la  mentira, la exclusión, los silencios indiferentes, la infidelidad, la ausencia, la perfidia, el olvido y la pretendida búsqueda de una identidad nacional que perseguía homogenizar la manera de actuar y de pensar de los colombianos y mantener la hegemonía de la clase dirigente.

Los cuentos de Téllez reflejan la interpretación de mundo de sus personajes en temas tan cotidianos que el lector puede identificarse con alguno de ellos o con alguna de sus situaciones. Por eso es preciso acercarse a su obra como una totalidad, pues además de transmitir la manifestación de una conducta, enfatiza en su configuración y en sus detonantes. Los personajes actúan o reaccionan en el contexto particular que configura su propio universo, su propia realidad. Por eso, sus historias son tan actuales como hace 57 años.

Téllez con sus personajes asciende a un plano más rico y complejo, más problemático, donde la presencia del conflicto de la persona humana o a su ausencia de conflicto, que es también un conflicto, le da a la creación literaria su trascendencia verdadera[7]. En 1954, Álvaro Cepeda Samudio ubicó el cuento Genoveva siempre me espera, al lado de los relatos “la grieta” de Jorge Zalamea, y “Cristina” de Wills Ricaurte, como uno de los antecedentes del cuento, propiamente dicho, en la literatura colombiana[8].

La creación literaria de Téllez es, como él mismo la describió, una “elaboración” que pone en práctica su verdad literaria: “O se escribe bien o no se escribe”. Al respecto dice Marta Traba: “Téllez era un escritor que cultivaba el estilo y que lo consideraba como una expresión particular, regida por una gramática y sintaxis que debían ser y eran cuidadas hasta el último extremo. Estilo de releerse, de meditar, de corregir[9]. Porque como lo dijo él mismo: “El estilo es un oficio y un milagro, una iluminación y una pericia”. 

Luz Mery Giraldo en su análisis “El cuento colombiano en la segunda mitad del siglo XX”, hace varias afirmaciones: Entre los años 20 a 40 la tendencia americanista en las letras de nuestro continente proyecta una visión telúrica, regionalista y campesina a través de la narrativa, favoreciendo el énfasis en la identidad regional, en la profunda relación del hombre con la tierra, lenguaje, costumbres, valores, tradiciones y condiciones sociales y culturales. Y que “Desde los años 40 se reconoce una notable evolución del cuento en Colombia, acorde con los procesos literarios, históricos, culturales y sociales del país y de América Latina.

Nuestro autor fue precursor de búsquedas literarias donde eran  imprescindibles una vocación, una sensibilidad, un estilo y una cultura[10].; De una mirada atenta y de apertura nacional sobre lo urbano: “en la América Latina, por otra parte, se ha producido el fenómeno de la concentración de masas humanas en las ciudades. Es un hecho relativamente nuevo, pero es un hecho que empieza a cobrar  una importancia social, política y económica de primer orden. (…) Esos problemas no son todavía tan profundos, tan complejos ni tan intensos como en las ciudades de Estados Unidos o de Europa. Pero están ya ahí asomando su cabeza”[11].

 Téllez contrapone a la tradición telúrica de la novelística y a la iniciatica cuentística colombiana, lo que en el momento acontecía en el panorama continental: La civilización crea una nueva selva: la de las ciudades. Y la aventura en ella constituye precisamente el tema que se halla por desarrollar en la novelística hispanoamericana[12]. El pensamiento de Téllez se unió a las búsquedas de Leopoldo Zea, Alfonso Reyes, Leopoldo Marechal y de otros críticos,  investigadores y escritores que reflexionaron sobre la identidad mestiza latinoamericana en el nuevo ámbito: La ciudad.

Téllez tenía la claridad suficiente de que en Colombia a partir de la década del treinta, debido al incremento de las migraciones y desplazamientos de familias campesinas, hubo un fuerte cambio de escenario. También tuvo claro que en los años veinte hubo enfrentamientos bipartidistas, choques entre obreros y patrones y entre campesinos y terratenientes y que, anterior al magnicidio de Gaitán, ya el país vivía  un profundo clima de desestabilización social y de manifestaciones violentas de distinta índole. 14.000 muertes violentas en 1947 así lo demuestran.

El cuento Lección de domingo  nos narra:

“Los tres hombres entraron como una tromba al pequeño salón de clases donde la señorita Marta Amaya, nuestra maestra, leía el texto: “Plantó un hombre una viña, y la cercó con seto, y cavó un lagar y edificó una torre, y la arrendó a los labradores y se partió lejos…” (…) Uno de los hombres se quedó vigilando la puerta. Los otros dos miraban un poco desconcertados. Vestían trajes claros, y debajo de los sacos de tela liviana –el clima era, por esos meses, sofocante –brillaban las hebillas y las cachas de los revólveres. ¿Revolucionarios? ¿Gobiernistas? ¡Quién iba a saberlo! La señorita Marta había tratado de explicárnoslo, a su manera. (…) Al mayor de nosotros, los colegiales, Juan Felipe Gutiérrez, le habían matado ya al padre, y la señorita Marta no podía darnos clase sino los domingos por la tarde. Y solamente de doctrina cristiana…Debo advertirles que todo esto pasó hace muchos años, pues ya soy un viejo, y no voy a la escuela”. 

La versión oficial insiste en que la violencia empezó el 9 de abril con la exacerbación política del “populacho”. Sin embargo, la perspectiva de lectura propuesta por Pécaut y Rojas la abandonan por simplista, excluyente y porque tendió un manto de impunidad que impidió el “perdón y olvido” y sembró la venganza que creció como flor silvestre.

“Cenizas para el viento” es una visión cinematoscópica del recorrido de los personajes del  campo a la ciudad; de las nuevas relaciones sociales que allí se inscribieron y desde las cuales intentaron dar sentido a sus vidas y, de las representaciones sociales allí forjadas y que enmarcaron una manera de actuar, de vivir.

Su relato Libertad condicional cruza, en el espacio urbano, dos percepciones de la realidad, dos maneras de alcanzar la solución de los conflictos. Una, la de Venancio, campesino acusado de asesinar a su esposa María del Carmen. La otra, la de uno de los jurados, habitante de Bogotá, que actúo en su juicio y logró la absolución del reo al convencer a los otros cuatro jurados a pesar de que se mostraban indecisos y perplejos. Bostezaban de cansancio y de sueño. Y aceptaron mi tesis. Yo escribí, por tres veces la frase consabida: “No es responsable”. Una victoria de la Conciencia y de la Razón…

El hombre del jurado utilizó su habilidad argumentativa  para absolver a Venancio. Los miembros del jurado se dirigieron a la escena del crimen y representaron los acontecimientos:

“Pero, ¿Por qué vacilaban ellos? ¿No quedó demostrada, técnicamente, la imposibilidad de que el grito de la mujer de Venancio Ramírez, lanzado desde el fondo de la cañada, pudiera oírse en la colina donde se encontraban la casa y el declarante que dijo haberlo oído? ¿No fuimos allá mismo los jurados para hacer la prueba y yo no representé, acaso el papel de la víctima, y en el sitio donde aparecieron las manchas de sangre sobre la piedra, a la orilla del riachuelo no grité con todas mis fuerzas “Me mata, Venancio me mata” y ninguno de los que se hallaban en la inminencia pudo oírme?”

El miembro del jurado continuó considerando las pruebas aportadas por Venancio:

“Además, Venancio no iba solo. Iba acompañado de un hermano de su mujer. Y los dos llegaron a la casa y no encontraron a María del Carmen y se pusieron a dar voces, precisamente desde la colina. Y nadie les respondió. Y descendieron, con el alma en un hilo, al fondo del vallecico…El cuchillo debió penetrar muy hondo en la garganta, a la altura de la clavícula izquierda para dar paso a la muerte y a una súbita cascada de sangre que ya no manaba y empezaba a secarse bajo el sol.”

Abordó el origen y la calidad de los señalamientos:

“Las sospechas sobre Venancio provenían del padre y de una de las hermanas de María del Carmen. Pero eran referidas a una tradición de la conducta de Venancio, con relación a su mujer, no al acto mismo del crimen. ¿Y que importaba la tradición? Venancio maltrataba a su mujer y la hacia trabajar como a una bestia. Eso declaraban ellos, para quienes resultaba seguro, “Por lo menos ante Dios”, decían que el asesino no podía sino ser Venancio. Pero la otra hermana, la menor de las tres –María del Carmen era la mayor—afirmaba no haber sabido nada de las querellas entre su cuñado y su hermana. Y aun había llegado a declarar que Venancio era un hombre bueno.

La tradición es puesta en evidencia, la representación que cada cual se hace de la realidad. El padre de María del Carmen enuncia el modo de actuar de Venancio, maltrataba a su mujer y la hacia trabajar como a una bestia. Pero la hermana menor abrió la posibilidad a toda duda razonable, dijo no saber de maltratos y afirmó que Venancio era un hombre bueno ¿Y que importaba la tradición? Se pregunta el miembro del jurado. 

El profesor Pécaut declara que: El uso constante del término “Violencia”  que hacen los colombianos deja entender que, en su concepción, se trata de una fuerza anónima e incontrolable que se sustrae a las determinaciones sociales y los individuos más diversos, y que al prolongarse, la violencia parece convertirse a su vez en una fuerza normal y ordinaria de las interacciones sociales.

Pero alguien mató a María del Carmen. ¿Quién? La tradición de golpear a la mujer, inclusive, de odiarla en el momento de poseerla, y de hacerla trabajar como se hace trabajar a una mula o a un buey no demostraba nada contra Venancio porque Venancio no había inventado esa tradición. Esa tradición estaba ahí, envolviendo su vida, desde mucho antes de que él cayera sobre la tierra, desprendido de la matriz de su madre. Como una mula o un buey debieron ser tratadas la madre y la abuela, y la madre de la abuela, y la abuela de la abuela de Venancio. ¿Entonces, qué?”

Este aparte de la historia conduce, a los lectores atentos, a mirar en detalle las relaciones sociales instauradas en ese contexto particular y el tipo de representación que se hacen los diferentes actores; a reflexionar sobre el concepto del término Violencia en Colombia, pues creer que hace parte de la tradición conlleva a aceptarla como opción válida en la solución de conflictos; a asumir que las conductas son el resultado de acciones espontáneas y no la culminación de un proceso en el que las experiencias de vida son fundamentales en el ser humano. Al respecto, Cristina Rojas manifiesta que restringir la perspectiva únicamente a las dimensiones más fácilmente observables de la violencia, la punta del iceberg, es ratificar su carácter accidental y fortuito y, por tanto, tender un manto de sombra sobre sus formas más permanentes y sutiles[13].

El miembro del jurado, en aras de la justicia, deja de lado la tradición y se detiene en los hechos:

“Cuando el juez le dijo que existían testimonios de los malos tratos que él daba a María del Carmen y le preguntó, en seguida, con el ánimo de aniquilarlo, sí había querido o no a su mujer, Ramírez respondió: “Yo le pegaba a veces, pero yo sí la quería”. El fiscal por otra parte, no tenía más base para su argumentación acusadora que la historia del grito, referida por el declarante, un labriego, que pasaba por las cercanías de la casa. ¿Y qué era esa grito en el caso de que hubiera podido oírse? “Me mata, Venancio me mata”. Una estupidez. Porque bastaba alterar el sitio de la coma, para que de acusación se convirtiera en llamamiento de auxilio”.

La situación presenta dos puntos distintos: Para el padre, Venancio es el asesino y como prueba refiere las continuas golpizas que éste infligía a María del Carmen. Conducta que no se sustrae a las determinaciones sociales, sino que es el resultado de las mismas y a un acto premeditado del victimario. El otro punto, es del miembro del jurado que analiza el acto violento como un hecho aislado, como una discontinuidad en la historia del acusado. “¿Qué importaba la tradición?” Interesan los hechos y las pruebas recogidas no fueron concluyentes. En el caso del grito “Me mata, Venancio me mata”, nuestro jurado, conocedor del idioma,  lo borra de un comaso.  Hasta aquí no hay nada nuevo en el horizonte del cuento. Lo novedoso y dramático está en el final, cuando tiempo después:

“Me fue anunciada la visita de un hombre que decía llamarse Venancio Ramírez, tuve que hacer un esfuerzo  de buzo para extraer del fondo del submarino de mis olvidos, y devolverla a la tierra firme del recuerdo, la estampilla del hombrecillo de marras. Entró sin mucha timidez.

Era la visita de la gratitud. Él se enteró, por otro de los jurados, de mi alegato ante ellos. a mí, gracias a mí, decía, debía la libertad. Gracias a mí podía trabajar como un hombre honrado, allá mismo en su parcela. “¿Solo?”, pregunté. “No señor, con mi esposa”.  Lancé una exclamación de sorpresa, y Ramírez muy azorado aclaró: “Volví a casarme”. “¿Con quién?”. “Con la hermana menor de la difunta”. Solté una carcajada para disimular el malestar interior que sentía nacer como si alguien estuviera amenazándome. “Está bien”, dije, saboreando con plenitud la idiotez de mi propio concepto: “Está bien, porque eso demuestra una vez más su inocencia”. Ramírez se quedó mudo y se puso a mirar con obstinación al suelo. Mi propio malestar creció como una marea en esos segundos de silencio. “Voy a despedirle, es fastidioso todo esto”, pensé.  El hombre levantó la cabeza y sin vacilar, cándidamente, me dijo: “No señor, porque yo no soy inocente. Yo la maté. He venido a decírselo a usted que es mi salvador. No tengo otra manera de agradecerle cuanto hizo por mí. La maté no sé por qué, señor. Tal vez porque yo quería vivir con la otra, con Sabina…”.

Para Téllez, Colombia era un país campesino apuntalado en el inmenso papel organizador y fundacional de la tradición y buscó trascenderla a través de la escritura: El arte no es una expresión que corrobora; no está guiada por modelos predeterminados y no está habitada por la costumbre porque le impide el ágil salto a  la imaginación. El arte es una refutación, una contrariedad, una súbita  insolencia, la descabellada insolencia de quien resuelve poner en jaque el destino y contrariar la norma usual de la aventura. El arte es la mejor y más grande contrariedad del sentimiento colectivo. En consecuencia, el arte está en la orilla opuesta a la política que recoge el sentimiento, el gusto colectivo y lo alimenta de corroboraciones. De ahí que el arte del político, del demagogo, sea, en primera y última instancia, una constante tentativa para satisfacer las exigencias, aún las más viles, del alma de las multitudes. Llevar la contraria, nadar contra la corriente, en política, son fórmulas suicidas y absurdas, a diferencia de lo que ellas significan en el arte. [14]  

“Cenizas para el viento”, es la transición del monólogo al diálogo. Algunos de los personajes, muy bien elegidos, cuentan sus propias historias en un lenguaje rico y limpio de acentos o “dejos” que los encasillen con alguna región. El lenguaje se aleja de los regionalismos y se hace importante y significativo; rompe con el monopolio que sobre la palabra tenía la clase dirigente del país y que excluía a las clases menos favorecida. Pues, Las palabras llegaron a ser artículos de lujo que daban pie a conflictos surgidos en el modo de circulación (libre o controlado), en su fuente de autoridad (divina o legal), y en las diversas estrategias para controlarlos y darles forma[15].

El cuento Libertad Incondicional recoge un momento cumbre en la propuesta de Téllez: el diálogo como estrategia en la resolución de conflictos. Ante la acción violenta y excluyente de Venancio: asesinar a su esposa para casarse con Sabina, se contrapone la acción del miembro del jurado: Convencer a los “Otros” para que se adhirieran a su tesis de inocencia. La manifestación violenta de Venancio es una acción unilateral, de desconocimiento del “otro”, en este caso de su mujer, por tanto, decide eliminarla. La resolución a partir del diálogo y la concertación permitió al jurado acordar una declaración de inocencia. En este caso, el lenguaje convocó, argumentó y resolvió a favor y aunque la decisión fue equivocada, dio un paso fundamental en la resolución del conflicto: el reconocimiento del “Otro”.

El Régimen de Representación, propuesto por Rojas, es un campo exclusivo para la comunicación, para el reconocimiento. Rompe con la tradición del monólogo que deduce una situación o identidad desde la hegemonía de una y sólo una interpretación de la realidad que niega la existencia del “Otro” y la reduce a la mayor expresión de egocentrismo, a una manifestación sutil de la violencia. La Representación, como espacio de comunicación da lugar a lo heterogéneo, a la contradicción, a la resistencia, al disentimiento que genera discusión y promueve el diálogo como resolución del conflicto. El diálogo como práctica discursiva articula distintas formas de interpretar la realidad, se hace polifónico.

Hernando Téllez nos guía por diversos tipos de relaciones interpersonales que conforman y escenifican un contexto.  Para él, la violencia no tiene nacionalidad. No es colombiana, ni alemana, ni francesa, simplemente habita de manera visible e invisible el universo humano y se manifiesta en el conjunto de interacciones y de circunstancias que le rodean. Las manifestaciones violentas evidencian la existencia de situaciones singulares que inducen comportamientos donde el individuo actúa guiado por sus creencias o representaciones sociales.

Cuando el patrón abusa del empleado:

El patrón llegó completamente ebrio. Entró al depósito dando traspiés. Era un hombre flaco que a mí me parecía envejecido antes de tiempo, no sé por qué, tal vez por el contraste entre su destreza muscular –a veces me ayudaba en el transporte de los bultos— y  su pelo grisáceo y el abanico de arrugas en las sienes. Yo le decía don Ricardo. Don Ricardo Bermúdez. Un sabanero de piel enrojecida, de manos ásperas, de modales sórdidos, de duras palabras. “Usted es un imbécil, un cretino?, me decía entre carcajadas, satisfecho de ese rasgo de ingenio en que probaba su poderío, golpeándolo como una moneda contra la piedra de mi humildad. Yo permanecía callado, sintiendo el azote invisible de la ofensa como una invitación a saltarle al cuello[16].

Cuando las palabras imponen:

De pronto estalló en sollozos. Fue algo súbito, sin transición, sin preparativos. Un llanto total y absoluto, rabioso e irremediable… “Debo correr a donde mamá. Despertarla. Decirle que él está llorando”. No. Se fastidiará. “Hay que respetar la siesta de mamá, ¿entiendes?”. Sí. “Tú eres un niño mayor y juicioso”. Sí. “Un guardián marino que cuida el sueño de su hermano”. Sí, mamá, sí. Pero él sigue llorando, llora sin remedio. Voy a correr. Voy a despertar a mamá. “Mamá el niño está llorando”. No. Lo tomaría a mal. “Tú no sirves para nada”… ¿Pero sigues llorando? Eres un niño malo, un niño malo. Voy a castigarte. Sí, te castigaré. Me da lástima. Hay algo mejor. Sí. Ya me acuerdo. ¿Cómo es que lo canta mamá? Fíjate, así: “… los niños que lloran, niño, los arrojan al mar”. ¿Me oyes? ¿Me oyes? ¿No quieres callar? Bien. Eres malo. Muy malo. Y mamá lo ha dicho… La baranda es alta, pero aquí, por entre estas barras, pasará el niño malo que se va para el mar. Así, así. Adiós, hermanito, adiós… ¿Comprenden ustedes ahora por qué soy un hombre desgraciado?[17]

Cuando se sufre la patria distante y humillada:

“HABÍA LLEGADO A ESTE TRANQUILO PAÍS, COMO UNO de tantos náufragos  de la tragedia bélica… Encontró oficio en una grande industria de productos derivados de la leche. Él sabía algo de eso… Le dijeron que se pensaba aprovechar su condición de francés que hablaba y escribía, además, en inglés y entendía el alemán, para trabajar en una sección de la empresa que hasta el momento había estado en manos extranjeras. No averiguó nada más y aceptó entusiasmado. Momentos después supo que debía desarrollar su trabajo con un ciudadano alemán.  Disimuló su contrariedad y la tormenta interior de odio que le invadió el alma cuando le presentaron a quien iba a ser, en adelante, su compañero, su camarada. Dijo su nombre y extendió cortésmente la mano al enemigo. Sintió el apretón duro, enérgico, prusiano, de la mano adversaria entre su propia mano de combatiente derrotado… La estampa física del alemán… resucitaba el inmediato pasado, su pasado de soldado francés, de desesperado combatiente en la batalla de Flandes, con la cartuchera vacía, el fusil inútil al hombro, el casco despedazado, las botas destrozadas y llenas de fango, la chaqueta desgarrada, rendido de sueño y de hambre, fugitivo por los bosques y los caminos, mientras arriba en la límpida atmósfera del cielo cruzaban los aviones alemanes. Dejando caer incansablemente la lluvia de fuego[18].

Cuando se siente miedo a sufrir una acción violenta:

 “Pensé que si me movía, el hombre podría matarme. Le bastaría con levantar el arma y apuntar. Algo muy sencillo, muy fácil. ¿No es cierto? Mejor quedarme quieto… “Puede matarnos, matarnos a todos”, pensaba yo. Y rectificaba: “no, a todos no, porque le faltarían en el revólver cinco cápsulas”. “¿Son cinco o seis las que lleva el tambor?”. Y luego volvía el miedo, como en oleadas, a golpear en mi pecho[19]. La  identidad radica en la diferencia y no en la uniformidad; en el diálogo y no en el monólogo. Ante la exclusión, Téllez muestra la otra posibilidad: la inclusión a partir del diálogo. Son varios los cuentos donde el conflicto alcanza su resolución a través del reconocimiento del “Otro” y de sí mismo, lo que cierra el paso a las manifestaciones violentas. Los cuentos Espuma y nada más, Un corazón fiel, Arcilla mortal, visita al juez supremo, Rosario dijo que sí, son ejemplos claros donde la palabra encuentra su verdadero valor. Para el autor, la palabra modela la vida, la crea, la hace evidente, factible, le da sentido histórico. Además, un exceso de palabras, en la política, crea el caos y desencadena las guerras, suscita los odios, destruye el frágil equilibrio de los Estados; un exceso de palabras desfigura el esquema esencial del amor; un exceso de palabras nos traiciona en el momento decisivo de la vida personal; un abuso del lenguaje puede romper para siempre el lazo que ata dos vidas…[20]

Dice Marta Traba: El primer valor que los cuentos revisten, para mí, es la concisión de su estilo. Téllez era un escritor que cultivaba el estilo y que lo consideraba como una expresión particular, regida por una gramática y una sintaxis que debían ser y eran cuidadas hasta el último extremo. Y Pachón Padilla: Su sensibilidad creadora suele detenerse en el examen minucioso de circunstancias consideradas como intrascendentes. Sus ensayos representan la perenne búsqueda de lo interno y lo externo, mediante los sentidos y las emociones en un universo integrado por los estados anímicos, más antagónicos. Pero quizá su capacidad interpretativa se manifieste en mayores proporciones, cuando retiene, por medio de la ficción, los sucesos heterogéneos que se originan alrededor del elemento humano. [21]

Hernando Téllez fue  acérrimo crítico de la “vulgarización de la cultura” y detractor del amiguismo, esa casta de elogios mutuos, del aburguesamiento y de la literatura amañada; intolerante con el pasquín y la repetición literaria que, siguiendo una vertiente de mediano éxito, no aportaba nada y se empeñaba en mantener los viejos esquemas. Ante la crítica del momento concluyó: Todo empeño discreto y cauteloso por suscitar un mínimo de rigor, de austeridad, de responsabilidad y de equidad crítica, desaparece en esa atmósfera de supremas complacencias y de libérrimas facilidades. Las sociedades que se nutren intelectualmente con esa clase de alimentos falsamente críticos, carecen de buena digestión literaria[22].

Hernando Téllez sintetiza su tesis sobre el arte así: El arte consiste en nadar contra la corriente. La metáfora fluvial recela dos principios decisivos en la faena artística: la desesperación y la contrariedad. En rigor, las dos son expresiones de una sola actitud espiritual: sobreaguar y, si es posible, tocar orilla y pisar tierra firme pero inventándose una ruta diferente de arribo, un camino a contrapelo del curso líquido de las ideas, de las formas, de los sentimientos, de los conceptos, de los estilos. El verdadero artista, por consiguiente, sería, o es, ese empecinado nadador, ese náufrago potencial que resuelve dar pábulo a su desesperación y contrariar a sus semejantes, ofreciendo una realidad insólita, chocante, que no corrobora sino que somete a duda la realidad artística anterior y establecida, la que estaba ahí, sólida y respetable como una matrona de provincia, recibiendo el sordo y ciego homenaje de la costumbre, el gran plebiscito anónimo de la conformidad. Con su gesto de pura insolencia, de pública clandestinidad, de conspirador al aire libre, el artista introduce una primera sospecha en el estatuto colectivo de la cultura”[23].

Pero nadar contra la corriente en Colombia era asunto de pocos. Escapar de la tradición del canon implicaba ser de la otra orilla. Orilla que obtuvo reconocimiento sólo cuatro décadas después, con el Premio Nobel de García Márquez.

Cenizas para el viento rompió, en 1950, el silencio sobre la realidad colombiana más inmediata. Silencio que se hizo elocuente cuando Téllez le dio la palabra a sus personajes para que representaran su propio mundo, para que salieran del olvido, de esa muerte en vida que aún, hoy julio de 2007, muchos compatriotas padecen. Es necesario, como lo dice Cristina Rojas, una interpretación de la historia en términos de regímenes de representación que suponen un proceso dialógico que facilita encuentros, solapamientos e intercambio de puntos de vista donde es posible solucionar la violencia. Mientras se continué pensando que el problema del desplazamiento, de las masacres, de las delaciones, de los ajusticiamientos, boleteos, masacres, venganzas y secuestros en Colombia, son consecuencias sólo del enfrentamiento armado,  todo lo que se haga seguirá siendo, al decir de Téllez: Cenizas para el viento.  


[1] Pécaut Daniel. Violencia y política en Colombia. Elementos de reflexión. Hombre nuevo editores y Universidad del valle. Medellín,  2003.[2] Rojas Cristina. Civilización y violencia. La búsqueda de la identidad en la Colombia del siglo XIX. Editorial  Norma. Bogotá. 2001.

[3] Ibidem.

[4] Gómez Arbeláez Martha Cecilia. Las representaciones mentales. Revista No. 29 de ciencias humanas. 2002.  

[5] Serrano Orejuela Eduardo. La narración Literaria. Colección de Autores Vallecaucanos. Premios Jorge Isaacs. 1996

[6] Cobo Borda Juan Gustavo. Hernando Téllez: Estética y violencia. Prólogo a Cenizas para el viento. Editorial Norma. Bogotá, 2000.

[7] Téllez Hernando. El costumbrismo. En nadar contra la corriente. Editorial Ariel. Bogotá, 1995.

[8] Cepeda Samudio Álvaro. En el margen de la ruta. Biblioteca de literatura colombiana. Editorial la Oveja Negra. Bogotá, 1985.

[9] Traba Marta. Hernando Téllez. Prólogo a Cenizas para el viento. Editorial Norma. Bogotá, 2000.

[10] Téllez. Literatura y testimonio. En nadar contra la corriente.

[11] Téllez. La novela en latinoamérica. En nadar contra la corriente.

[12] La novela en Latinoamérica.

[13] Rojas Cristina. Civilización y violencia. La búsqueda de la identidad en la Colombia del siglo XIX. Editorial  Norma. Bogotá. 2001.

[14] En Nadar contra la corriente.

[15] Rojas Cristina. Civilización y violencia. La búsqueda de la identidad en la Colombia del siglo XIX. Editorial  Norma. Bogotá. 2001.

[16] Téllez Hernando. Genoveva siempre me espera.

[17] Téllez Hernando. La canción de mamá.

[18] Téllez Hernando. Victoria al atardecer.

[19] Téllez Hernando. Lección de domingo.

[20] Luces en el bosque.

[21] Eduardo Pachón Padilla. El cuento colombiano, tomo I. Editorial Plaza y Janes. Bogotá. 1980.

[22] Téllez Hernando. Vanidades. En nadar contra la corriente.

[23] Nadar contra la corriente.

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"La muerte en la calle" de José Felix Fuenmayor

Carnaval de Cali. Plaza de Caycedo. 1922

Las ciudades son grandes y amplios laberintos donde sus habitantes nacen, crecen, se multiplican, se pierden, se encuentran, gozan, sufren, progresan o se hunden en sus propios sueños o vicios. En ellas confluyen millones de historias en las que algunas se cruzan; otras permanecen invisibles y unas pocas, sólo unas pocas, se hacen públicas. Las dinámicas sociales se erigieron sobre el concreto y realzaron para siempre el paisaje humano.  La  ciudad dejó de ser el simple espacio donde se sucedían historias y se transformó en protagonista. 

“Muerte en la calle”, es el relato de un individuo trashumante que cuenta su propia historia. Su vida ha sido una sucesión de golpes y fracasos originados, en gran parte, por su condición social y familiar. Hijo de madre soltera y huérfano a temprana edad, quedó al cuidado de un  tío llegado de la nada y que pronto lo abandonó dejándole sólo una horma de zapato para que trasegará por la vida…

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